Выбрать главу

– Estuve viviendo en Sudamérica, en la selva.

– ¿Por qué?

– Mi marido es dueño de unos yacimientos mineros en Brasil.

– ¿Está aquí esta noche?

– No. Lamentablemente, tuvo que quedarse allá por cuestiones de negocios.

– Lo siento por él, pero no por mí. -Su brazo estrechó con más firmeza la cintura femenina-. Espero que lleguemos a ser buenos amigos.

– Yo también -murmuró Tracy.

Por encima del hombro de su compañero, Tracy divisó de pronto a Jeff Stevens, que lucía un magnífico bronceado. Estaba bailando con una hermosa muchacha que se aferraba a él con aire posesivo. En ese mismo momento, vio también a Tracy y le sonrió.

Este hijo de puta tiene sobrados motivos para sonreír, pensó Tracy. Durante las dos semanas anteriores, había planeado en detalle varios robos. Entró en la primera casa y abrió la caja fuerte, pero la encontró vacía. Jeff Stevens avanzaba por los jardines de la residencia elegida, cuando oyó el motor de un coche y alcanzó a ver a Jeff que partía raudamente. Una vez más la había derrotado, lo cual la ponía furiosa.

Jeff y su compañera pasaron bailando muy cerca.

– Buenas noches, señor conde -saludó Jeff, con una sonrisa.

– Ah, Jeffrey, buenas noches. Me alegro mucho de que haya podido venir.

– No me lo hubiera perdido por nada del mundo. -Señaló a la sensual mujer que llevaba en sus brazos-. La señorita Wallace. El conde De Matigny.

– Encantado -replicó el conde y agregó-: Duquesa, permítame presentarle a la señorita Wallace y el señor Jeffrey Stevens. La duquesa de Larosa.

Jeff enarcó las cejas.

– De Larosa -dijo Tracy, con voz sin matices.

– De Larosa…, de Larosa… Me suena ese apellido. ¡Claro! Conozco a su marido. ¿Vino aquí con usted?

– Está en Brasil -explicó Tracy, apretando los dientes.

– ¡Qué pena! Solíamos ir juntos de caza, antes de que él tuviera el accidente, por supuesto.

– ¿Qué accidente? -quiso saber el conde.

Jeff explicó con tono apesadumbrado:

– Se disparó su arma y se hirió en una zona muy sensible. Fue uno de esos percances… -Se volvió hacia Tracy-. ¿Hay esperanzas de que recupere su… virilidad?

– Estoy segura de que pronto será tan normal como usted, señor Stevens.

– Qué bien. Cuando hable con él, dele saludos especiales míos, duquesa.

Paró la música, y el conde se disculpó con Tracy.

– Perdóneme, querida, pero tengo que cumplir mis funciones de dueño de casa. -Le apretó la mano-. No olvide que se sentará a mi mesa.

Cuando el conde se alejaba, Jeff preguntó a su amiga:

– Angelito, ¿has traído aspirinas en tu bolso? ¿Por qué no me buscas una? Tengo un dolor de cabeza espantoso.

– Oh, sí. En seguida vuelvo, querido.

Tracy la observó alejarse.

– Un poco melosa, ¿verdad, «querido»?

– Es una buena chica. ¿Qué ha sido de tu vida últimamente, «duquesa»?

Tracy sonrió y miró brevemente la gente que los rodeaba.

– No es asunto de tu incumbencia, ¿no crees?

– Claro que lo es. Y me interesa tanto, que te daré un consejo. No trates de hacer de las tuyas en esta mansión.

– ¿Por qué? ¿Tienes pensado algo?

Jeff la tomó del brazo y la llevó hasta un rincón.

– Efectivamente, estaba planeando algo, pero es demasiado peligroso.

– ¿Ah, sí?

Tracy comenzaba a disfrutar de la conversación.

– Escúchame, Tracy. -El tono de voz de Jeff era serio-. No intentes hacerlo. Jamás lograrías atravesar con vida los jardines. De noche dejan suelto a un perro guardián asesino.

Tracy prestaba suma atención.

De modo que Jeff realmente había planeado robar esa casa.

– Todas las ventanas y puertas tienen alarmas conectadas directamente con la comisaría. Aunque consiguieras entrar, todo el interior de la casa es una maraña de rayos infrarrojos invisibles que se entrecruzan.

