Estaba en medio de una tormenta. Una ola gigantesca cubrió el barco y éste comenzó a hundirse. Me estoy hundiendo -pensó Tracy- Tengo que salir de aquí.
Estiró los brazos y se topó con las paredes del contenedor. En un momento de lucidez recordó dónde estaba. Tenía la cara y el pelo bañados en sudor. Se sintió mareada, con el cuerpo tembloroso. ¿Cuánto tiempo había permanecido sin sentido? Era sólo una hora de vuelo. ¿Estaría a punto de aterrizar? No, sólo es una pesadilla. Estoy dormida, en mi cama de Londres. Voy a llamar al médico. No podía respirar. Forcejeó para incorporarse pero se desplomó. El avión hacía frente a cierta turbulencia. Desesperada, trató de concentrarse. ¿¡Cuánto tiempo me queda? Los brillantes. De alguna manera tenía que obtenerlos. Pero primero…, primero tenía que salir del cajón.
Descubrió el cuchillo que llevaba en el mono y le costó un gran esfuerzo sacarlo de su vaina. Me falta el aire. Tanteó el borde de la lona, tentó las cuerdas y cortó una de ellas. Le pareció que tardaba una eternidad. Seccionó otra y se hizo lugar suficiente para salir del contenedor. Sintió frío. Todo su cuerpo comenzó a temblar, y las constantes sacudidas del avión aumentaron sus náuseas. Trató de concentrarse. ¿Qué hago aquí? Algo importante… Sí… los brillantes.
Se le nubló la vista; todo parecía desenfocado. No podré hacerlo.
De pronto el avión se ladeó, y Tracy se cayó al suelo. Cuando el aparato se estabilizó, volvió a incorporarse con esfuerzo. El ruido de las turbinas se mezclaba con las palpitaciones de su cabeza.
Avanzó dando tumbos entre los cajones, buscando uno que tuviera unas marcas rojas. ¡Gracias a Dios, allí estaba! Era el tercero. Trató de recordar el siguiente paso. Le costaba concentrarse. Si pudiera tenderme unos minutos para descansar. Pero no tenía tiempo. En cualquier momento aterrizarían en Amsterdam. Tomó el cuchillo y cortó la cuerda del contenedor.
Apenas tenía fuerzas para sujetar el cuchillo. No puedo fallar ahora.
Comenzó a temblar de nuevo, con tanta fuerza que se le cayó el cuchillo de las manos. No lo conseguiré. Me prenderán y volverán a mandarme a la cárcel.
Titubeó, indecisa, aferrada a la cuerda, deseando desesperadamente volver a meterse en el cajón y dormir hasta que todo acabara. Sería tan sencillo. Después, con gran esfuerzo se agachó, tomó el cuchillo y comenzó a cortar la cuerda.
Finalmente ésta cedió. Tracy retiró la lona y contempló el sombrío interior del cajón. No pudo ver nada. Sacó la linterna, y en ese instante, sintió un repentino cambio de presión en sus oídos.
El avión iba a aterrizar.
Tengo que apurarme -pensó Tracy, pero su cuerpo no le respondía-. Muévete -le decía su mente.
Iluminó el interior del contenedor con la linterna. Estaba lleno de paquetes y sobres, y encima de ellos, dos cajitas atadas con cintas rojas. ¡Dios! ¡Supuestamente debía haber sólo…! Parpadeó, y las dos cajas se convirtieron en una. Todo parecía flotar y distorsionarse a sus ojos.
Tomó la caja y sacó el duplicado que llevaba en el bolsillo. Sostuvo las dos en sus manos, y con una nueva sensación de náuseas, comprendió que no sabía cuál era. Contempló los dos joyeros idénticos. ¿Sería el que tenía en la mano izquierda o el de la derecha?
El avión comenzó a inclinarse en un ángulo más pronunciado. En cualquier momento aterrizaría. Tenía que tomar una decisión. Dejó una de las cajas, rogó que fuese la indicada y se alejó del contenedor. Logró sacar un trozo de soga que llevaba en el mono. El zumbido en los oídos le impedía pensar. Recordó: Luego de cortar la soga, la guardas en el bolsillo y la remplazas por la nueva. No dejes nada que despierte sospechas.
