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– Un hombre despiadado. Se especializa en comprar empresas y despojarlas de sus bienes.

Cuando Joe Romano se hizo cargo de la empresa, echó a todo el mundo y se dedicó a saquear el negocio… Su madre lo perdió todo, la compañía, la casa, incluso el coche.

Gunther la estudiaba con mirada extraña.

– Tracy, ¿te sientes bien?

– Sí, sí. Cuéntame algo más de ese hombre.

– Acaba de divorciarse de su tercera mujer, de modo que por ahora está solo. Creo que sería muy conveniente que conocieras a ese caballero. Viajará el viernes en el «Orient Express» desde Londres a Estambul.

Tracy sonrió.

– Nunca viajé en ese tren. Creo que me gustaría hacerlo.

Gunther le devolvió la sonrisa.

– Bien. Pierpont posee la única colección importante de Fabergé aparte de la del Museo Hermitage, de Leningrado, evaluada en alrededor de veinte millones de dólares.

– Si consigo sacarle algunos cuadros, ¿qué harías con ellos, Gunther? ¿No serían demasiado conocidos para venderlos?

– Irían a parar a coleccionistas privados, querida. Tú tráemelos, que yo me encargaré de colocarlos.

– Veré lo que puedo hacer.

– Maximilian Pierpont no es una persona fácil de abordar. Sin embargo, en ese mismo tren viajan otras dos palomitas al festival de cine de Venecia. ¿Has oído hablar de Silvana Luadi?

– ¿La actriz italiana? Por supuesto.

– Está casada con Alberto Fornati, el productor de esas espantosas películas épicas. Fornati tiene fama de contratar a actores y directores por muy poco dinero, y prometerles altos porcentajes en las ganancias, que después nunca les da. Gana lo suficiente como para comprarle toda clase de alhajas caras a su mujer. Cuanto más infiel le es, más joyas le regala. La pobre Silvana ya podría abrir su propia joyería gracias a las amantes de su marido. Estoy seguro de que te resultarán personas muy interesantes.

– No veo la hora de conocerlos.

El «Orient Express» sale de la Estación Victoria todos los viernes a las doce menos cuarto de la mañana con destino a Estambul y paradas intermedias en Boulogne, París, Lausana, Milán y Venecia. Treinta minutos antes de la partida se instala un mostrador móvil a la entrada del andén, dos corpulentos señores de uniforme colocan una alfombra roja desde allí hasta el tren y alejan a un costado a los curiosos.

Los nuevos dueños del «Orient Express» intentaron recrear la época de oro del viaje en ferrocarril de fines del siglo pasado. El tren remodelado resultó una copia idéntica del original, con vagones enteros de pullman, restaurantes, un coche bar y compartimientos.

Un empleado con uniforme azul marino, estilo 1920, llevó las dos maletas y el maletín de Tracy hasta el compartimiento, que la desilusionó por su pequeñez. Había en él un solo asiento tapizado en tela floreada y una escalera para subir a la litera.

Tracy leyó la tarjeta que traía la botella de champaña colocada en un cubo de plata: Oliver Aubert, gerente.

La reservaré para cuando tenga algo que festejar. Jeff Stevens había fracasado con él. Tracy sonrió al pensar que una vez más superaría en astucia a Jeff.

Abrió las maletas y colgó su ropa en el pequeño armario. Preferiría viajar en aviones en vez de en ferrocarril, pero este viaje prometía ser emocionante.

Exactamente a su hora, el convoy comenzó a salir de la estación. Tracy se acomodó en el asiento y se dedicó a mirar cómo pasaban los barrios del sur de Londres.

A la una y cuarto de la tarde arribaron al puerto de Folkestone. Los pasajeros abordaron el transbordador Sealink, en el que cruzarían el Canal de la Mancha hasta Boulogne y tomarían otro tren con rumbo al sur.

Tracy se acercó a uno de los camareros.

– Tengo entendido que el señor Maximilian Pierpont viaja con nosotros. ¿Podría señalármelo, por favor?

El hombre negó con la cabeza.

– Ojalá pudiera, señora. Reservó un compartimiento y lo pagó, pero no lo he visto hasta el momento. Es una persona muy misteriosa, según tengo entendido.

