Adondequiera que fuesen, Cooper y dos detectives iban pisándoles los talones.
Siempre desde una distancia prudente, Cooper se preguntaba qué papel desempeñaría Jeff. ¿Quién es ese hombre? ¿La nueva víctima de Tracy Whitney?¿O estarán tramando algo juntos?
Decidió consultar al comandante Ramiro.
– ¿Qué información tiene acerca de Jeff Stevens?
– Nada. No posee antecedentes penales y está registrado como turista. Creo que se trata sólo de un compañero que ha conocido la mujer.
El instinto le indicaba algo diferente a Cooper. Pero no era a Stevens a quien perseguía.
Cuando Tracy y Jeff regresaron esa noche al hotel, Jeff la acompañó hasta la puerta de su habitación.
– ¿No me invitas a tomar una copa? -sugirió él.
Tracy estuvo tentada de aceptar. Pero, finalmente, optó por darle un suave beso en la mejilla.
Unos minutos más tarde él la llamó desde su habitación.
– ¿No quieres acompañarme mañana a Segovia? Es una ciudad antigua y fascinante, a pocas horas de Madrid.
– Claro que sí. Y gracias por esta hermosa noche. Hasta mañana,Jeff.
Largo rato permaneció despierta, sumida en pensamientos que la inquietaban. Hacía demasiado tiempo que no tenía una relación sentimental con un hombre. Charles le había causado una herida profunda, y no quería volver a sufrir. Jeff era un compañero simpático, pero jamás debía permitir que fuese algo más que eso. Enamorarse de él sería muy fácil. Y tonto.
Fatal.
Divertido.
Le costó conciliar el sueño.
El viaje a Segovia le resultó fascinante. Jeff había alquilado un cochecito, con el que se internaron en la bella zona de viñedos de España. Un «Seat», sin matrícula de identificación, los siguió el día entero, pero no se trataba de un coche común.
El «Seat» es el vehículo oficial de la Policía española. El modelo corriente tiene cien caballos de potencia, pero las unidades que se destinan a la Policía y a la Guardia Civil llevan ciento cincuenta, de modo que no había peligro de que Tracy y Jeff pudieran eludir a Daniel Cooper y sus dos acompañantes.
Almorzaron en un restaurante típico de la plaza principal, debajo del acueducto construido por los romanos dos mil años atrás. Después de comer, pasearon por la ciudad medieval. Visitaron la antigua catedral de Santa María, el Ayuntamiento renacentista y la vieja fortaleza encaramada en una colina que domina la ciudad. El panorama desde allí resultaba deslumbrante.
Tracy se alejó del borde de la pendiente.
– Cuéntame algo de Segovia -le pidió.
Jeff resultó ser un guía entusiasta, versado en historia y arquitectura, y Tracy se empeñaba en no olvidar que también era un estafador. Para ella fue un día maravilloso.
José Pereyra, uno de los detectives españoles, se quejó ante Cooper:
– Lo único que están robando esos dos es nuestro tiempo. ¿No se da cuenta de que sólo son una pareja de enamorados? ¿Está seguro de que planean algo?
– Sí.
Cooper estaba intrigado por sus propias reacciones. Quería detener a Tracy Whitney, darle su merecido. Pero cada vez que Jeff la cogía del brazo experimentaba una enorme furia.
De vuelta en Madrid, Jeff le propuso a Tracy:
– Conozco un lugar muy agradable para cenar, si no estás demasiado cansada.
– Fantástico.
Tracy no quería que terminara el día.
Los madrileños cenan tarde, y pocos restaurantes abren antes de las nueve de la noche. Jeff reservó una mesa para las diez en «Zalacaín», un distinguido lugar donde la comida era excelente y el servicio perfecto. Tracy se recostó en su silla, satisfecha y feliz.
– Fue una cena maravillosa, Jeff. Gracias.
– Me alegro de que la hayas disfrutado. Éste es el lugar ideal para traer a una persona que quieras impresionar.
– ¿Y tú estás tratando de impresionarme, Jeff?
Él sonrió.
– Por supuesto que sí. Y todavía falta lo mejor.
