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– Tal vez pueda convencer a mi amigo para que llegue hasta cien mil dólares. Es mucho dinero, pero él está ansioso por obtener la piedra.

– Me parece razonable.

Gregory Halston sintió que el corazón le latía enloquecido.

– ¡Excelente! -exclamó-. Traje el talonario, de modo que…

– Ma no. Me temo que eso no resolverá mi problema.

La voz de la condesa resultaba apesadumbrada.

– ¿Su problema?

– Sí. Mi marido necesita trescientos cincuenta mil dólares para su negocio. Ha conseguido cien mil, pero hacen falta doscientos cincuenta mil más, que yo esperaba obtener por esta esmeralda.

Halston negó con la cabeza.

– Mi querida condesa, ninguna esmeralda del mundo vale tanto. Créame que cien mil dólares es un muy buen precio.

– No me cabe duda, señor Halston, pero no me alcanza para ayudar a mi esposo. -Se puso de pie-. Creo que la guardaré para regalársela a mi hija. -Le extendió una mano delicada-. Grazie, signore. Gracias por haber venido.

A Halston lo dominó el pánico.

– Espere un minuto -dijo. La codicia luchaba contra su sentido común. No podía perder aquella esmeralda-. Siéntese, por favor, condesa. Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo. Si yo logro persuadir a mi cliente para que pague ciento cincuenta mil…

– Doscientos cincuenta mil dólares.

– Digamos doscientos…

– Doscientos cincuenta mil, signore.

No había forma de convencerla. Halston tomó entonces la decisión. Ganar ciento cincuenta mil dólares era mejor que no ganar nada. Significaría una residencia y un barco más pequeños, pero seguía siendo una fortuna. Los hermanos Parker lo tendrían bien merecido por lo mal que lo trataban. Esperaría uno o dos días para anunciarles que se iba. A la semana siguiente podría estar ya en la Costa Azul.

– Trato hecho -aceptó.

– ¡Maravilloso!

Italiana hija de puta, pensó Halston. Pero no podía quejarse. Tendría dinero toda su vida. Echó una última mirada a la esmeralda y se la guardó en el bolsillo.

– Le daré un cheque de la joyería.

– Bene, signore.

Hizo el cheque y se lo entregó. A la señora Benecke le pediría uno por cuatrocientos mil dólares. Peter se lo cobraría, y cambiaría el cheque de la condesa por el de los hermanos Parker. De ese modo Halston se guardaría la diferencia. Hablaría con Peter para que el cheque de doscientos cincuenta mil no apareciera en el resumen mensual de los Parker.

Le parecía sentir el tibio sol de Francia sobre su rostro.

El trayecto de regreso hasta la joyería le pareció encantador. Se imaginaba la alegría de la espantosa señora Benecke cuando le transmitiera la noticia. No sólo había encontrado la piedra que ella quería, sino que la había librado de la atroz experiencia de vivir en una espantosa casa de campo.

Al entrar en la joyería, se le acercó uno de los vendedores.

– Señor, hay un cliente interesado en…

Halston le hizo señas de que se retirara.

– Más tarde.

No tenía tiempo para los clientes. En el futuro, la gente lo atendería a él. Compraría sus cosas en «Hermes» «Gucci» y «Lanvin».

Se encaminó a su despacho, cerró la puerta y marcó un número de teléfono.

– «Hotel Dorchester» -le respondió la voz de la recepcionista.

– Póngame con la suite de la señora Benecke.

– Un momento, por favor.

Halston silbaba por lo bajo mientras aguardaba.

– Lo siento, pero la señora Benecke ya no ocupa esa suite.

– Comuníqueme con su nueva suite.

– La señora se ha ido del hotel.

– Imposible. Ella…

– Lo comunicaré con recepción.

Una voz masculina le contestó.

– Recepción. ¿En qué puedo servirlo?

– Quiero averiguar en qué suite se aloja la señora Benecke.

– La señora Benecke se marchó del hotel esta mañana.

– Deme, por favor, el domicilio que dejó. Hablo de…

– Lo siento, pero no dejó ninguno.

