Выбрать главу

– Me lo parecía -dijo al tiempo que pasaba el expediente a Otto, pero mirándome a mí-. Ayer vinieron a denunciar el hurto de un objeto igual que el suyo. Yo mismo tomé los datos.

– Una caja china de mimbre y laca -dijo Otto al tiempo que ojeaba el informe-. Cincuenta centímetros, por treinta, por diez.

Intenté convertirlo al sistema métrico imperial, pero desistí.

– Siglo xvii, dinastía Mong. -Otto me miró-. Parece la misma, ¿eh, Bernie?

– Dinastía Ming -dije-. Se dice Ming.

– Ming, Mong, ¿qué más da?

– O se trata de la misma caja o son más corrientes que los pretzels. ¿Quién puso la denuncia?

– Un tal doctor Martin Stock -dijo el policía joven-, del Museo de Arte Asiático. Estaba muy preocupado por la desaparición.

– ¿Cómo era ese hombre? -pregunté.

– Pues, ya sabe, el típico que se imagina uno trabajando en un museo: unos sesenta años, bigote gris, perilla blanca, calvo, miope, rechoncho… Me recordó a la morsa del zoo. Llevaba pajarita…

– A ése lo he visto yo -dijo Otto-. Una morsa con pajarita.

El agente sonrió y continuó:

– Polainas, nada en las solapas… Quiero decir, ni insignias del Partido ni nada por el estilo. El traje que llevaba era de Bruno Kuczorski.

– Eso lo dice sólo por alardear -dijo Otto.

– Es que vi la etiqueta del interior de la chaqueta cuando sacó el pañuelo para enjugarse la frente. Un tipo nervioso, pero eso se notaba sólo con ver el pañuelo.

– ¿De fiar?

– Como si lo llevara escrito en la frente.

– ¿Cómo te llamas, hijo? -le preguntó Otto.

– Heinz Seldte.

– Bien, Heinz Seldte, opino que deberías dejar este trabajo de oficinista gordo que te han dado y hacerte policía.

– Gracias, señor.

– ¿A qué juegas, Gunther? -dijo Otto-. ¿Me estás tomando el pelo?

– A mí sí que me lo han tomado, me temo. -Arranqué la hoja y las copias de la máquina de Seldte y las arrugué-. Voy a tener que ir a soltar unos trinos a alguien al oído, como Johnny Weissmuller, y a ver qué sale corriendo de la espesura. -Cogí la hoja del doctor Stock del archivo-. ¿Me la prestas, Otto?

Otto miró a Seldte y éste se encogió de hombros.

– Por nosotros no hay problema, creo -dijo Otto-, pero infórmanos de las novedades, Bernie. En estos momentos, el hurto de la dinastía Ming Mong es objeto de investigación prioritaria especial en la KRIPO. Tenemos que hacer honor a nuestro nombre.

– Me pongo a ello inmediatamente, te lo prometo.

Y lo dije en serio. Iba a ser estupendo volver a ejercer de detective auténtico, y no de pelele de hotel. Sin embargo, como dijo Immanuel Kant, es curioso lo mucho que podemos equivocarnos con muchas cosas que nos parecen verdad.

Casi todos los museos de Berlín se encontraban en un islote en el centro de la ciudad, rodeados por las oscuras aguas del río Spree, como si sus constructores hubiesen tenido la idea de que la ciudad debía conservar su cultura aislada del Estado. Tal como estaba a punto de descubrir, esa idea debía de ser mucho más acertada de lo que podría pensarse.

Sin embargo, el Museo Etnológico, situado antiguamente en Prinz-Albrecht Strasse, se encontraba ahora en Dahlem, en el extremo occidental de la ciudad. Fui en el metropolitano -en la línea de Wilmersdorf, hasta Dahlem-Dorf- y luego a pie en dirección sureste hasta el nuevo Museo de Arte Asiático. Era un edificio relativamente moderno de ladrillo rojo, tres pisos y rodeado de lujosas casas de campo y casas solariegas con grandes verjas y perros aún más grandes. Puesto que los barrios como Dahlem estaban protegidos por la legislación, costaba entender qué hacían dos hombres de la Gestapo en un W negro aparcado a la entrada de una iglesia confesionista, hasta que me acordé de que en Dahlem había un sacerdote llamado Martin Niemöller, famoso por su oposición al llamado «párrafo ario». O eso o los dos hombres tenían algo que confesar.

