Una tarde de fines de agosto, la baronesa Marguerite de Chantilly ingresó en el vestíbulo del «Hotel du Palais». Se trataba de una mujer elegante, de pelo rubio ceniza. Llevaba un vestido de seda verde y blanco de Givenchy, que realzaba su figura. Las mujeres se daban vueltas para mirarla con envidia, y los hombres quedaban boquiabiertos.
La baronesa se dirigió al conserje.
– Mi llave, por favor -dijo, con un encantador acento francés.
– Por supuesto, baronesa -respondió el hombre, y le entregó a Tracy la llave y varios mensajes telefónicos.
Cuando se encaminaba hacia el ascensor, un hombre de aspecto anónimo y gafas, que contemplaba la vitrina donde se exhibían echarpes «Hermes», se dio vuelta bruscamente y chocó contra ella, haciéndole caer el bolso de la mano.
– Perdóneme, por favor. -Se agachó, recogió el bolso y se lo entregó-. Lo siento muchísimo.
Hablaba con acento de Europa central.
La baronesa de Chantilly hizo un ademán enérgico con la cabeza y prosiguió su camino.
Un empleado la acompañó hasta el ascensor, que la llevó hasta el tercer piso. Tracy había elegido la suite 312, que tenía una vista panorámica, tanto del mar como de la ciudad. Desde todas las ventanas se veían las olas que se estrellaban contra las eternas rocas. Justo debajo de su ventana había una piscina en forma de riñón, cuyas aguas azules contrastaban con el verde del océano, y a un costado, una amplia terraza llena de sombrillas. Las paredes de la suite estaban tapizadas en seda azul y blanca, con zócalos de mármol.
Tracy entró, cerró con llave e inmediatamente se quitó la ajustada peluca rubia. Mientras se masajeaba el cuero cabelludo, se dijo que el papel de baronesa era uno de los que mejor le salían. Gracias al Gotha y al Debrett podía hacerse pasar por un sinfín de duquesas, princesas, baronesas y condesas de veinticuatro países. Esos libros le resultaban de lo más valioso puesto que incluían historias familiares que se remontaban varios siglos atrás, con los nombres de padres, madres e hijos, escuelas y casas, además de los domicilios correspondientes. Era muy fácil elegir una familia importante y convertirse en una prima lejana…, en particular, una prima rica. La gente se dejaba impresionar mucho por los títulos y el dinero.
Tracy recordó el extraño que se había topado con ella en el vestíbulo, y sonrió.
Esa noche a las ocho, la baronesa de Chantilly se encontraba sentada en el bar del hotel cuando de pronto se le acercó el hombre que había tropezado con ella por la mañana.
– Perdóneme -dijo con timidez-, pero debo pedirle disculpas por mi torpeza.
Tracy le dirigió una sonrisa condescendiente.
– No se preocupe.
– Es usted muy amable. -Titubeó-. Me sentiría mucho mejor si me dejara invitarla con una copa.
– Cómo no, si lo desea.
El hombre se sentó frente a ella.
– Permítame presentarme. Soy el profesor Adolf Zuckerman.
– Marguerite de Chantilly.
Zuckerman hizo señas al camarero.
– ¿Qué desea beber? -le preguntó a Tracy.
– Champaña. Es decir, si…
El hombre levantó una mano como para tranquilizarla.
– No se preocupe; puedo pagarlo. Más aún, estoy a punto de poder pagar cualquier cosa que se me ocurra.
– ¿Ah, sí? Qué bien.
Zuckerman pidió una botella de champaña y se volvió a Tracy. -Me ha pasado la cosa más extraordinaria. Realmente no tendría que comentarlo con una persona desconocida, pero es tan emocionante que no puedo reservármelo. -Se acercó más a ella y bajó la voz-. Le confieso que no soy más que un profesor universitario, o al menos lo era hasta hace poco. Enseño historia. Es una tarea con la que disfruto mucho, aunque no parezca demasiado interesante.