Desde el restaurante, Jeff la llevó a una pequeña bodega, llena de trabajadores españoles, con chaquetas de cuero, que bebían junto a la barra o en las mesas del salón. En un extremo había un tablado donde dos hombres tocaban la guitarra. Tracy y Jeff se situaron en una mesa junto al escenario.
– ¿Sabes algo sobre flamenco, Tracy?
Tuvo que levantar la voz a causa del ruido que había en el bar.
– Sólo que es un baile español.
– De origen gitano. En los clubes nocturnos elegantes de Madrid se pueden ver imitaciones de flamenco, pero tú verás hoy el verdadero.
Tracy le dedicó una sonrisa.
– Disfrutarás de un clásico cuadro flamenco, o sea, un grupo de cantaores, bailarinas y guitarristas. Primero actúan juntos; luego cada cual hace su número personal.
Observándolos desde una mesa apartada, Daniel Cooper se preguntaba sobre qué estarían conversando con tanta animación.
– El baile es muy sutil; todo tiene que desarrollarse en armonía: los movimientos, la música, los trajes, la intensificación del ritmo…
– ¿Cómo sabes tanto sobre el tema?
– En una época salí con una bailaora de flamenco.
Naturalmente, pensó Tracy.
Se apagaron las luces de la bodega, y sólo el pequeño escenario quedó iluminado. Los intérpretes subieron a la tarima. Las mujeres llevaban ceñidos vestidos de falda amplia y grandes peinetas en sus hermosos peinados. Los bailarines vestían el tradicional pantalón negro ceñido, chaleco y botas. Los guitarristas ejecutaron una melodía tristona, mientras una de las mujeres cantaba con voz ronca.
Una bailarina se adelantó hasta el centro del escenario y comenzó con un simple zapateado que fue haciéndose más veloz al compás de las guitarras. El ritmo fue creciendo y el baile se hizo cada vez más violento y sensual. A medida que aumentaba el frenesí, se oían gritos de aliento provenientes de un lado del escenario, donde estaban los otros intérpretes.
Las exclamaciones de «Ole tu madre» y «Ole tu padre» incitaban a los bailarines a alcanzar ritmos cada vez más exaltados.
– ¡Esa mujer es una maravilla! -elogió Tracy.
– Aguarda.
Una segunda mujer se paró en medio del escenario. Parecía reconcentrada y ajena a la presencia del público. Las guitarras atacaron, se aproximó también un bailarín, y comenzó el impetuoso sonar de las castañuelas.
Los intérpretes que no tomaban parte se unieron en el batir de palmas que acompaña al flamenco. El rítmico golpeteo producía una interminable variación de tonos y sensaciones armónicas.
Sus cuerpos se separaban y se acercaban en un creciente frenesí de deseo, representando un amor violento, animal, sin tocarse siquiera, pero logrando un clímax de pasión salvaje que arrancó alaridos de la concurrencia. Las luces se apagaron y volvieron a encenderse, mientras el público prorrumpía en aclamaciones. Tracy gritaba junto con los demás. Turbada, notó que sentía una gran excitación sexual. Temió encontrarse con los ojos de Jeff. Bajó la vista, miró las manos fuertes y bronceadas de su amigo, y le pareció sentirlas acariciando su cuerpo lenta y suavemente. En el acto apoyó las suyas en su falda para disimular su temblor.
Hablaron muy poco en el trayecto de regreso al hotel. Junto a la puerta de la habitación de Tracy, ella se dio vuelta y dijo:
– Fue una…
Los labios de Jeff se apretaron contra los suyos. Tracy lo rodeó con sus brazos y lo estrechó con fuerza.
– Tracy…
Con el último vestigio de voluntad, se negó.
– Ha sido un día muy largo, y tengo sueño.
– Vaya.
– Creo que mañana me quedaré a descansar en mi cuarto.
– Buena idea -respondió él con voz neutra-. Es probable que yo haga lo mismo.
Fuera, la mole del Museo del Prado aparecía bañada por la luz de la Luna.
VEINTINUEVE
A la mañana siguiente, a las diez, Tracy esperaba en la cola para entrar en el Prado. Cuando se abrieron las puertas, un guardia uniformado hizo funcionar una puerta giratoria, que permitía el acceso de una persona cada vez.