Fui al museo, abrí la primera puerta en la que ponía privado y me encontré con una taquimecanógrafa bastante atractiva, sentada ante una Carmen de tres filas de teclas; tenía ojos de Maybelline y la boca mejor pintada que el retrato predilecto de Holbein. Llevaba una camisa de cuadros y un surtido completo de pulseras metálicas de zoco que tintineaban en su muñeca como teléfonos diminutos; tenía una expresión tan seria que casi me obligó a repasarme el nudo de la corbata.

– ¿Qué desea?

Lo sabía, pero no me apetecía decírselo. Me limité a sentarme en una esquina de su mesa con los brazos cruzados, sólo por no ponerle las manos en los pechos. A ella no le gustó. Tenía la mesa tan pulcra como un escaparate de grandes almacenes.

– ¿Se encuentra Herr Stock en la casa?

– Seguro que si tuviera usted cita con él, sabría que es el doctor Stock.

– No. No tengo cita.

– Pues está ocupado.

Sin querer, miró hacia la puerta del otro lado de la habitación, como deseando que desapareciese yo antes de que volviera a abrirse.

– Supongo que es lo normal. Los hombres como él siempre tienen muchas ocupaciones. En cambio, yo, en su lugar, estaría dictándole algo a usted o cantándole unas cartas para que las mecanografiase con esas manos tan bonitas que tiene.

– ¡Ah! Entonces, usted sabe escribir.

– Claro, incluso a máquina. No tan bien como usted, seguro, pero eso lo puede juzgar por sí misma. -Metí la mano en la chaqueta y saqué el atestado del Alex-. Mire -dije, y se lo pasé-. Échele un vistazo y dígame qué le parece.

Lo miró y los ojos se le abrieron varios grados, como el diafragma de una cámara.

– ¿Es usted de la policía del Praesidium de Alexanderplatz?

– ¿No se lo he dicho? He venido directamente de allí en metro.

Lo cual era cierto, pero sólo hasta cierto punto. Si ella o Stock me pedían que les enseñase la placa, ya podía dar por terminada mi misión, por eso me comportaba como lo hacen muchos policías del Alex. Los berlineses creen que lo mejor es portarse con un poquito menos de amabilidad de lo que consideran necesario los demás, pero muchos polis de la capital ni siquiera se aproximan a tan elevado modelo de civismo. Encendí un cigarrillo, expulsé el humo en su dirección y luego, con un movimiento de cabeza, señalé una piedra que había en una repisa, detrás de su bien peinada cabeza.

– ¿Es una esvástica lo que sostiene esa piedra?

– Es un sello -dijo ella- de la civilización del valle del Indo, del año 1500 antes de Cristo, aproximadamente. La cruz esvástica era un símbolo religioso importante de nuestros antepasados remotos.

Le sonreí y dije:

– O bien querían prevenirnos de algo.

Salió de detrás de la máquina de escribir y cruzó el despacho con rapidez para ir a buscar al doctor Stock. Me dio tiempo a contemplar sus curvas y las costuras de sus medias, tan perfectas, que parecían de clase de dibujo lineal. Nunca me gustó el dibujo lineal, pero podría haberme aficionado más si me hubieran mandado sentarme detrás de unas piernas bonitas y hacerles dos líneas rectas en las pantorrillas.

Stock no era tan agradable a la vista como su secretaria, sino exactamente como lo había descrito Heinz Seldte en el Alex: una figura berlinesa de cera.

– Esto es sumamente embarazoso -se quejó-. Ha habido un error y lo lamento muchísimo. -Se acercó tanto que le olí el aliento: pastillas de menta, una variación agradable respecto a la mayoría de la gente que hablaba conmigo; prosiguió con sus abyectas disculpas-. Lo lamento muchísimo, señor. Al parecer, nadie robó la caja cuya desaparición denuncié. Sólo se había extraviado.