Tracy se volvió hacia su cómplice.
– Vamos -le indicó.
Jean-Louis asintió. Tracy lo había conocido en Antibes. Se trataba de un ladrón que había pasado casi toda su vida entre rejas. No era una persona inteligente, pero sí un genio con cerraduras y alarmas, perfecto para ese trabajo.
Tracy pasó del techo del camión al borde del muro. Desenrolló una escala de cuerda y la sujetó al borde del paredón. Descendieron hasta el jardín. La finca parecía muy distinta de la noche anterior, todo era negro y deprimente.
Jean-Louis avanzaba detrás de Tracy, vigilando que no se acercaran los perros.
Las paredes estaban cubiertas de enredaderas hasta el techo. La noche anterior, Tracy había tanteado casualmente su resistencia. Apoyó ahora el pie en un tronco, y éste no cedió. Comenzó a trepar sin dejar de vigilar los jardines. Ni rastro de los perros. Espero que sigan ocupados un buen rato, se dijo.
Al llegar al techo le hizo una señal a Jean-Louis y esperó que él estuviera a su lado. Con la luz de una linterna vieron una claraboya cerrada con llave desde abajo. Jean-Louis sacó un cortavidrios de su mochila, y en menos de un minuto había retirado el cristal.
Tracy miró hacia adentro.
– ¿Podrás anular la alarma, Jean?
– Ningún problema.
Sacó de la mochila un cable de unos treinta centímetros con una grapa tipo broche en cada extremo. Localizó el comienzo del cable de la alarma, y conectó allí la grapa. Sacó unas tenazas y cortó con cuidado el cable.
Jean-Louis sonrió.
– Voilà.
Apenas hemos comenzado, pensó Tracy.
Utilizaron otra escala para bajar por la claraboya. Habían logrado llegar al altillo. Sin embargo, cuando Tracy pensaba en lo que vendría a continuación, el corazón le latía con fuerza.
Sacó dos pares de gafas con cristales rojos, y le entregó uno a su compañero.
– Póntelas -le indicó.
Había ideado la forma de distraer al doberman, pero las alarmas de rayos infrarrojos eran un problema muy difícil de resolver. Jeff tenía razón: la casa estaba entrecruzada por rayos invisibles. Respiró hondo varias veces. Concentra tu energía. Relájate. Recordó con cristalina claridad: Cuando una persona entra en un rayo, no pasa nada, pero en el instante en que sale de él, el sensor detecta la diferencia de temperatura y acciona la alarma. Ha sido diseñada para sonar antes de que se abra la caja fuerte, para no dar tiempo de hacer nada antes de que llegue la Policía.
Y ahí estaba, en su opinión, el punto débil del sistema. La noche anterior se había dedicado a pensar en la forma de mantener la alarma silenciosa hasta después de haber abierto la caja fuerte, y finalmente se le ocurrió la solución.
Se puso las gafas infrarrojas, y en el acto toda la habitación adquirió una extraña tonalidad rojiza. Frente a la puerta del altillo vio un rayo de luz, que sería invisible sin las gafas.
– Pasaremos por debajo, con mucho cuidado -le advirtió a Jean-Louis.
Se arrastraron bajo el rayo, y accedieron a un oscuro pasillo que conducía al dormitorio del conde De Matigny. Tracy encendió la linterna y caminó adelante. A través de las gafas vio otro haz de luz, que cruzaba a baja altura por el umbral de la puerta del dormitorio. Con cautela, saltó por encima de él, seguida por Jean-Louis.
Iluminó las paredes con la linterna. Allí estaban, impresionantes, imponentes, los cuadros.
Prométeme que me traerás el Leonardo -le había pedido Gunther-. Y las alhajas, desde luego.
Tracy descolgó el cuadro, le dio la vuelta y lo colocó en el suelo. Lentamente fue retirando el marco, enrolló la tela y la guardó en su mochila. Lo único que quedaba por hacer era llegar a la caja fuerte, que se hallaba en una habitación contigua, separada por cortinas, al fondo del dormitorio.
Descorrió las cortinas. Había en el cuarto cuatro rayos infrarrojos que se entrecruzaban, con lo cual resultaba imposible acceder a la caja fuerte sin tropezar con alguno de ellos.
Jean-Louis miraba los rayos consternado.