– ¡Por supuesto que debe de haber dejado uno!

– Yo mismo la atendí cuando se marchaba, y no me dio ninguna dirección.

Fue como un puñetazo en la boca del estómago. Lentamente colgó el receptor. Tenía que encontrar la forma de ponerse en contacto con ella, de comunicarle que había logrado encontrar la esmeralda. Entretanto, debía recuperar el cheque que había entregado a la condesa italiana.

Llamó al «Savoy».

– ¿Con quién desea hablar?

– Con la condesa Marissa Rossi.

– Un momentito, por favor.

Incluso antes de que volviera a hablar la telefonista, una terrible premonición le anticipó la mala noticia.

– Lo siento, pero la condesa Rossi se ha marchado del hotel.

Cortó. Tanto le temblaban los dedos que apenas pudo marcar el número del Banco.

– Póngame con el jefe de cuentas, ¡rápido! Quiero detener el pago de un cheque.

Por supuesto, era demasiado tarde. Había vendido una esmeralda en cien mil dólares, y la había vuelto a comprar en doscientos cincuenta mil. Gregory Halston permaneció sentado, tratando de imaginar cómo podría explicárselo a los hermanos Parker.

VEINTIDÓS

Para Tracy, fue el comienzo de una nueva vida. Adquirió una hermosa mansión antigua en Eaton Square, perfecta para recibir invitados. La casa tenía un jardín delantero y otro al fondo, y durante la temporada, las flores eran magníficas. Gunther le ayudó a amueblarla.

Gunther presentaba a Tracy como una viuda rica, cuyo marido había hecho su fortuna en el negocio de la importación y exportación. El éxito de Tracy fue inmediato. Bonita, inteligente y simpática, muy pronto comenzó a recibir un sinfín de invitaciones.

De vez en cuando hacía breves viajes a Francia, Suiza, Bélgica e Italia, y en cada oportunidad, Gunther y ella salían altamente beneficiados.

Bajo la tutela de su amigo, Tracy estudió el Gotha y el Debrett's, los dos libros más autorizados que consignaban una minuciosa información sobre la realeza y los títulos nobiliarios de Europa. Tracy se transformó en un camaleón, una experta en maquillajes, disfraces y acentos. Se procuró una docena de pasaportes. En algunos países era una duquesa británica; en otros, una azafata francesa de líneas aéreas o una rica heredera sudamericana. En un año había acumulado más dinero del que necesitaría jamás. Donaba en forma anónima grandes cantidades a instituciones que ayudaban a presidiarias, y dispuso que todos los meses se enviara a Otto Schmidt una generosa pensión. Ya ni siquiera se planteaba la idea de abandonar sus aventuras. Le encantaba superar en ingenio a personas astutas e importantes. La emoción que le causaba cada estafa actuaba en ella como una droga; constantemente necesitaba desafíos mayores, pero se había impuesto un principio: jamás le haría daño a un inocente. Las víctimas de sus estafas eran personas codiciosas o inmorales, o ambas cosas. Nadie se suicidará nunca por mi culpa, se prometió.

Los diarios comenzaron a comentar las audaces estafas que se perpetraban en toda Europa, y como Tracy usaba disfraces diversos, la Policía estaba convencida de que las ingeniosas inversiones eran realizadas por personas diferentes. Interpol se interesó también en el asunto.

En la oficina de una compañía de seguros neoyorquina, J. J. Reynolds mandó llamar a Daniel Cooper.

– Tenemos un problema. Se ha producido una serie de robos a gran número de nuestros clientes europeos, al parecer, realizados por mujeres. Están indignados y quieren capturar a los culpables. Su tarea, Dan, será ir mañana a París y hallar a los culpables.

Tracy estaba cenando con Gunther.

– ¿Has oído hablar de Maximilian Pierpont, Tracy?

Tracy sonrió enigmáticamente. Pensó en Jeff Stevens, a bordo del Queen Elizabeth II, y en sus palabras: Estamos aquí por el mismo motivo. Maximilian Pierpont.

– Es un millonario seductor, ¿verdad?