En Boulogne, comenzó el viaje propiamente dicho. El compartimiento de Tracy era idéntico al anterior, y el traqueteo hacía más incómodo aún el viaje. Tracy comenzó a elaborar su plan. A las ocho de la noche se vistió y salió del compartimiento.

Como las normas del ferrocarril indicaban ropa de etiqueta, eligió un despampanante vestido de chifón gris, medias y zapatos a juego. Como único adorno, un collar de una vuelta de perlas. Permaneció largo rato mirándose en el espejo antes de salir. Todo su rostro parecía cándido y vulnerable.

En el pasillo se le cayó el bolso. Cuando se agachó para recogerlo, lo aprovechó para fijarse en las cerraduras exteriores de las puertas. Había dos: una «Yale» y una «Universal». Ningún problema. Se levantó y se encaminó hacia los coches comedores.

Había tres comedores. Las sillas estaban tapizadas de pana, y las luces tenues provenían de unos apliques de bronce con tulipas «Lalique». Entró en el primero y vio varias mesas vacías. El maître la saludó con una reverencia.

– ¿Mesa individual, señorita?

Tracy paseó la vista por el lugar.

– Voy a reunirme con unos amigos; gracias.

Pasó al coche siguiente que, pese a estar más repleto, tenía aún varias mesas sin ocupar.

– Buenas noches. ¿Va a comer sola? -le preguntó el maître.

– No. Tengo que encontrarme con una persona; gracias.

Se dirigió al tercero. Allí estaban ocupadas todas las mesas.

El maître la detuvo en la puerta.

– Tendrá que esperar para conseguir mesa, señora, pero hay lugar en los otros coches.

Tracy observó el ambiente y, en una apartada mesa de un rincón, vio al productor Fornati y a su mujer, la actriz Silvana Luadi.

– No importa. Ahí veo a unos amigos.

Se encaminó a la mesa del fondo.

– Perdóneme -se disculpó-, pero todas las mesas están ocupadas. ¿Les molestaría que me sentara con ustedes?

El hombre se puso rápidamente de pie, le lanzó una mirada apreciativa y exclamó:

– ¡Por supuesto! Soy Alberto Fornati, y ésta es mi mujer, Silvana Luadi.

– Tracy Whitney.

En esta ocasión utilizaba su propio pasaporte.

– ¡Ah, americana! Yo hablo inglés.

Alberto Fornati era bajo, gordo y calvo. El motivo por el que Silvana Luadi se hubiera casado con él había sido el tema preferido de conversación en Roma durante los primeros tiempos del matrimonio. Silvana era una belleza clásica, con un tipo sensacional y un talento innato. Había ganado un Óscar y una Palma de Plata, y era una actriz muy cotizada. Tracy advirtió que su vestido era un «Valentino» que valía cinco mil dólares, y las alhajas que llevaba debían de valer casi un millón más. Recordó entonces las palabras de Gunther: Cuanto más infiel le es, más joyas le regala. La pobre Silvana ya podría abrir su propia joyería gracias a las amantes de su marido.

Fornati inició la conversación.

– ¿Es la primera vez que viaja en el «Orient Express»?

– Sí.

– Ah, es un tren muy romántico, lleno de leyendas. -El hombre tenía los ojos húmedos-. Se cuentan historias muy amenas. Por ejemplo, que Sir Basil Zaharoff, el traficante en armas, solía viajar en el viejo expreso, siempre en el mismo compartimiento. Una noche oyó que llamaban a su puerta. Abrió, y una bellísima duquesa española se arrojó en sus brazos. -Fornati hizo una pausa para untar con mantequilla un bollo-. El marido estaba persiguiéndola por todo el tren. Los padres habían concertado su matrimonio, y la pobre chica se enteró luego de que el esposo era demente. Zaharoff se enfrentó con el marido, calmó a la histérica joven y así empezó un romance que duró cuarenta años.

– Qué emocionante -replicó Tracy, con voz meliflua.

– Sí. A partir de entonces, todos los años se reúnen en el expreso, él en su compartimiento habitual y ella en el contiguo. Al morir el marido de ella, Zaharoff y la mujer pudieron casarse. Como presente de bodas, le regaló el Casino de Montecarlo.