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La conversación había llevado a Trignant a creer que Cooper podía haberse equivocado respecto a Tracy Whitney. No había ni la más mínima prueba en contra de ella. El hecho de que se hubiera encontrado en diversas ciudades en el momento en que se cometían varios delitos no constituía prueba alguna.

Por eso, cuando Cooper fue a ver al inspector y le anunció que Tracy se encontraba en París, y que, por lo tanto, deseaba que se la vigilara las veinticuatro horas del día, el inspector respondió:

– A menos que me presente evidencias de que esta mujer está planeando cometer algún delito específico, no haremos nada.

Cooper lo miró con fijeza.

– Es usted un auténtico imbécil -dijo, y abandonó el edificio.

Siguió a Tracy a todas partes: tiendas, restaurantes y calles de París. Trabajó sin dormir, y a menudo sin comer. No podía permitir que Tracy Whitney lo derrotara. Su misión era atraparla con las manos en la masa.

Esa noche Tracy se quedó en la cama repasando el plan para el día siguiente. Había tomado un par de aspirinas, pero sentía un fuerte dolor en el pecho. Sudaba, y la habitación le parecía insoportablemente sofocante.

Sólo hasta mañana. Luego iré a Suiza, a sus hermosas montañas.

Puso el despertador a las cinco de la mañana. Cuando sonó la alarma, se despertó con dificultad. Sentía el pecho oprimido, y la luz le hería los ojos. Le costó llegar al cuarto de baño. Se miró en el espejo y la aterró su palidez. No puedo enfermarme ahora, pensó.

Se vistió con lentitud, tratando de no prestar atención a los síntomas. Se puso un mono negro con amplios bolsillos y zapatos con suela de goma. No sabía si se sentía así por el nerviosismo o por alguna enfermedad que hubiera contraído. Ahora tenía dolor de garganta. Sobre la mesa vio el chal que le había regalado Jeff. Lo tomó y se lo anudó al cuello.

La entrada de servicio del «Hotel Plaza Athénée» está marcada por un discreto cartel, y el corredor atraviesa un vestíbulo trasero, donde se alinean cestos de residuos, y llega hasta la calle. Daniel Cooper se había colocado cerca de la puerta principal y no vio que Tracy se marchaba por la de servicio, pero, inexplicablemente, no bien ella se hubo ido, salió corriendo a la calle y miró a ambos lados infructuosamente.

El «Renault» gris que recogió a Tracy en la entrada lateral enfiló hacia la Estrella. A esa hora había poco tránsito, y el conductor, un joven que al parecer no hablaba inglés, aceleró la marcha por una de las avenidas que concluían en la rotonda. Ojalá aminorara la velocidad, deseó Tracy. El movimiento le daba vértigo.

Media hora más tarde el coche se detenía bruscamente frente a un depósito. El letrero anunciaba: BRUCERE ET CIE. Allí trabajaba el hermano de Vauban.

Al bajarse del coche, vio que aparecía un hombre de pelo rubio.

– Sígame -dijo-. Apresúrese.

Tracy caminó dando tumbos hasta la parte trasera del depósito, donde había media docena de contenedores, la mayoría llenos y precintados, listos para ser transportados al aeropuerto. Había también uno de los blandos, con la tapa de lona abierta, lleno a medias con muebles.

– Entre. ¡Rápido! No tenemos tiempo.

Tracy se sentía débil. Miró el cajón y pensó: No puedo meterme ahí. Me moriré ahogada.

El hombre la observaba de manera extraña.

– ¿Se encuentra mal?

Ése era el momento para detener la operación.

– Estoy bien -farfulló.

Pronto acabaría todo. Al cabo de unas horas podría volar rumbo a Suiza.

– Tome esto. -Le entregó un cuchillo de doble filo, una soga gruesa y larga, una linterna y un pequeño joyero atado con una cinta roja-. Éste es el duplicado.

Tracy respiró hondo, entró en el contenedor y se sentó. Segundos más tarde, un amplio paño de lona cayó sobre la abertura. Oyó que ataban la lona con cuerdas.

Apenas oyó la voz del hombre que le hablaba desde el otro lado.

