Выбрать главу

– Te dije que tenía que hacerte una proposición, que requerirá un socio. En mi opinión, él es el único que…

– ¡Antes prefiero morirme! Jeff Stevens es el ser más despreciable…

– ¿Alguien mencionó mi nombre?

Estaba de pie en la puerta, con una amplia sonrisa.

– Tracy, estás más despampanante que nunca. Gunther, amigo mío, ¿cómo te encuentras?

Los dos hombres se dieron la mano, mientras Tracy hervía de indignación.

Jeff la miró y se rió.

– Probablemente estés disgustada conmigo.

– ¡Discúlpame! Estoy…

No pudo encontrar la palabra.

– Si me permites decirlo, Tracy, tu plan fue magistral. Sólo cometiste un pequeño error, y nadie se enterará de ello salvo nosotros.

Tracy respiró hondo, tratando de dominarse. Se volvió hacia Gunther.

– Hablaré contigo más tarde, Gunther.

– Tracy…

– No. Sea lo que fuere, no me interesa si él está de por medio.

– ¿Por qué no escuchas por lo menos de qué se trata?

– No tiene sentido.

– Dentro de tres días, De Beers remitirá de París a Amsterdam un paquete de brillantes evaluados en cuatro millones de dólares en un avión de carga de «Air France». Tengo un cliente que está ansioso por conseguir esas piedras.

– ¿Por qué no las robas camino del aeropuerto? Tu amigo es un experto en eso.

No pudo evitar el tono áspero de su voz.

Dios mío, es espléndida cuando se enoja, pensó Jeff.

– Los diamantes están demasiado custodiados. Pensaba apoderarme de ellos durante el vuelo.

Tracy lo miró sorprendida.

– ¿Durante el vuelo? ¿En un avión de carga?

– Necesitamos alguien suficientemente pequeño como para esconderse en uno de los contenedores. Cuando el aparato esté en el aire, lo único que tiene que hacer esa persona es salir del cajón, abrir el de De Beers, sacar el paquete de brillantes, remplazarlo por un duplicado que ya llevará listo, y volver a meterse en el contenedor.

– Y yo tengo el tamaño ideal para ocultarme allí.

– Tracy, precisamos a alguien que sea tan inteligente y audaz como tú.

Tracy lo pensó durante largos minutos.

– El plan me atrae, Gunther, pero no me gusta la idea de trabajar con él. Este hombre es un delincuente.

– ¿Acaso no lo somos todos, querida? -intervino Jeff, con una sonrisita-. Gunther nos ofrece nada manos que un millón de dólares por el trabajito.

– ¿Un millón de dólares?

Gunther asintió.

– Quinientos mil para cada uno.

– El motivo por el cual puede dar resultado -explicó Jeff- es que tengo un contacto en el sector de carga del aeropuerto. Él nos ayudaría a llevarlo a cabo. Es una persona de confianza.

– A diferencia de ti. Adiós, Gunther -dijo Tracy, y salió de la habitación.

Gunther meneó la cabeza.

– Quedó muy enojada contigo, Jeff. Me temo que no aceptará.

– Estás equivocado. Conozco a Tracy, y sé que no será capaz de resistirse.

Se precintan los cajones antes de cargarlos en el avión -estaba explicando Romain Vauban, el que despachaba las cargas de «Air France», amigo de Jeff y pieza fundamental del plan.

Vauban, Tracy, Jeff y Gunther se hallaban en un batean mouche que navegaba por el Sena.

– Si el cajón está precintado, ¿cómo haré para meterme dentro? -preguntó Tracy.

– Para los envíos del último momento, la empresa utiliza los contenedores «blandos», que son grandes cajones de madera con tapas de lona, sujetos con cuerdas. Por razones de seguridad, las cargas de valor, como los diamantes, llegan siempre en el último momento, de modo que son las últimas en subir y las primeras en bajar.

– ¿Los brillantes estarán en uno de los contenedores blandos?

– Eso es. Yo me encargaré de que el contenedor donde vaya usted sea puesto al lado del de los brillantes. Cuando el avión esté en vuelo, lo único que tiene que hacer es cortar las cuerdas, abrir el cajón de los diamantes, cambiar el estuche por otro idéntico y meterse de nuevo en su contenedor y volver a cerrarlo.

