Volví al hotel, llamé a Otto Trettin y le conté parte de lo que había descubierto en el museo.
– Es decir, que ese tal Reles -dijo Otto-, el cliente del hotel, parece que era el dueño legítimo de la caja.
– Depende de lo que consideres legítimo.
– En cuyo caso, la joven taquimecanógrafa, la que se fue a Danzig…
– Ilse Szrajbman.
– Tal vez robase la caja, a fin de cuentas.
– Tal vez, pero tendría sus razones.
– Porque sí, ¿no?
– No, es que la conozco, Otto, y también he conocido a Max Reles.
– ¿Qué quieres decir?
– Me gustaría averiguar más cosas antes de que te vayas a Danzig a acusar a nadie.
– Y a mí me gustaría pagar menos impuestos y hacer más el amor, pero no puede ser. ¿Qué te importa a ti que vaya a Danzig?
– Los dos sabemos que si vas, tienes que arrestar a alguien para justificar los gastos, Otto.
– Es verdad, el hotel Deutsches Haus de Danzig es bastante caro.
– Entonces, ¿por qué no llamas primero a la KRIPO local? A lo mejor encuentras a alguien allí que quiera ir a hacerle una visita a la chica. Si de verdad tiene la caja, tal vez la convenzan de que la devuelva.
– ¿Y qué saco yo con eso?
– No sé; nada, seguramente, pero es judía y los dos sabemos lo que le pasará si la detienen. La mandarán a un campo de concentración o a esa cárcel que tiene la Gestapo en Tempelhof. Columbia Haus. No se lo merece, es sólo una cría, Otto.
– Te estás volviendo blando. Lo sabes, ¿verdad?
Pensé en Dora Bauer y en que la había ayudado a dejar el fulaneo.
– Eso parece.
– Me apetecía tomar el aire marino.
– Pásate por el hotel cuando quieras: le diré al chef que te prepare un buen plato de arenques de Bismarck. Te juro que te transportan a la isla de Rügen.
– De acuerdo, Bernie. Me debes una.
– Claro, y me alegro, créeme. Si fueses tú el deudor, no estoy seguro de que nuestra amistad pudiese aguantar el peso. Llámame si te enteras de algo.
El Adlon solía funcionar como un gran Mercedes oficiaclass="underline" un coloso suevo con carrocería artesanal, piel cosida a mano y seis Continental AG enormes. No se me puede atribuir el mérito a mí, pero me tomo mis deberes -de rutina en su mayoría- con bastante seriedad. También yo tenía mi máxima: «Llevar un hotel consiste en predecir el futuro y evitar que suceda», conque miraba el registro de clientes a diario, sólo por si descubría algún nombre que me saltase a la vista como posible fuente de problemas. Nunca los había, si descontamos al rey Prajadhipok con su petición de que el chef le preparase un plato de hormigas y saltamontes, y al actor Emil Jannings, aficionado a propinar sonoras azotainas en el culo a actrices jóvenes con un cepillo del pelo.
Sin embargo, el programa de actividades era otra cosa. Los actos empresariales que se celebraban en el Adlon solían ser lujosos, a menudo corría el alcohol y, a veces, las cosas se extralimitaban un poco. Aquel día en particular había previstos dos encuentros de hombres de negocios. En el Salón Beethoven se desarrollaba durante todo el día la reunión de representantes del Frente Obrero Alemán; por la noche -por una coincidencia que no me pasó por alto después de haber ido al Ministerio del Interior- los miembros del Comité Olímpico Alemán, entre quienes se contaban Hans von Tschammer und Osten y Breitmeyer, coronel de las SS, ocuparían el Salón Raphael, donde se servirían bebidas y la cena.
De los dos encuentros, sólo esperaba complicaciones con el del DAF, el Frente Obrero, que era la organización nazi que había tomado el poder en el movimiento sindical. Su secretario general era el doctor Robert Ley, antiguo químico, aficionado a las juergas etílicas y a la caza de mujeres, sobre todo cuando la cuenta corría a cargo del contribuyente. Los secretarios regionales del Frente Obrero solían invitar a prostitutas al Adlon y no era raro ver y oír a hombres corpulentos haciendo el amor con las putas en los lavabos. Se los identificaba enseguida por sus guerreras de color marrón claro y los brazaletes rojos, lo cual me hizo pensar que los oficiales nazis y los faisanes tenían algo en común. No era necesario saber nada personal de ellos para que te entrasen ganas de descerrajar un tiro a alguno.
