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– Buenos días, señorita -le dijo.

– Buenos días. ¿Existe algún problema?

– Ninguno, señorita. Lo único que quiero saber es el día y la hora.

– Todavía no lo sé, pero será pronto.

El viejo sonrió. No tenía dientes.

– La Policía se volverá loca. Nadie ha intentado jamás una cosa semejante.

– Por eso creo que resultará. Ya tendrá noticias de mí.

Tracy arrojó una última miga a las palomas, se levantó y se fue.

Mientras ella se hallaba en el parque con César Porretta, Daniel Cooper registraba su habitación. La había visto salir del hotel y dirigirse hacia el parque. Como ella no había pedido que le mandaran nada a su cuarto, supuso que saldría a desayunar, lo cual le daría treinta minutos para actuar. Entrar en la suite fue una simple cuestión de eludir a las camareras y utilizar una ganzúa. Cooper sabía lo que debía buscar: la copia de un cuadro. No sabía cómo planeaba Tracy sustituirlo, pero estaba seguro de que ésa debía de ser la idea. Revisó la suite en forma veloz y eficiente, sin dejar nada de lado, reservando el dormitorio para el final. Abrió el placard, examinó los vestidos, luego cada uno de los cajones de la cómoda, que estaban llenos de ropa interior. Tomó una braguita de color rosa, se la acercó a la nariz y se imaginó la dulce carne femenina. De pronto sintió el aroma de ella por todas partes. Guardó la prenda y en unos instantes comprobó los demás cajones. No había un cuadro por ningún lado.

Se encaminó al baño. Había gotas de agua en la bañera. El cuerpo de Tracy había estado allí, sumergido en el agua tibia como en un vientre materno. Sintió que tenía una erección. Tomó la esponja húmeda y se la llevó a los labios, mientras se bajaba el cierre del pantalón. Se frotó con la esponja la zona púbica de cara al espejo, contemplando sus propios ojos brillantes.

Al día siguiente, cuando Tracy salió del «Ritz», Cooper la siguió. Había ahora entre ellos una intimidad que no existía antes. Él conocía su aroma, había revisado una por una sus prendas íntimas. Tracy le pertenecía; era suya, y él la destruiría. La vio pasear por la Gran Vía, mirar escaparates, y entró detrás de ella en una enorme tienda. Vio que hablaba con un empleado y luego se dirigía al lavabo de señoras. Frustrado, esperó cerca de la puerta. Ése era el único sitio adonde no podía seguirla.

Si hubiera podido entrar, la habría visto conversar con una mujer obesa.

– Mañana -dijo Tracy, mientras se retocaba el maquillaje delante del espejo-. A las once de la mañana.

La mujer meneó la cabeza.

– A él no le parece bien, señorita. No podría haber elegido peor día. Mañana llega el príncipe de Luxemburgo en visita oficial, y dicen los diarios que irá a recorrer el Prado. Habrá una dotación adicional de guardias y policías por todo el museo.

– Mejor todavía.

Cuando Tracy salió, la mujer murmuró para sí:

– Esta tipa está loca.

La comitiva real debía llegar al Prado exactamente a las once, y el tránsito de las calles vecinas había sido detenido por la Guardia Civil. Debido a un retraso en la ceremonia llevada a cabo en el palacio presidencial, el cortejo llegó casi al mediodía. Se oyó el ulular de las sirenas, las motocicletas policiales, y media docena de limusinas negras se detuvo frente a la escalinata de acceso.

Cristián Machado, director del museo, aguardaba, nervioso, en la entrada.

Machado había realizado una inspección minuciosa esa mañana para comprobar que todo estuviera en orden. Los guardias habían recibido órdenes de permanecer especialmente alertas. El director estaba orgulloso de su museo, y quería causar una buena impresión al príncipe.

Lo único que lamentaba era no poder detener a las hordas de turistas, pero los guardaespaldas del príncipe y los agentes de seguridad del museo se encargarían de proteger al ilustre visitante. Todo estaba listo para su llegada.

La comitiva real comenzó su visita por el piso principal. El director recibió a Su Alteza y lo acompañó por los salones donde se exhibían las telas de pintores españoles del siglo XVI.