– Lo sé.

– Entonces también sabrás que el rayo acciona la alarma a través de los cambios de temperatura. No hay modo de pasar sin ponerlo en funcionamiento.

– Eso no lo sabía.

¿Cómo lo averiguó Jeff?, se preguntó.

– ¿Por qué me dices todo esto?

Él sonrió. Tracy jamás lo había visto tan apuesto.

– Honestamente, no quiero que te capturen, «duquesa». Me gusta tenerte cerca. ¿Sabes que podríamos ser muy buenos amigos?

– Estás equivocado. -Vio que volvía la amiga de Jeff-. Aquí llega tu bomboncito. Que te diviertas.

Al alejarse, oyó que la joven decía:

– Te traje también champaña para que te tomes la aspirina, pobrecito mío.

La cena resultó suntuosa. Cada plato iba acompañado por el vino apropiado, servido en forma impecable por criados de guante blanco. El primer plato fueron espárragos con salsa de trufas, seguido por un consomé con delicadas hierbas moras. Después, cordero con una variedad de hortalizas frescas de las huertas del conde. De postre había exóticos helados en moldes individuales, y una fuente de plata con petits fours. Como colofón, café y coñac. A los hombres se les ofrecieron cigarros, mientras que las mujeres recibieron un frasco de perfume de cristal de Baccarat.

Al finalizar la cena, el conde se dirigió a Tracy:

– Me ha dicho que quería ver algunos de mis cuadros. ¿Le parece bien que vayamos ahora?

– Con mucho gusto.

La pinacoteca tenía obras de los grandes maestros italianos, impresionistas franceses y varios Picasso. El largo salón refulgía con los hechizantes colores y formas de los genios inmortales. Había obras de Monet, Renoir, Canaletto, Guardo y Holbein, un exquisito Memling, un Rubens y un Tiziano, además de varias telas de Cézanne. Imposible calcular el valor de la colección.

Tracy contempló largo rato los cuadros, extasiándose ante su belleza.

– Espero que estén bien guardados.

El conde sonrió.

– En tres oportunidades intentaron robarme mis tesoros. Uno de los ladrones resultó muerto por mi perro, el otro quedó mutilado, y el tercero cumple cadena perpetua. Esta casa es una fortaleza invulnerable, duquesa.

– Es un alivio saberlo.

Se vio un fogonazo fuera.

– Están empezando los fuegos artificiales. Creo que le gustarán. -El conde tomó la suave mano de Tracy en la suya y juntos salieron de la sala-. Mañana parto hacia Deauville; tengo una finca junto al mar. He invitado a unos amigos y me gustaría que viniera también.

– Oh, lo lamento enormemente -se disculpó Tracy-, pero mi marido me pidió que regresara lo antes posible.

Los fuegos de artificio duraron casi una hora, y Tracy aprovechó la distracción para explorar la casa. Lo que dijo Jeff era verdad: las posibilidades en contra eran demoledoras, pero por ese mismo motivo, el desafío le parecía irresistible. Sabía que en el dormitorio del conde, en la planta alta, había un Leonardo.

La noche siguiente fue fría y nublada. Los altos muros del château le parecieron siniestros a Tracy. Estaba agazapada en la penumbra, con «mono» negro, zapatos con suela de goma y guantes de cabritilla. Durante un instante recordó el paredón de la cárcel, y sintió un estremecimiento.

Había llegado en una furgoneta alquilada, que estacionó junto al muro de piedra, en la parte posterior de la finca. Desde el otro lado del muro se oyó un feroz gruñido. El perro del conde aguardaba alerta el momento de atacar. Tracy se imaginaba el poderoso cuerpo del doberman y sus mortales dientes.

En voz baja llamó a alguien que estaba en el camión.

– Ya -dijo.

Un hombre delgado, también vestido de negro, con una mochila en la espalda, salió del vehículo arrastrando una doberman hembra que se hallaba en celo. Del otro lado de la pared, los gruñidos se transformaron de pronto en quejidos lastimosos.

Tracy le ayudó a subir la perra al techo del camión, que era casi de la altura del muro, y ambos arrojaron al animal dentro de los jardines. Hubo dos ladridos estentóreos, seguidos de una serie de olfateos y los dos perros se alejaron. Todo quedó en silencio.