Resultó que Ley no se presentó y los delegados del DAF se comportaron más o menos impecablemente: sólo uno vomitó en la alfombra. Tendría que haberme dado por satisfecho, supongo. Como empleado del hotel, yo también pertenecía al Frente Obrero. No sabía exactamente qué obtenía a cambio de mis cincuenta pfennigs semanales, pero en Alemania era imposible encontrar trabajo si no estabas afiliado. Deseaba que llegase el día de poder desfilar orgullosamente por Nuremberg con una pala brillante al hombro y, ante el Guía, consagrar mi persona y mi empleo en el hotel al concepto de trabajo, ya que no a su realidad. Sin duda, Fritz Muller, el otro detective fijo del Adlon, opinaba lo mismo. Cuando andaba él por allí, era imposible no tener en cuenta la verdadera importancia del trabajo en la sociedad alemana. Y también cuando no estaba presente, porque Muller rara vez daba un palo al agua. Le había pedido que vigilase el Salón Raphael, que parecía lo más fácil, pero cuando empezó el jaleo, no hubo forma de dar con él y Behlert acudió a mí en busca de ayuda.
– Hay problemas en el Salón Raphael -me dijo sin aliento.
Mientras cruzábamos el hotel a paso rápido -a todos los empleados les estaba prohibido correr por el Adlon-, intenté que Behlert me contase exactamente quiénes eran esos hombres y de qué había tratado la reunión. Algunos de los nombres del Comité Olímpico eran como para no meterse con ellos sin haber leído antes la vida de Metternich, pero lo que me contó Behlert fue tan poco ilustrativo como la copia de Raphael que Von Menzel había hecho en el salón que llevaba el nombre del pintor clásico.
– Tengo entendido que al principio de la velada había también algunos miembros del comité -dijo, al tiempo que se enjugaba la frente con un pañuelo del tamaño de una servilleta-. Funk, de Propaganda, Conti, del Ministerio del Interior, y Hans von Tschammer und Osten, el director de Deportes. Sin embargo ahora prácticamente sólo quedan hombres de negocios de toda Alemania. Y Max Reles.
– ¿Reles?
– Es el anfitrión.
– En tal caso, no hay problema -dije-. Por un momento pensé que alguno de ellos podría querer complicarnos las cosas.
Al acercarnos al Salón Raphael oímos gritos. De repente, se abrieron las dos hojas de la puerta y salieron dos hombres muy enfurecidos. Llámenme bolchevique, si quieren, pero, a juzgar por el tamaño de sus respectivos estómagos, supe que eran hombres de negocios alemanes. Uno llevaba torcida la pajarita negra, a un lado de lo que podríamos llamar su ridículo cuello, de donde salía un rostro rojo como las banderitas nazis de papel que, colgadas entre varias olímpicas, adornaban un atril situado al lado de las puertas. Por un momento pensé en preguntarle qué había pasado, pero sólo habría conseguido que me pisotease, como si una plantación de té intentase contener a un elefante loco.
Behlert entró detrás de mí y, en cuanto Reles y yo cruzamos una mirada, le oí decir algo sobre Laurel y Hardy antes de que su severo rostro esbozase una sonrisa y su recio corpachón adoptase una actitud de disculpa, apaciguadora, casi diplomática, que no habría avergonzado ni al mismísimo príncipe Metternich.
– Todo ha sido un gran malentendido -dijo-. ¿No están ustedes de acuerdo, caballeros?
Podría haberlo creído, de no haber sido por lo revuelto que tenía el pelo y por la sangre de la boca.
Con una mirada, Reles buscó apoyo entre sus compañeros de mesa. En alguna parte, entre un cumulonimbo de humo de puros, murmuraron con desaliento varias voces, como un cónclave papal que se hubiese olvidado de pagar al deshollinador de la Capilla Sixtina.