– Jeff…
– Confía en mí. ¿Tienes hambre?
De pronto Tracy se dio cuenta de que estaba famélica.
– Me muero por comer.
– Bien. Te traeré algo.
Jeff regresó con una bolsa que contenía dos cartones de jugo de naranja, leche, frutas secas y unos bollos rellenos con queso.
– Ahora come lentamente.
La ayudó a incorporarse y le dio de comer. Actuaba de una manera solícita y cariñosa, y Tracy lo contempló con cautela. Debes mantenerte alerta.
– Gunther me dijo que recibió los brillantes y depositó tu dinero en una cuenta suiza.
Tracy no pudo dejar de preguntarle:
– ¿Por qué no te quedaste tú con todo?
Jeff replicó con voz seria.
– Porque ya es hora de que nos dejemos de juegos, Tracy. ¿De acuerdo?
Era otro de sus ardides, por supuesto, pero estaba demasiado cansada para preocuparse de ello.
– De acuerdo.
– Dime tus medidas; iré a comprarte alguna ropa. Los holandeses son muy liberales, pero creo que si salieras así a la calle se espantarían.
Tracy se tapó más con las mantas, repentinamente consciente de su desnudez. Pero no quería pensar. El sueño la envolvió sin esfuerzo.
Por la tarde, Jeff llegó con dos bolsas de ropa, vestidos, zapatos, ropa interior, un estuche de maquillaje, un peine, un secador de pelo, dentífrico y cepillos de dientes. También había comprado algo de ropa para él, y el International Herald Tribune. En la primera página aparecía la noticia del robo de los brillantes, pero según afirmaba el diario, los ladrones no habían dejado pistas.
– ¡Estamos salvados! -exclamó Jeff, alegremente-. Ahora lo único que falta es que te repongas.
Fue idea de Daniel Cooper no informar a la Prensa que se había hallado el chal con las iniciales T. W.
– Aunque sepamos a quién pertenece -le dijo el inspector Trignant-, no constituye prueba suficiente para arrestarla. Sus abogados presentarían a todas las mujeres de Europa con las mismas iniciales, y nos dejarían como tontos.
En opinión de Cooper, la Policía ya había mostrado su idiotez. Sólo yo puedo atraparla.
Sentado en el duro banco de madera de una capilla oró: Oh, Dios, entrégamela para que la castigue y pueda así redimirme de mis pecados. El mal que habita en su espíritu será exorcizado, y su cuerpo…
Cuando Tracy se despertó, la habitación estaba a oscuras. Se incorporó, encendió el velador de la mesilla de noche y notó que estaba sola. Jeff se había ido. Una sensación de pánico la invadió. Se había vuelto dependiente de él, y ése había sido un error estúpido. Confía en mí, había dicho él, y ella creyó. La había cuidado sólo para protegerse a sí mismo, no por otra razón. Tracy había llegado a creer que él sentía deferencia por ella. Se dejó caer sobre la almohada y cerró los ojos. Le echaré de menos. Que Dios me ayude, pero lo añoraré mucho. Tendría que desaparecer cuanto antes de Holanda, buscar otro sitio donde pudiese sentirse segura.
En ese momento se abrió la puerta y oyó la voz de Jeff.
– Tracy, ¿estás despierta? Te he traído unos libros y revistas. Pensé que podías… -Se detuvo al verle la expresión-. ¡Eh! ¿Qué te pasa?
– Nada -respondió ella en un susurro-. Nada.
A la mañana siguiente ya no tenía fiebre.
– Quiero salir -declaró-. ¿Te parece que podemos dar una vuelta, Jeff?
Los empleados mostraron curiosidad por la flamante convaleciente. Todos estaban encantados de que Tracy se hubiese curado.
– Su marido estuvo maravilloso. Insistió en cuidarla él solo. Estaba tan preocupado… Tiene suerte de haber encontrado un hombre que la quiera tanto.
Tracy miró a Jeff con ojos de interrogación, y podría haber jurado que lo vio sonrojarse.
Ya fuera, exclamó:
– Qué amable de su parte preocuparse por mí. ¿Verdad que son atentos?
– Sentimentales -la corrigió él.
