– ¿Mellizos? -exclamó la baronesa.
– Viven con la madre -explicó Jeff, y mirando fijamente a Tracy agregó-: No sabe el placer que ha sido conversar con usted, señora, pero no queremos acapararla.
Dicho lo cual, tomó la mano de la baronesa y se alejaron.
A la mañana siguiente, Tracy se topó con Jeff en el ascensor de «Harrods». La tienda estaba repleta de clientes. Ella se bajó en el segundo piso. Al salir del ascensor, se volvió hacia Jeff y le preguntó con voz clara y fuerte:
– A propósito, ¿cómo logró terminar el juicio que le hicieron por aquella violación?
La puerta se cerró, y Jeff quedó atrapado en el ascensor, sin saber cómo evitar las miradas sospechosas de los demás ocupantes.
Aquella noche, Tracy se acostó pensando en él, y no pudo dejar de reírse. Realmente Jeff era un seductor. Un canalla, pero simpático. Se preguntó qué relación tendría con la baronesa, aunque se la imaginaba.
Luego pensó en su siguiente trabajo, que debía realizarse en el sur de Francia y constituiría un desafío. Gunther le había dicho que la Interpol estaba buscando a una banda de mujeres. Se durmió con una sonrisa en los labios.
En su habitación de París, Daniel Cooper se encontraba leyendo los informes que le había entregado el inspector Trignant. Eran las cuatro de la madrugada, y hacía horas que analizaba aquella serie de estafas y robos ingeniosos. Algunos de los métodos empleados le resultaban conocidos, pero otros no. Tal como lo había anticipado Trignant, todas las víctimas tenían mala fama. Las mujeres de esta banda deben de pensar que son Robin Hood, reflexionó Cooper.
Ya casi había terminado. Sólo le quedaban tres reseñas por leer. La primera se titulaba Bruselas. Cooper abrió la tapa y echó un vistazo al contenido. Se habían sustraído joyas por valor de tres millones de dólares de la caja fuerte de un tal Van Ruysen, un belga corredor de Bolsa, aprovechando que los dueños se habían ido de vacaciones, y la casa estaba vacía… Hubo algo que le llamó la atención. Regresó a la primera frase y volvió a leer el relato del hecho, examinando cada palabra.
Este robo se diferenciaba de los demás por un dato significativo: el ladrón había hecho funcionar una alarma, y cuando llegó la Policía los recibió en la puerta una mujer en camisón. Llevaba rulos en el pelo y el rostro lleno de crema. La mujer adujo ser una invitada de los Van Ruysen. La Policía aceptó su historia, y cuando pretendieron corroborarla con los propietarios la mujer y las joyas ya habían desaparecido.
Cooper dejó los papeles. Miró su reloj. Eran las diez de la mañana en Nueva York. Llamó a J. J. Reynolds.
– Quiero que compruebe una cosa. Averigüe si los policías de Long Island que intervinieron en el atraco de Lois Bellamy están seguros de que la mujer fuera estadounidense.
Una hora más tarde Reynolds le devolvió la llamada.
– Lo confirmaron -dijo-. ¿Por qué…?
Pero Cooper ya había cortado.
El inspector Trignant estaba perdiendo la paciencia.
– Le aseguro que es imposible que una sola mujer haya cometido esta serie de delitos.
– Hay una manera de comprobarlo -sugirió Daniel Cooper.
– ¿Cómo?
– Quiero ver los datos del ordenador acerca de la fecha y lugar donde se produjeron los últimos robos que entran dentro de esta categoría.
– Eso es muy sencillo, pero…
– Después, quiero un informe de inmigración de todas las turistas norteamericanas que se hallaban en esas mismas ciudades en el momento en que ocurrieron los hechos delictivos. Es posible que ella use algunas veces pasaportes falsos, pero también es probable que utilice asimismo su verdadera identidad.
El inspector Trignant estaba pensativo.
– Comprendo su razonamiento. -Escrutó con la mirada al hombrecito que tenía ante sí. Cooper se mostraba demasiado seguro de sí mismo-. De acuerdo.