– Desde ahora en adelante, no puede hablar ni moverse. Practicamos unos orificios en los costados del cajón para que pueda respirar. No se olvide de ello…

El individuo se rió de su propio chiste, y la chica escuchó sus pasos que se alejaban, dejándola sumida en las tinieblas.

El contenedor era angosto y estrecho. Tracy se tocó la frente cubierta de sudor. Tengo fiebre. Respiraba con dificultad. He pescado algún virus. Seguramente debo pensar en otra cosa.

Recordó las palabras de Gunther:

No tienes que preocuparte por nada, Tracy. Cuando bajen la carga en Amsterdam, tu cajón será llevado a un garaje privado, cercano al aeropuerto. Allí se reunirá Jeff contigo. Dale las alhajas y regresa al aeropuerto. En el mostrador de «Swissair» encontrarás un billete a tu nombre para Ginebra. Márchate de Amsterdam lo antes posible. En cuanto la Policía se entere del robo, cercarán estrechamente la ciudad. Todo saldrá bien, pero por si acaso, aquí tienes la dirección y la llave de la casa de un amigo en Amsterdam: está vacía.

Se despertó sobresaltada cuando izaban el contenedor. Se sintió flotar en el aire. Luego el cajón se apoyó sobre algo duro. Se oyó una puerta del coche que se cerraba, un motor que se ponía en marcha, y en el acto el camión se puso en movimiento.

Iban camino del aeropuerto.

El contenedor debía llegar a la zona de embarque de carga pocos minutos antes de que arribara el de De Beers. El conductor del camión tenía instrucciones de mantener el vehículo a setenta kilómetros por hora.

La circulación en dirección del aeropuerto parecía más pesada que de costumbre aquella mañana, pero el chófer no se preocupaba. El contenedor llegaría a tiempo, y él recibiría un premio de cincuenta mil francos, suficiente para llevar a su mujer y sus hijos de vacaciones. Iremos a Disneylandia, pensó.

Miró el reloj del salpicadero y sonrió. Ningún problema. El aeropuerto estaba a sólo cinco kilómetros, y le quedaban aún diez minutos.

Exactamente a la hora prevista, llegó a la salida para el sector de cargas de «Air France», y rebasó la zona de entrada de pasajeros. Al enfilar hacia los hangares de depósito, que ocupaban tres manzanas, se oyó una explosión repentina. El volante tembló en sus manos, y el camión comenzó a vibrar. Maldita sea, pinché un neumático.

El gigantesco avión de carga «747» de «Air France» estaba a medio cargar. Los contenedores se hallaban en una plataforma a nivel de la entrada, listos para ser colocados en el interior. Había treinta y ocho cajones, veintiocho en la cubierta principal, y diez en la bodega. Un conducto de calefacción corría por el techo, donde también se veían los cables y rieles de transporte.

Casi se había terminado la operación de carga. Vauban miró su reloj y maldijo en voz baja. El camión llegaría tarde. El envío de De Beers ya había sido cargado en su contenedor, sus paredes de lona sujetas con cuerdas entrecruzadas. Vauban le había hecho unas marcas rojas para que Tracy no tuviera problemas en identificarlo. Observó cómo colocaban el contenedor en el avión. A su lado había lugar para un cajón más. En el andén, esperaban otros tres contenedores.

Desde dentro del avión, el jefe de cargas gritó:

– Vamos, Vauban. ¿Por qué nos retrasamos?

– Un momento.

Vauban corrió hacia la entrada de la zona de cargas. Ni rastros del camión.

– ¡Vauban! ¿Qué problema hay? -Se volvió porque se acercaba un supervisor-. Terminen de cargar de una vez.

– Sí, señor. Estaba esperando que…

En ese instante llegó a la carrera el camión de «Brucere et Cie», y se detuvo bruscamente delante de Vauban.

– Aquí está la última carga -anunció Vauban.

– Bueno, súbanla -instó el supervisor.

Vauban vigiló el paso del contenedor hasta el avión. Luego le hizo una seña al jefe de cargas.

Segundos más tarde se encendieron las turbinas y el gigantesco avión comenzó a correr por la pista. Ahora todo depende de ella, pensó.