Jeff dormía, a su lado en la cama. Tracy volvió a recordar la forma en que la había cuidado, atendido sus necesidades, lavado su cuerpo desnudo. Percibió de manera intensa la presencia masculina, que la hacía sentirse protegida.
Y nerviosa, también.
Lentamente, mientras Tracy recobraba la energía, fueron dedicando más tiempo a explorar el extraño pueblecito. Caminaron hasta por sinuosas calles adoquinadas de la Edad Media. Pasaron horas frente a los campos de tulipanes en las afueras de la aldea. Visitaron el mercado de los quesos y el museo municipal. Para gran sorpresa de Tracy, Jeff hablaba en holandés con los lugareños.
– ¿Cómo lo aprendiste?
– En un tiempo salí con una chica holandesa.
Lamentó habérselo preguntado.
A medida que transcurrían los días, el cuerpo joven y saludable de Tracy fue recuperando sus fuerzas. Jeff alquiló dos bicicletas y salieron al campo a ver los molinos. La trataba con una ternura que la intimidaba; sin embargo, no hacía avances sexuales. Era todo un enigma. Tracy pensaba en las bellas mujeres con quienes lo había visto. ¿Por qué permanecía al lado de ella en esa remota aldea del mundo?
Cierto día, comenzó a contarle sus secretos casi sin darse cuenta. Le habló de Joe Romano y Tony Orsatti, de Ernestina Littlechap, de la Gran Bertha y la pequeña Amy. Jeff escuchaba atentamente. A su vez, él le habló de su madrastra, del tío Willie, de sus épocas en la feria, de su matrimonio con Louise. Ya no había secretos entre los dos.
Pronto llegó el momento de marcharse; Jeff anunció:
– La Policía no nos busca, Tracy. Creo que tendríamos que levantar el campamento.
Ella experimentó una enorme desilusión.
– De acuerdo. ¿Cuándo?
– Mañana.
Esa noche no pudo conciliar el sueño. La presencia de Jeff parecía perturbarla más que nunca. Ambos yacían en la cama, cuidándose de mantener la distancia, pero pendientes uno del otro.
– ¿Estás dormido? -dijo Tracy por fin.
– No.
– ¿En qué piensas?
– Voy a echar de menos este lugar.
– Yo te echaré de menos a ti, Jeff.
Las palabras le brotaron con naturalidad.
Jeff se incorporó en la oscuridad, y la miró.
– ¿Cuánto? -preguntó en voz baja.
– Muchísimo.
Un segundo más tarde la tenía en sus brazos.
– Tracy…
– Shhh. No hables. Abrázame fuerte, nada más.
Primero fue el contacto de la piel, luego las caricias y una dulce exploración que fue creciendo hasta convertirse en un frenesí de placer. Jeff la penetró vigorosamente y Tracy sintió deseos de gritar de alegría. Se sentía inmersa en una marea casi hipnótica que finalmente le produjo una explosión en su más recóndito interior. Todo su cuerpo pareció aplacarse y volverse sedoso. A los pocos minutos sintió los labios de Jeff que recorrían su vientre hasta el húmedo centro de su sexo, y se sintió nuevamente sumergida en la marea de placer. Se aferró al cuerpo masculino y movió sus caderas, salvajemente. Jeff dejaba escapar gemidos de placer. Pronto se le sumó en un coro de jadeos que culminó en un nuevo estallido luminoso. Ahora lo sé. Por primera vez, lo sé. Pero no debo olvidar que es pasajero, un delicioso regalo de despedida.
Al amanecer, Jeff la despertó con suaves besos y le propuso:
– Cásate conmigo, Tracy.
Supo que sería una locura imposible, que jamás podría dar resultado. Un delirio maravilloso, que desafiaba todos sus temores. Y súbitamente se descubrió dispuesta a empezar de nuevo.
– Sí -aceptó en un susurro, y se echó a llorar, acurrucada en los brazos de Jeff.
Nunca más estaré sola.
Largo rato después, preguntó Tracy:
– ¿Cuándo lo supiste, Jeff?
– Cuando te encontré en aquella casa consumida por la fiebre. Casi enloquecí.
– Creí que te habías fugado con los brillantes.