El primer atraco de la serie se había cometido en Estocolmo. El informe de la sucursal sueca de Interpol consignaba los turistas norteamericanos que estaban esa semana en aquella capital, y los nombres de las mujeres se introdujeron en el ordenador. La ciudad que se comprobó luego fue Milán. Cuando se cotejaron los nombres de las norteamericanas que se encontraban en Milán en el momento del robo, con las que habían estado en Estocolmo, se confeccionó una lista de cincuenta y cinco personas. Esa lista se comparó luego con la de las norteamericanas que se hallaban en Irlanda con oportunidad de una estafa, y los nombres quedaron reducidos a quince. Trignant le entregó el papel a Cooper.
– Voy a comparar esos nombres con los de Berlín, y…
Daniel Cooper levantó la mirada.
– No se moleste.
El nombre que encabezaba la lista era Tracy Whitney.
Interpol se puso en acción. Se enviaron circulares rojas de suma prioridad a todos los países de Europa, recomendando estar alerta ante la presencia de Tracy Whitney.
– También enviaremos comunicaciones verdes -le dijo Trignant a Cooper.
– ¿Verdes?
– Utilizamos un código de colores. Las circulares rojas son las de máxima prioridad: las azules son para requerir información respecto de algún individuo; las verdes son para advertir a la Policía de que debería vigilarse a cierto sujeto sospechoso, y las negras son para averiguar datos sobre cadáveres no identificados. La señal «X-D» indica que el mensaje es muy urgente, mientras que «D» es simplemente urgente. Cualquiera que sea el país adonde se dirija la señorita Whitney, apenas pase por la aduana quedará en observación.
Al día siguiente Interpol recibía telefotos de Tracy Whitney, provenientes de la penitenciaría de Luisiana del Sur.
Daniel Cooper llamó a Reynolds a su casa. El teléfono sonó doce veces antes de que lo descolgaran.
– Diga.
– Necesito cierta información.
– ¿Es usted, Cooper? Por Dios, son las cuatro de la madrugada. Estaba dur…
– Quiero que me mande todo lo que pueda encontrar sobre Tracy Whitney. Recortes de diarios, fotos, vídeos, todo.
– ¿Qué está pasando allá?
Cooper ya había colgado.
Algún día mataré a este hijo de puta, se dijo Reynolds.
Hasta ese momento, Cooper había sentido sólo un interés formal por Tracy Whitney. Ahora, por el contrario, esa mujer constituía su misión. Pegó las fotos de ella en las paredes de su hotel parisiense, y leyó lo que los diarios habían escrito sobre ella. Alquiló un magnetoscopio y pasó repetidas veces los noticiarios donde aparecía Tracy al salir de la cárcel.
Permaneció sentado en el cuarto a oscuras, hasta que su primera sospecha se convirtió en una certeza.
– Usted es la banda de mujeres, señorita Whitney -dijo en voz alta.
Luego rebobinó la cinta y volvió a pasarla.
VEINTICINCO
El primer sábado de junio de cada año, el conde De Matigny organizaba un baile de caridad en beneficio del Hospital de Niños de París. Las entradas costaban mil dólares, y la élite de la sociedad de todo el mundo asistía anualmente. El Château De Matigny, en Cap d'Antibes, era uno de los lugares más bellos de Francia. La noche del acontecimiento, los salones de baile se llenaban de invitados suntuosamente vestidos y criados de librea que servían interminables copas de champaña. Había enormes mesas con una variedad sorprendente de platos fríos, dispuestos en fuentes de plata.
Deslumbrante con su vestido blanco de encaje y el pelo recogido por una tiara de brillantes, Tracy bailaba con el dueño de la casa, un viudo sesentón, delgado, de finas facciones. El baile de beneficencia que da todos los años el conde, es un engaño -le había contado Gunther-. El diez por ciento del dinero va a parar a los niños, y el noventa restante al bolsillo del anfitrión.
– Baila usted estupendamente, duquesa -comentó el conde.
Tracy sonrió.
– Gracias, pero el mérito es de mi pareja.
– ¿Cómo es que no nos hemos conocido antes?