Gunther añadió:

– Cuando el aparato aterrice en Amsterdam, los guardias recogerán el estuche falso y lo entregarán a los talladores de diamantes. Cuando se den cuenta del cambio, ya te habremos puesto en otro avión para salir del país. Créeme, no puede salir mal.

– ¿No me congelaré ahí dentro?

Vauban sonrió.

– Señorita, en esta época los aviones de carga tienen calefacción. A menudo transportan animales vivos. Estará muy cómoda. Un poquito apretada, tal vez.

Tracy había accedido finalmente a escuchar la idea. Medio millón de dólares por unas pocas horas de incomodidad. Examinó el plan desde todos los ángulos. Puede dar resultado -concluyó-. ¡Pero ojalá no estuviera implicado Jeff Stevens!

Sus sentimientos hacia él eran tan contradictorios que la irritaban. Lo de Madrid había sido una maniobra certera, por el mero placer de superarla en astucia. Seguramente aún debía de estar riéndose de ella.

Los tres hombres la observaban, esperando una respuesta. El barco pasaba en ese momento debajo del Pont Neuf. Al otro lado del río, una pareja se abrazaba, y Tracy detuvo su mirada en ellos durante un instante. Pobre chica, pensó. Tomó entonces la decisión. Mirando a Jeff a los ojos, dijo:

– De acuerdo; acepto.

– No tenemos mucho tiempo -sostuvo Vauban, volviéndose hacia Tracy-. Mi hermano trabaja con un cargador. La introduciremos con el contenedor en sus depósitos. Espero que no sufra de claustrofobia.

– No se preocupe por mí. ¿Cuánto durará el viaje?

– Pasará unos minutos en la zona de embarque, y una hora en viaje hacia Amsterdam.

– ¿Qué medidas tiene el contenedor?

– Podrá ir sentada. Colocaremos otras cosas dentro para ocultarla, por si acaso.

– Tengo una lista de lo que precisarás -le dijo Jeff-. Ya me he ocupado de conseguirlas.

El hijo de puta daba ya por sentado que aceptaría, pensó Tracy.

– Vauban se encargará de que tu pasaporte tenga los sellos de entrada y salida necesarios, para que puedas abandonar Holanda sin problemas.

El barco comenzaba a amarrar en el muelle.

– Los detalles finales los repasaremos por la mañana -comentó Vauban-. Ahora debo volver a trabajar. Au revoir.

Y se marchó.

– ¿Por qué no cenamos juntos para festejarlo? -propuso Jeff.

– Perdón -dijo Gunther-, pero tengo un compromiso.

Jeff se volvió hacia Tracy.

– No, gracias. Estoy cansada.

Era un pretexto para no quedar sola con Jeff, pero al decirlo, se dio cuenta de que estaba exhausta. Probablemente se debía a toda la excitación de las últimas semanas. Se sentía débil y mareada. Cuando termine esto -se prometió-, volveré a Londres a descansar. Me hace falta.

– Te traje un regalito -le dijo Jeff, y le entregó una caja con alegre envoltorio.

Era un bonito chal de seda con las iniciales T. W. bordadas en una punta.

Bien puede permitirse el gasto con mi dinero, pensó, enojada.

– ¿Seguro que no cambiarás de parecer respecto de la cena?

– Déjame en paz.

En París, Tracy se alojó en el «Hotel Plaza Athénée», en una lujosa suite antigua que daba a los jardines. Había un distinguido restaurante en el hotel, pero esa noche Tracy estaba demasiado cansada. Se dirigió al pequeño bar del hotel, y pidió un tazón de sopa. Lo dejó a medio terminar, y volvió a su habitación.

Sentado en el otro extremo del vestíbulo, Daniel Cooper la observaba atentamente.

Daniel Cooper tenía un problema. Al regresar a París, había solicitado una entrevista con el inspector Trignant. El jefe de la Interpol se mostró algo menos que cordial. Acababa de pasar una hora en el teléfono escuchando las quejas del jefe de Policía español acerca del norteamericano.

– ¡Es un loco! Dediqué cuatro hombres para seguir a Tracy Whitney noche y día. Él insistía en que esa mujer iba a robar el Prado, y resultó ser una inofensiva turista…, tal como yo anticipé.