En aquel momento le había parecido sencillo, sentada en la cubierta del barco, al sol. Ahora era imposible. Ya no le quedaban fuerzas. Los guardias hallarían la cuerda cortada, registrarían el avión y la encontrarían.
Algo en su interior gritó: ¡No! ¡No! ¡No!
Con un esfuerzo hercúleo comenzó a atar el contenedor con la cuerda incólume. Sintió un golpe bajo sus pies cuando el avión tocó tierra, luego otro, y volvió a caerse. Se golpeó con la cabeza contra el suelo y creyó que perdería el conocimiento.
El «747» corría velozmente por la pista. Tracy yacía tendida en el suelo, moviéndose débilmente. Cuando se apagaron las turbinas reunió las escasas fuerzas que le quedaban y se incorporó bamboleante. El avión se había detenido. Se puso de pie, sujetándose en el contenedor para no caerse de nuevo. La cuerda nueva estaba en su lugar. Apretó el joyero contra su pecho e inició el camino de regreso a su cajón. Apartó la lona y se sumergió en la penumbra de la caja, jadeante y sudorosa. Lo logré. Pero había algo más que debía hacer. Algo importante. ¿Qué era? Cubrir con cinta adhesiva la cuerda de su propio contenedor.
Metió la mano en un bolsillo para buscar el rollo de cinta, pero no lo encontró. Respiraba en forma entrecortada y le zumbaban los oídos. Le pareció oír voces. Contuvo la respiración. Alguien se reía. En cualquier momento se abriría la puerta y los hombres comenzarían a bajar la carga. Verían la cuerda cortada, mirarían dentro del cajón y la descubrirían. Tenía que encontrar la forma de unir la cuerda. Se arrodilló, y en ese instante sintió el rollo duro de cinta junto a su mano izquierda. Levantó la lona, tanteó en busca de los dos extremos de cuerda cortada y los juntó, mientras intentaba, con torpeza, usar la cinta para unirlos.
No podía ver. El sudor que corría por su rostro la cegaba. Se sacó el pañuelo del cuello para enjugarse la cara. Así estaba mejor. Terminó de unir los trozos de cuerda y volvió a colocar la lona en su sitio. Ahora sólo le quedaba esperar. Se tocó la frente una vez más, y le pareció que le estallaba la cabeza.
Tracy estaba inconsciente cuando cargaron su contenedor en el camión de «Brucere et Cié». Atrás, en el piso del carguero, había quedado la chalina que le había regalado Jeff.
La despertó un golpe de luz cuando alguien levantó la lona. Abrió muy despacio los ojos. Estaba en un depósito.
Jeff la miraba sonriente desde arriba.
– ¡Lo lograste, querida! Eres una maravilla.
Vio que Jeff le sacaba el estuche que sostenía blandamente en sus manos.
– Nos veremos en Lisboa. -Cuando estaba a punto de marcharse, agregó-: Tienes muy mal semblante, Tracy. ¿Te sientes bien?
Ella apenas pudo hablar.
– Jeff, creo…
Pero él ya se había ido.
Le quedó apenas un mínimo recuerdo de lo que ocurrió a continuación. Al fondo del depósito había una muda de ropa para ella. Una mujer le dijo:
– Parece enferma, señorita. ¿Quiere que llame a un doctor?
– Nada de médicos -respondió Tracy en un susurro.
En el mostrador de «Swissair» encontrarás un boleto a tu nombre para Ginebra. Márchate de Amsterdam lo antes posible. En cuanto la Policía se entere del robo, cercarán estrechamente la ciudad. Todo saldrá bien pero por si acaso, aquí tienes la dirección y la llave de la casa de un amigo en Amsterdam; está vacía.
El aeropuerto. Tenía que llegar al aeropuerto.
– Un taxi -farfulló-. Necesito un taxi.
La mujer titubeó un instante; luego se encogió de hombros.
– Está bien; le llamaré uno. Espere aquí.
Tracy se sentía flotar en un sopor pegajoso y agobiante.
– Ya llegó su coche -le anunció un hombre.
Deseó que la gente dejara de molestarla. Sólo quería dormir.
– ¿Adónde desea ir, señorita? -le preguntó el chófer.
Se sentía demasiado enferma para subir a bordo de un avión. La detendrían, llamarían a un médico. Le harían preguntas. Lo único que necesitaba era dormir unos minutos; después estaría bien.
La voz se volvió impaciente.
– ¿Adónde, por favor?