– No podemos pasar. Están demasiado bajos para arrastrarnos, y demasiado altos para poder saltarlos.
– Quiero que hagas exactamente lo que te digo. -Tracy se colocó a sus espaldas y le rodeó fuertemente la cintura con sus brazos- Ahora camina conmigo. Primero el pie izquierdo.
Juntos dieron un paso, luego otro, en dirección a los rayos.
Jean-Louis musitó:
– Alors. ¡Nos meteremos en los rayos!
– En efecto.
Avanzaron directamente hacia el punto donde convergían los rayos. Allí, Tracy se detuvo.
– Ahora escúchame bien. Quiero que camines hasta la caja fuerte.
– Pero…
– No te preocupes; no pasará nada.
Deseaba fervientemente que así fuese.
Vacilante, Jean-Louis salió de los rayos infrarrojos. Continuó en silencio. Se dio vuelta para mirar a Tracy con ojos temerosos. Ella seguía parada en medio de los rayos, impidiendo con el calor de su cuerpo que los sensores hicieran sonar la alarma. Jean-Louis se dirigió a la caja, mientras Tracy permanecía inmóvil.
Por el rabillo del ojo vio que su amigo sacaba las herramientas de la mochila, y se ponía a trabajar. El tiempo se había detenido. Jean-Louis parecía tardar una eternidad.
– ¿Cuánto falta? -preguntó en un susurro.
– Unos minutos.
De pronto se oyó un clic: la caja fuerte se había abierto.
– Magnifique! ¿Quieres llevarte todo?
– Ningún papel; sólo las joyas. Si hay dinero en efectivo, puedes quedártelo.
– Merci.
Jean-Louis registró la caja fuerte, y segundos más tarde volvía adonde estaba Tracy.
– ¿Y ahora qué haremos para salir de aquí sin cortar los rayos?
– No hay manera.
Jean-Louis la miró consternado.
– ¿Qué dices?
– Párate delante de mí.
– Pero…
– Haz lo que te digo.
Dominado por el pánico, Jean-Louis entró en los rayos.
Tracy contuvo la respiración, pero nada sucedió.
– Muy bien. Ahora, muy despacio, retrocederemos hasta salir de la habitación.
– ¿Y después?
– Después, mi querido amigo, echaremos a correr.
Palmo a palmo fueron retrocediendo hacia las cortinas, donde comenzaban los rayos. Al llegar a aquel punto, Tracy respiró profundamente.
– Cuando diga «ya», salgamos por el mismo camino por el que entramos.
Jean-Louis tragó saliva. Tracy percibió que temblaba.
– ¡Ya!
Tracy giró sobre sus talones y corrió en dirección a la puerta, seguida por su compañero. En el instante en que salieron de los rayos, comenzaron a sonar las alarmas con un ruido ensordecedor.
Llegaron al altillo, subieron por la escala, bajaron por la enredadera, atravesaron raudamente los jardines, y segundos más tarde saltaban al techo de la furgoneta.
Cuando el camión avanzaba por el camino, Tracy vio un coche oscuro estacionado debajo de unos árboles. Por unos instantes los faros del camión iluminaron el interior del otro coche. Detrás del volante se hallaba Jeff Stevens. Tracy soltó una carcajada.
A lo lejos se oía el ulular de las sirenas policiales.
VEINTISÉIS
Biarritz se halla en la costa sudoeste de Francia. Ha perdido mucho de su encanto de fines de siglo. El famoso «Casino Bellevue» está cerrado por reparaciones, el «Casino Municipal» es ahora un edificio deteriorado que alberga pequeñas tiendas y una escuela de danza, y las viejas mansiones de las colinas han adquirido un aspecto decadente.
No obstante, la gente rica y la realeza de Europa sigue confluyendo en Biarritz entre julio y setiembre, para disfrutar del juego, del sol y de sus recuerdos. Los que no poseen su propia mansión se alojan en el lujoso «Hotel du Palais». Antigua residencia de Napoleón III, el hotel se halla situado en un promontorio, sobre el océano Atlántico, y es uno de los sitios más espectaculares de la Naturaleza: a un lado, un faro flanqueado por inmensas rocas en punta que emergen de las aguas grises como monstruos prehistóricos y, al otro, la costa.