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– ¿Extraviado? ¿Cómo es posible?

– Hemos trasladado las colecciones Fischer del antiguo Museo Etnológico, el de Prinz-Albrecht Strasse, a nuestra nueva sede, aquí, en Dahlem, y está todo patas arriba. La guía oficial de nuestras colecciones está agotada. Se han clasificado y atribuido mal muchos objetos. Me temo que ha hecho usted el viaje en balde. En metro ha dicho, ¿verdad? Quizás el museo pueda pagarle un taxi de vuelta al Praesidium. Es lo menos que podemos hacer, por las molestias.

– ¿Me está diciendo que ha recuperado la caja? -dije, sin responder a su gimoteo.

Se le volvió a poner la cara rara.

– ¿Podría verla? -dije.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? -Me encogí de hombros-. Porque usted denunció el hurto, nada más. Ahora dice que la ha encontrado. Señor, la cuestión es que tengo que presentar un informe por triplicado. Es necesario cumplir el procedimiento debido y, si no puede enseñarme la caja de la dinastía Ming, no sé cómo voy a cerrar el expediente de su desaparición. Verá, señor, en cierto sentido, desde el momento en que haga constar que la caja ha aparecido, me hago responsable de ella. Es lógico, ¿no le parece?

– Pues, la cuestión es que… -Miró a la taquimecanógrafa y se le crispó la cara un par de veces, como si lo tuviesen agarrado por alguna parte con una caña de pescar.

Ella me echó una mirada llena de alfileres.

– Es mejor que venga a mi despacho, Herr…

– Trettin. Comisario Trettin.

Lo seguí hasta su despacho y cerró la puerta tan pronto como hube entrado. De no haber sido por el tamaño y la opulencia de la estancia, puede que me hubiese compadecido de él. Había cacharros chinos y cuadros japoneses por todas partes, aunque también podían ser cuadros chinos y cacharros japoneses. Ese año andaba yo un poco flojo en conocimiento de antigüedades orientales.

– Trabajar en un sitio así debe de ser muy interesante.

– ¿Le interesa la historia, comisario?

– He aprendido una cosa: que si nuestra historia fuese un poco menos interesante, tal vez estaríamos mucho mejor ahora. Bien, ¿qué hay de esa caja?

– ¡Por Dios! -dijo-. ¿Cómo se lo explico yo sin que suene sospechoso?

– No intente suavizarlo -le dije-, cuéntemelo tal cual. Dígame sólo la verdad.

– Es lo que siempre procuro -replicó pomposamente.

– Seguro que sí -dije, y empecé a ponerme duro-. Mire, no me haga perder más tiempo, Herr Doctor. ¿Tiene usted la caja o no?

– Por favor, no me apure tanto.

– Naturalmente, no tengo nada más que hacer en todo el día.

– Es que es un poco complicado, compréndalo.

– Créame, le aseguro que la verdad casi nunca es complicada.

Me senté en un sillón. No me había invitado, pero en ese momento no importaba, no tenía que convencerlo de nada. Tampoco iba a convencerme él a mí aunque me quedase allí plantado como un poste. Saqué una libreta y me toqué la lengua con la punta de un lapicero. La gente se pone de los nervios cuando te ve tomar notas.

– Pues, verá: el museo es competencia del Ministerio del Interior. Cuando las colecciones estaban en Prinz-Albrecht Strasse, Herr Frick, el ministro, fue a verlas por casualidad y decidió que algunos objetos podían ser mucho más útiles como regalos diplomáticos. ¿Entiende lo que quiero decir, comisario Trettin?

– Creo que sí, señor. -Sonreí-. Una especie de soborno, pero legal.

– Le aseguro que una práctica perfectamente normal en todas las relaciones exteriores. A veces es necesario engrasar el mecanismo de la diplomacia… o eso me dicen.

– ¿Herr Frick?

– No, él no. Uno de los suyos. Herr Breitmeyer, Arno Breitmeyer.

– Hummm hum -tomé nota del nombre-. Por supuesto, también hablaré con él -dije-; pero permítame que intente aclarar este lío. Herr Breitmeyer cogió un objeto de las colecciones Fischer…

– Sí, sí. Adolph Fischer, un gran coleccionista de arte oriental, difunto ya.

– En concreto, una caja china. ¿Y se la dio a un extranjero?