El príncipe avanzaba con lentitud, maravillado del espectáculo que se le presentaba ante los ojos. Era un amante de las artes y sentía una verdadera pasión por la pintura.

Cuando hubieron visitado las colecciones de arriba, Cristián Machado anunció con orgullo:

– Y ahora, si Su Alteza me lo permite, iremos a la sala de Goya.

Tracy había tenido una mañana agotadora. Al ver que el príncipe no llegaba, comenzó a sentir miedo. Su plan había sido sincronizado al segundo, pero necesitaba de la presencia del príncipe para que pudiera ponerse en práctica.

Recorrió los salones confundida entre la multitud, tratando de no atraer la atención. No vendrá -se dijo-. Tendré que suspenderlo todo. Sin embargo, en ese instante oyó las sirenas de la calle.

Mientras la observaba desde un sitio ventajoso, Daniel Cooper oyó también las sirenas. La razón le decía que nadie sería capaz de robar un cuadro del museo, pero el instinto le indicaba que Tracy habría de intentarlo, y Cooper confiaba en su instinto. Se acercó más a ella, ocultándose entre el gentío para no perderla de vista ni un instante.

Tracy se encontraba en el salón contiguo a la sala donde estaba el Puerto. A un metro de distancia se hallaba un guardia. En la misma sala se veía a una estudiante que copiaba afanosamente La lechera de Burdeos, tratando de captar el brillo de los pardos y verdes de la tela de Goya.

Un grupo de turistas japoneses entró en la habitación, parloteando como una bandada de pájaros exóticos. ¡Ya!, se dijo Tracy. Había llegado el momento. Se alejó de los japoneses, retrocediendo en dirección a la estudiante. Cuando uno de ellos pasó por delante de Tracy, se dejó caer hacia atrás como si la hubiesen empujado, y embistió a la estudiante arrojándola al suelo con paleta, caballete, tela y óleos.

– ¡Oh, lo siento muchísimo! Permítame ayudarla -se ofreció.

Al acercarse a la mujer, Tracy pisoteó la paleta y embadurnó el suelo de pintura. Daniel Cooper, que había presenciado la escena, se aproximó con todos sus sentidos alertas. Estaba seguro de que Tracy había hecho su primera jugada.

Un guardia llegó presuroso.

– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

El accidente había llamado la atención de los turistas, que sonreían alrededor de la mujer caída, pisando la zona embadurnada de pintura del piso de madera. Todo era una inmundicia, y el príncipe debía llegar en cualquier momento. Dominado por el pánico, el guarda gritó:

– ¡Sergio! ¡Ven acá! ¡Pronto!

Tracy vio que el guardia de la sala contigua acudía a prestar ayuda. César Porretta había quedado solo en el salón, con el Puerto.

Tracy se encontraba en medio de una batahola. Los dos guardias trataron en vano de alejar a los turistas del sector manchado del suelo.

– Ve a buscar al director -gritó Sergio-. ¡En seguida!

El otro guardia corrió hacia la escalera.

Dos minutos más tarde, Cristián Machado llegaba al escenario del desastre. Lanzó una mirada horrorizada y ordenó:

– ¡Traigan a las empleadas de limpieza! ¡De prisa!

Un joven empleado salió corriendo hacia la escalera.

Machado se volvió hacia Sergio.

– Vuelva a su puesto -le espetó.

– Sí, señor.

Tracy advirtió que el hombre se abría paso entre la multitud para regresar a la sala donde estaba trabajando César Porretta.

Cooper no había quitado los ojos de Tracy en ningún momento. Esperaba ansioso que cometiera algún error, pero nada ocurría. La chica no se había acercado a ningún cuadro, tampoco había establecido contacto con un cómplice. Lo único que había hecho era tumbar un caballete y derramar unas pinturas en el piso, aunque no dudaba de que el acto hubiera sido intencionado. Pero, ¿con qué fin? Tenía la sensación de que, cualquiera que hubiese sido el plan, ya había concluido. Paseó la vista por las paredes de la sala: no faltaba ningún cuadro.