A medida que cada pasajero se bajaba del tren, los policías revisaban minuciosamente su compartimiento. Se trataba de una oportunidad espléndida para el inspector Ricci, y éste estaba dispuesto a aprovecharla al máximo. El hecho de recobrar las joyas robadas le significaría un ascenso y un aumento de salario. Impartió órdenes con renovado vigor.
Llamaron a la puerta del compartimiento de Tracy y entró un detective.
– Perdone, señorita, pero se ha producido un robo, y nos vemos en la necesidad de revisar a todos los pasajeros. Si tiene la bondad de acompañarme…
– ¿Un robo? -exclamó ella con voz temerosa-. ¿En este tren?
– Sí, señorita.
Cuando hubo salido de su compartimiento, dos policías comenzaron a abrir sus maletas y a registrar con cuidado su contenido.
Al cabo de cuatro horas de búsqueda, la Policía había encontrado en el tren varios paquetes de marihuana, ciento cincuenta gramos de cocaína, un cuchillo y un revólver ilegales, pero ni rastro de las alhajas.
El inspector Ricci no podía creerlo.
– ¿Registraron todo el tren?
– Inspector, lo revisamos de punta a punta. Examinamos la locomotora, los comedores, el bar, los lavabos, los compartimientos, hasta la última maleta. Le aseguro que las joyas no están aquí. A lo mejor la señora imaginó que se las robaron.
Sin embargo, Ricci sabía que eso no era cierto. Había hablado con los camareros, y éstos le confirmaron que Silvana Luadi había acudido a cenar con sus alhajas la noche anterior.
Los funcionarios del «Orient Express» estaban irritados.
– Este tren no puede permanecer más tiempo detenido. Demasiado nos hemos retrasado ya.
El inspector Ricci lo tomó como una derrota. No tenía excusa para seguir reteniendo el convoy. Nada más podía hacer. La única explicación que se le ocurría era que, durante la noche, el ladrón le hubiera arrojado las joyas a algún cómplice. No obstante, era sumamente difícil calcular con exactitud el momento preciso. El ladrón no podía saber de antemano cuándo estaría libre el pasillo ni a qué hora pasaría el tren por algún lugar desierto.
El misterio permanecía insoluble.
– Que el tren siga su marcha -ordenó.
Durante el desayuno, el único tema de conversación fue el robo.
– Fue lo más emocionante que me haya ocurrido en muchos años -confesó una turista alemana. Se tocó una cadenita de oro con un diminuto brillante-. Tuve suerte de que no me robaran esto.
– Sí, claro -convino Tracy.
Cuando Alberto Fornati entró en el coche comedor, divisó a Tracy y rápidamente se le acercó.
– Supongo que se habrá enterado de lo sucedido. ¿Sabía que las joyas se las robaron a mi mujer?
– ¡Oh, no!
– Mi vida corrió un peligro enorme. Una banda de ladrones entró en mi compartimiento y me anestesió con cloroformo. Podrían haberme asesinado dormido.
– Qué terrible…
– Desde luego. Ahora tendré que reponerle todas las alhajas a Silvana, y eso me costará una fortuna.
– ¿La Policía no las encontró?
– No, pero Fornati sabe qué hicieron los ladrones para desprenderse de ellas.
– ¿En serio? ¿Cómo?
El hombre miró a su alrededor y bajó la voz.
– Un secuaz estaba esperando en una de las estaciones por donde pasamos durante la noche. Los ladrones arrojaron las joyas por la ventanilla, y ellos permanecieron en el tren, libres de toda sospecha.
– ¡Qué inteligente es usted!
– Sí. -Fornati cambió su tono de voz-. No se olvidará de nuestra cita en Venecia, ¿verdad?
– ¿Cómo podría olvidarlo? -repuso Tracy con una sonrisa.
Él le apretó fuertemente el brazo.
– Fornati no ve la hora de que llegue el momento. Ahora debo ir a consolar a Silvana, que está histérica.
Cuando el «Orient Express» llegó a la estación de Santa Lucía, en Venecia, Tracy fue una de las primeras en bajar. Se hizo llevar el equipaje al aeropuerto, y tomó el primer avión a Londres con las alhajas de Silvana Luadi.
Gunther Hartog se pondría muy contento.