– No, un solo objeto no. Verá, en el ministerio creían que las colecciones que quedaban en el antiguo museo no estaban destinadas a la exposición -Stock se ruborizó de vergüenza-. Que, a pesar de su gran valor histórico…

Reprimí un bostezo.

– … no eran apropiadas en el contexto del párrafo ario. Verá, Adolph Fischer era judío. El ministerio tenía la impresión de que, en las actuales circunstancias, la colección no era apta para exposiciones a causa de su procedencia. Que estaba (son sus palabras, no las mías) teñida racialmente.

Asentí como si todo fuera perfectamente razonable.

– Y, cuando lo hicieron, se les olvidó decírselo a usted, ¿verdad?

Stock asintió con pesadumbre.

– Alguna persona del ministerio consideró que no tenía usted importancia suficiente para informarle de las medidas que se tomaron -dije, pasándoselo un poco por las narices-. Por eso, cuando vio que faltaba el objeto, supuso que lo habían robado y lo denunció inmediatamente.

– Exacto -dijo, un tanto aliviado.

– ¿No sabrá por casualidad el nombre de la persona a quien Herr Breitmeyer regaló la caja Ming?

– No. Esa pregunta tendría que hacérsela a él.

– Se la haré, no lo dude. Gracias, doctor, ha sido usted de gran ayuda.

– ¿Puedo dar el asunto por terminado?

– Por lo que respecta a nosotros, sí, señor.

El alivio se le tornó euforia… o lo más parecido que pudiera sentir jamás una persona tan poco expresiva.

– Bien, entonces -dije-, a ver dónde está ese taxi que me va a llevar de nuevo a la ciudad.

8

Dije al taxista que me llevase al Ministerio del Interior, en Unter den Linden. Era un feo edificio sucio y gris, situado al lado de la embajada griega, a la vuelta de la esquina del Adlon. Pedía una hiedra a gritos.

Entré en el cavernoso vestíbulo y, en el mostrador, di mi tarjeta a uno de los funcionarios de turno. Tenía cara de animal sobresaltado, de las que hacen pensar que Dios tiene un sentido del humor un tanto retorcido.

– ¿Sería usted tan amable de ayudarme? -dije afectadamente-. El hotel Adlon desea invitar a Herr Breitmeyer (es decir, Arno Breitmeyer) a una recepción de gala que se celebrará dentro de un par de semanas. Nos gustaría saber qué tratamiento debemos darle para dirigirnos a él, así como a qué departamento debemos enviarle la invitación.

– Ojalá me invitasen a mí a una recepción de gala en el Adlon -comentó el funcionario, y consultó un directorio de departamentos encuadernado en piel que tenía encima de la mesa.

– Si le digo la verdad, suelen ser muy protocolarias. A mí, el champán, ni fu ni fa. ¡Donde estén la cerveza y las salchichas…!

El funcionario sonrió con tristeza, como poco convencido, y encontró el nombre que buscaba.

– Aquí está. Arno Breitmeyer. Es Standartenführer de las SS, coronel, para usted y para mí. También es subdirector de la Oficina de Deportes del Reich.

– ¡Ah! ¿Ahora es él? Claro, supongo que por eso quieren invitarlo. Si sólo es viceministro, quizá debamos invitar también a su jefe. ¿Quién cree usted que es?

– Hans von Tschammer und Osten.

– Sí, claro.

El nombre me sonaba de haberlo visto en la prensa. En su momento, me había parecido muy propio de los nazis nombrar director de Deportes a un bestia sajón de las SA, un hombre que había participado en el linchamiento a muerte de un chico judío de trece años. Supongo que la circunstancia de habérselo cargado en un gimnasio de Dessau fue la palanca definitiva de méritos deportivos que catapultó a Von Tschammer und Osten.

– Muchas gracias. Me ha sido usted muy útil.

– Debe de ser agradable trabajar en el Adlon.

– Puede que se lo parezca, pero lo único que lo diferencia del infierno es que las puertas de los dormitorios tienen cerradura.

Era una de las máximas que le había oído a Hedda Adlon, la mujer del propietario. Me gustaba mucho esa mujer. Teníamos un sentido del humor muy parecido, aunque ella más desarrollado que yo. Hedda Adlon lo tenía todo más desarrollado que yo.