Ella lo escuchaba con expresión cortés.
– ¿Puedo preguntarle qué ocurrió entonces, profesor?
– Estaba realizando una investigación sobre la Armada española, en busca de datos que hicieran más atractivo el tema para mis alumnos cuando, en los archivos del museo local, encontré un documento antiguo que se había entremezclado con otros papeles. Allí figuraban los detalles de una expedición secreta que Felipe II envió en 1588. Uno de los barcos, cargado con lingotes de oro, supuestamente se hundió en un temporal y desapareció sin dejar rastros.
Tracy lo miraba pensativa.
– ¿Supuestamente?
– Exacto. Sin embargo, según este documento, el capitán y su tripulación hundieron adrede la nave en una ensenada oculta, con la intención de volver después a llevarse el tesoro, pero fueron atacados y muertos por unos piratas antes de poder regresar. El documento sobrevivió sólo porque ninguno de los marineros del buque pirata sabía leer ni escribir. -Le temblaba la voz de la emoción-. Bueno… -bajó aún más la voz y miró alrededor antes de continuar-, yo tengo ese documento, con instrucciones precisas sobre cómo llegar hasta el tesoro.
– Qué feliz descubrimiento para usted, profesor.
Había un dejo de admiración en la voz de Tracy.
– Los lingotes de oro probablemente valgan cincuenta millones de dólares. Lo único que tengo que hacer es extraerlos.
– ¿Qué es lo que lo detiene?
El hombre se encogió de hombros casi con vergüenza.
– El dinero. Tendría que equipar un barco para hacer subir el tesoro a la superficie.
– Comprendo. ¿Y cuánto le costaría eso?
– Cien mil dólares. Debo confesar que he cometido una gran tontería. Acudí con los ahorros de toda mi vida al casino de Biarritz, con la esperanza de…
Su voz se fue apagando.
– Pero los perdió.
Zuckerman asintió sin palabras, y Tracy vio que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Llegó el champaña, el camarero destapó la botella y sirvió la dorada bebida en las copas.
– Bonne chance -brindó Tracy.
– Gracias.
Bebieron en contemplativo silencio.
– Perdóneme que la aburra con todo esto. No debería estar contándole mis desgracias a una mujer hermosa.
– Al contrario, su historia me parece fascinante. ¿Está seguro de que el oro se encuentra allí?
– Sin la menor duda. Tengo la orden de embarque original y un mapa trazado por el propio capitán. Conozco la situación exacta del tesoro.
Tracy seguía escrutándolo con expresión pensativa.
– Pero le hacen falta cien mil dólares…
Zuckerman lanzó una risita.
– Sí, para obtener un tesoro de cincuenta millones.
Dio otro sorbo a su bebida.
– C'est possible…
– ¿Qué?
– ¿No se le ha ocurrido buscar un socio?
El profesor la miró sorprendido.
– ¿Un socio? No. Pensaba hacerlo solo. Pero claro, ahora que perdí mi dinero…
– Supongamos, profesor, que yo le doy los cien mil dólares…
– De ninguna manera, baronesa. No lo permitiría. Podría usted perder su dinero.
– ¿No dice que sabe con certeza dónde está el tesoro?
– De eso estoy totalmente seguro, pero hay mil detalles que podrían… No hay garantía alguna.
– En la vida existen muy pocas garantías. Su problema es muy interesante, y si yo le ayudara a solucionarlo, podría ser lucrativo para ambos.
– No, nunca me lo perdonaría si por alguna remota causa usted perdiera su inversión.
– Puedo afrontar el riesgo.
Zuckerman permaneció unos instantes reflexionando.
Por último, dijo:
– Si realmente le interesa podríamos asociarnos y repartir las ganancias.
Ella sonrió complacida.
– De acuerdo. Acepto.
El profesor se apresuró a agregar:
– Después de deducir los gastos, desde luego.
– Naturalmente. ¿Cuándo puede ponerlo en marcha?