– Sé lo que es. Últimamente, casi no me reconozco yo tampoco. O peor, reconozco a mi padre. Me miro al espejo y es él quien me mira con sorna y desprecio, porque no he comprendido que soy y siempre seré igual que él, si no él exactamente. Hiciste bien en no decirle que soy su padre. Max Reles no era el único hombre que no le convenía. Yo tampoco le convengo. Lo sé. No tengo intenciones de intentar verla y establecer alguna relación con ella. Ahora ya es tarde, me parece. Por lo tanto, de eso también puedes estar segura. Me basta con saber que tengo una hija y con haberla conocido. Todo gracias a Alfredo López.
– Como te he dicho, no he sabido que te lo había contado hasta hace un momento, cuando lo llevé al hospital. Se supone que los abogados no deben hablar con nadie de los asuntos de sus clientes, ¿verdad?
– Cuando le saqué las castañas del fuego con lo de los panfletos, le pareció que quedaba en deuda conmigo y que yo podía ser un padre cuya ayuda sirviese de algo. Al menos, eso fue lo que dijo.
– Y con razón. Me alegro de que te lo contase. -Me abrazó con más fuerza-. Y la has ayudado. Habría matado a Max con mis propias manos, si hubiera podido.
– Todos hacemos lo que podemos.
– Por eso fuiste al cuartel del SIM y los convenciste de que soltaran a Fredo, porque querías devolverle el favor.
– Lo que me dijo me dio un poco de esperanza, como si no hubiese desperdiciado la vida del todo.
– Pero, ¿cómo? ¿Cómo los convenciste de que lo soltaran?
– Hace un tiempo descubrí por casualidad el escondite de un alijo de armas en la carretera de Santa María del Rosario. Lo cambié por su vida.
– ¿Nada más?
– ¿Qué más puede haber?
– No sé cómo empezar a darte las gracias -dijo.
– Vuelve a escribir libros y yo volveré a jugar al backgammon y a fumar puros. Por lo que veo, te estás preparando para cambiarte de casa, a una tuya. Tengo entendido que Hemingway va a volver pronto.
– Sí, en junio. Tiene suerte de seguir con vida, con todo lo que le ha ocurrido. Quedó muy malherido en dos accidentes de avión seguidos. Después sufrió quemaduras graves en un incendio en la selva. Con todo eso, tendría que haber muerto. Incluso publicaron su esquela en algunos periódicos estadounidenses.
– Conque ha resucitado de entre los muertos. No todos podemos decir lo mismo.
Después me fui a mi coche y, al despuntar el alba, me pareció ver la silueta del jardinero muerto junto al pozo en el que se había ahogado. Quizá la casa estuviera encantada, después de todo. Y, si no, yo sí; lo sabía, y seguramente no dejaría de estarlo nunca. Algunos morimos en un día. A otros les cuesta mucho más. Años, incluso. Todos morimos, como Adán, eso es cierto, pero no todos los hombres vuelven a la vida, como Ernest Hemingway. Si los muertos no resucitan, ¿qué pasa con el espíritu del hombre? Y si resucitan, ¿con qué cuerpo volvemos a la vida? No tenía respuestas para eso. Nadie las tenía. Si los muertos resucitasen y fueran incorruptibles y yo pudiese cambiarme por otro en un abrir y cerrar de ojos, puede que, sólo por morir, valiera la pena dejarme matar o quitarme la vida.
Cuando llegué a La Habana, fui a Casa Marina y pasé la noche con un par de chicas complacientes. No me quitaron ni un gramo de soledad. Sólo me ayudaron a pasar el rato. El poco del que disponemos.
Philip Kerr