VEINTITRÉS
La sede central de Interpol se halla instalada en el número 26 de la calle Armengaud, a unos diez kilómetros de París, discretamente oculta detrás de un alto cercado de verde y blancos muros de piedra. El portón de la calle permanece cerrado las veinticuatro horas del día, y los visitantes sólo pueden entrar tras ser examinados por un sistema de circuito cerrado de televisión. Dentro del edificio, delante de la escalera de cada piso hay puertas de hierro que se cierran de noche, y cada planta está equipada con un sistema independiente de alarma y televisión.
Estas extraordinarias medidas de seguridad son imperiosas, puesto que allí se guardan los más complejos legajos sobre medio millón de delincuentes. Interpol recibe información de ciento veintiséis cuerpos policiales de setenta y ocho países, y coordina las actividades de la Policía del mundo entero en su lucha contra estafadores, narcotraficantes, terroristas y asesinos.
Una mañana de principios de mayo, se realizaba una reunión en el despacho del inspector André Trignant, jefe de Interpol. La oficina era pequeña y de mobiliario sencillo. El inspector era un hombre atractivo, de más de cuarenta años, pelo oscuro y mirada despierta detrás de sus gafas de carey. En su despacho se hallaban varios detectives de Inglaterra, Bélgica, Francia e Italia.
– Caballeros, he recibido urgentes peticiones de información, de cada uno de sus países, respecto de la ola de asaltos que se está produciendo en toda Europa. Seis países han sido víctimas de una epidemia de estafas y robos muy ingeniosos, en los que se advierten ciertos detalles similares. Los damnificados suelen ser personas de mala reputación, jamás se producen hechos de violencia, y el responsable es siempre una mujer. Hemos llegado a la conclusión de que nos enfrentamos con una banda femenina internacional. Contamos con retratos-robot realizados según los datos que aportaron las víctimas y algunos testigos. Como verán, la autora de los robos nunca es la misma. Algunas son rubias, otras morenas, con pasaportes ingleses, franceses, españoles, italianos y estadounidenses.
El inspector Trignant pulsó un botón, y encendió un aparato de diapositivas.
– Aquí vemos el retrato-robot de una morena de pelo corto. -Volvió a apretar el botón-. Aquí tenemos una rubia joven de pelo rizado… Aquí otra rubia, con corte de paje… Aquí una mujer mayor… -Apagó el proyector-. No tenemos idea de quién dirige el grupo, ni dónde funciona su central. Jamás dejan huellas, y desaparecen como el humo. Tarde o temprano prenderemos a algunas, y en ese momento podremos detenerlas a todas. Entretanto, caballeros, mientras ustedes no puedan suministrarnos información más específica, debo confesar que nos hallamos en un callejón sin salida…
Uno de los colaboradores de Trignant fue a esperar a Daniel Cooper al aeropuerto Charles de Gaulle, y lo llevó a su hotel.
– El inspector Trignant lo recibirá mañana. Pasaré a recogerlo a las ocho y cuarto.
Daniel Cooper no tenía particular interés en ese viaje a Europa. Su intención era terminar cuanto antes su misión, y regresar. Había oído hablar de los prostíbulos de París, pero no pensaba visitarlos.
Llegó a su habitación y se fue directamente al cuarto de baño. Para su sorpresa, la bañera le resultó agradable. Más aún, debía reconocer que era mucho más grande que la de su casa. Abrió los grifos y se dedicó a deshacer el equipaje. Sacó una cajita cerrada, con llave, escondida entre un traje y la ropa interior. La contempló un instante. La llevó al baño. La abrió con la pequeña llave que tenía en su llavero y sacó un amarillento recorte de diario.
UN NIÑO PRESTA TESTIMONIO EN UN JUICIO POR HOMICIDIO
Daniel Cooper, de doce años de edad, prestó declaración hoy en el juicio que se le sigue a la joven madre del niño. De acuerdo con su testimonio, Daniel regresaba de la escuela cuando vio salir a Fred Zimmer, un vecino de los Cooper, con las manos y el rostro ensangrentados. Al entrar el niño en su casa, encontró el cadáver de su madre en la bañera, salvajemente asesinada a puñaladas. Zimmer confesó ser el amante de la víctima, pero negó haberle dado muerte. Daniel fue entregado en custodia a una tía suya.