Con manos temblorosas volvió a guardar el recorte en la cajita, y la cerró con llave. Vio las paredes y el techo del baño manchados de sangre, el cuerpo desnudo de su madre flotando en el agua roja. Sintió vértigo y tuvo que aferrarse al lavabo. La tensión de su interior se liberó en gemidos guturales. Frenético, se arrancó la ropa antes de introducirse en el agua tibia de la bañera.
– Debo informarle, señor Cooper -dijo Trignant-, que su participación en este caso es harto extraordinaria. No pertenece usted a ningún cuerpo de Policía, y su presencia aquí no es oficial. Sin embargo, la Policía de varios países de Europa nos ha pedido que le brindemos el máximo de colaboración.
Daniel Cooper permaneció en silencio.
– Tengo entendido que es usted investigador de la «Asociación Internacional para la Protección de Seguros», un consorcio de empresas. Varios clientes nuestros de Europa han sufrido serias pérdidas últimamente, y afirman que no existen pistas.
El inspector Trignant lanzó un suspiro.
– Lamentablemente, es así. Sabemos que nos enfrentamos a una banda de mujeres astutas, pero aparte de eso…
– ¿Ningún dato de informantes?
– No, nada.
– No entiendo su pregunta.
A Cooper le parecía tan evidente, que no se tomó el trabajo de disimular su impaciencia.
– Cuando se trabaja en grupo, siempre hay alguien que habla más de la cuenta, que bebe o gasta dinero en exceso. Un grupo numeroso no puede guardar un secreto. ¿Me permite ver los antecedentes que ha confeccionado?
Trignant estuvo a punto de negarse. Cooper era uno de los hombres más feos que hubiese visto jamás, y por cierto el más arrogante. Sin embargo, tenía órdenes de prestar el máximo de colaboración.
Con desgana, añadió:
– Mandaré que le hagan copias. -Dio las indicaciones por el intercomunicador. Luego agregó-: Acaba de llegar ahora mismo un informe muy interesante. Se trata de un robo de joyas valiosas en el «Orient Express»…
– Ya me enteré. El ladrón burló sin esfuerzo a los policías italianos.
– Nadie se imagina cómo pudo haberse perpetrado el robo.
– Es obvio -sostuvo Cooper, en tono grosero-. Una simple cuestión de lógica.
Mon Dieu, este hombre tiene peores modales que un cerdo.
– Sin embargo, la lógica no sirvió de nada -comentó el inspector-. Se revisó palmo a palmo el tren, y se registró hasta el último pasajero, con su correspondiente equipaje.
– No -le contradijo Cooper.
Este tipo está loco.
– ¿Cómo?
– No examinaron todo el equipaje.
– Le puedo asegurar que sí -insistió el francés-. He visto el informe policial.
– Silvana Luadi, la dueña de las alhajas robadas, las había guardado en un cofrecito, de donde se las sacaron.
– Sí.
– ¿Revisó la Policía el equipaje de esa señora?
– Sólo su maletín de mano. ¿Por qué habrían de registrar todo su equipaje, si la víctima era ella?
– Porque, por lógica, ése es el único sitio donde el ladrón pudo haber ocultado el botín. Probablemente el ladrón tuviera una maleta igual. Al llegar a la estación de Venecia, lo único que habrá hecho es cambiar la maleta y desaparecer.
Cooper se puso de pie.
– Si ya están listas las copias, regresaré a mi hotel.
Media hora más tarde, el inspector Trignant hablaba por teléfono con Alberto Fornati.
– Lo llamo para preguntarle si por casualidad hubo algún problema con el equipaje de su mujer, al llegar a Venecia.
– Sí, sí. El estúpido del maletero se confundió, y cuando mi esposa abrió su maleta en el hotel, comprobó que sólo contenía revistas viejas. Efectué la denuncia en las oficinas del «Orient Express». ¿Localizaron la maleta de mi mujer? -preguntó, esperanzado.
– No, monsieur -respondió el inspector.
Después de cortar la comunicación, se quedó sentado cavilando.
Este Daniel Cooper es realmente genial.
VEINTICUATRO
La casa de Tracy, en Eaton Square, era un paraíso. Se hallaba situada en una de las zonas más bonitas de Londres, rodeada de antiguas mansiones georgianas y parques arbolados. Institutrices de almidonados uniformes empujaban los carritos de bebés por los senderos de grava, y los niños jugaban en la hierba. Añoro a Amy, pensaba Tracy.
Tracy recorría las viejas calles, entraba en las tiendas, se maravillaba ante la variedad de flores multicolores que veía por doquier.
Gunther Hartog se preocupaba de que contribuyera a las obras de beneficencia adecuadas, y de que conociera a gente importante. Cenaba con duques y condes y recibía numerosas proposiciones matrimoniales. Era joven, hermosa y rica; conservaba además su aspecto vulnerable.
– Todos te consideran un buen partido -comentó Gunther, entre risas-. Realmente te desenvuelves a las mil maravillas, Tracy. Tienes todo cuanto te hace falta.
Era cierto. Poseía suficiente dinero en un par de cuentas numeradas en Suiza, la casa de Londres y un chalé en Saint Moritz. Pero le faltaba alguien con quien compartirlo. Pensó en la vida que le había sido vedada por la prisión, en un marido e hijos. Nunca podía confesarle a nadie quién era en realidad, como tampoco podía vivir ocultando su pasado. Tantos eran los papeles que había interpretado, que ya no estaba muy segura de saber quién era en realidad. Lo que sí sabía era que se libraría de su soledad. No importa -pensó, desafiante-. Mucha gente vive así. Gunther tiene razón. No me falta nada.
Al día siguiente daría un cóctel, el primero desde su regreso de Venecia.
– Tengo muchas ganas de acudir -afirmó Gunther-, Tus fiestas son excelentes.
– Sólo he seguido tus consejos -replicó ella, cariñosamente.
– ¿Quiénes asistirán?
– Todo el mundo.
Había invitado a la baronesa Lithgow, una joven y bella heredera.
Cuando la vio llegar, salió a recibirla. La sonrisa de bienvenida desapareció de los labios de Tracy: junto con la baronesa se encontraba Jeff Stevens.
– Tracy, creo que no conoces al señor Stevens. Jeff, te presento a la señora Tracy Whitney, la dueña de la casa.
– Mucho gusto, señor -dijo Tracy, en tono frío.
Jeff le tomó la mano y se la sostuvo una fracción de segundo más de lo necesario.
– ¡Ah, sí, claro! Conocí a su marido. Estuvimos juntos en la India.
– ¡Qué emocionante! -exclamó la baronesa.
– Es raro que él nunca lo haya mencionado -apuntó Tracy.
– ¿No? Me sorprende. El viejo era endiabladamente caprichoso. Es una pena que haya muerto así.
– Oh, ¿qué pasó? -quiso saber la baronesa.
Tracy lanzó dardos con la mirada a Jeff.
– Nada de importancia.
– ¡Nada! – le reprochó Jeff-. Si no recuerdo mal, lo ahorcaron en la India.
– En Pakistán -le corrigió Tracy-. Y ahora sí recuerdo que mi marido lo mencionó. ¿Cómo está su mujer?
La baronesa miró consternada a Jeff.
– Nunca me dijiste que fueras casado, Jeff.
– Cecilia y yo estamos divorciados.
Tracy esbozó una dulce sonrisa.
– Me refiero a Rosa.
La baronesa estaba estupefacta.
– ¿Estuviste casado dos veces? -preguntó con voz estridente.
– Una. Con Rose conseguimos la anulación. Éramos muy jóvenes.
Hizo ademán de retirarse.
– Pero, ¿y los mellizos? -insistió Tracy.
– ¿Mellizos? -exclamó la baronesa.
– Viven con la madre -explicó Jeff, y mirando fijamente a Tracy agregó-: No sabe el placer que ha sido conversar con usted, señora, pero no queremos acapararla.
Dicho lo cual, tomó la mano de la baronesa y se alejaron.
A la mañana siguiente, Tracy se topó con Jeff en el ascensor de «Harrods». La tienda estaba repleta de clientes. Ella se bajó en el segundo piso. Al salir del ascensor, se volvió hacia Jeff y le preguntó con voz clara y fuerte:
– A propósito, ¿cómo logró terminar el juicio que le hicieron por aquella violación?
La puerta se cerró, y Jeff quedó atrapado en el ascensor, sin saber cómo evitar las miradas sospechosas de los demás ocupantes.
Aquella noche, Tracy se acostó pensando en él, y no pudo dejar de reírse. Realmente Jeff era un seductor. Un canalla, pero simpático. Se preguntó qué relación tendría con la baronesa, aunque se la imaginaba.
Luego pensó en su siguiente trabajo, que debía realizarse en el sur de Francia y constituiría un desafío. Gunther le había dicho que la Interpol estaba buscando a una banda de mujeres. Se durmió con una sonrisa en los labios.