– ¿Lo ven? -Reles levantó sus manazas en el aire como si lo hubiese yo apuntado con una pistola y, no sé por qué, tuve la sensación de que, de haber sido así, él habría reaccionado de la misma forma. Ese hombre habría sabido mantener la calma incluso en manos de un dentista borracho con la fresa en la mano-. Una tormenta en una taza de té. -En alemán no sonaba bien y, con un chasquido de sus gruesos dedos, añadió-: Es decir, una tormenta en un vaso de agua, ¿es eso?
Behlert asintió rotundamente.
– Sí, eso es, Herr Reles -dijo- y permítame que le diga que tiene usted un excelente nivel de alemán.
Sin que viniera a cuento, Reles pareció avergonzarse.
– Pues hay que reconocer que es una lengua dificilísima de dominar -dijo-, teniendo en cuenta que debió de inventarse para hacer saber a los trenes el momento en que debían salir de la estación.
Behlert sonrió afectadamente.
– Sea como fuere -dije al tiempo que cogía del mantel una de las muchas copas rotas-, parece que tormenta sí que ha habido, y de Bohemia, por más señas. Valen cincuenta pfennigs cada una.
– Naturalmente, pagaré todos los desperfectos. -Reles me señaló y sonrió a sus invitados, que parecían complacientes-. ¿Pueden creérselo? ¡Este tipo quiere que pague los desperfectos!
La imagen viva de la satisfacción es un hombre de negocios alemán con un puro.
– ¡Ah, nada de eso, Herr Reles! -dijo Behlert y me lanzó una mirada de reproche, como si tuviese yo barro en los zapatos o algo peor-. Gunther, si Herr Reles dice que ha sido un accidente, no hay necesidad de llevar las cosas más allá.
– No ha dicho que fuese un accidente, sino un malentendido, que es justo lo que va del error al delito.
– ¿Esa frase es de su Gaceta Policiaca de Berlín? -Reles cogió un puro y lo encendió.
– Quizá debería serlo. Claro que, si lo fuera, yo seguiría siendo un policía de Berlín.
– Sólo que no lo es. Usted trabaja en este hotel, en el que el cliente soy yo, y un cliente que gasta mucho, me permito añadir. Herr Behlert, diga al sumiller que nos traiga seis botellas de su mejor champán.
Se oyó un rotundo murmullo de aprobación en la mesa, pero ninguno de los comensales quería mirarme a los ojos; no eran más que un puñado de caras bien alimentadas y bien regadas que sólo pensaban en volver a abrevar. Un retrato de grupo de Rembrandt en el que todo el mundo se hacía el desentendido: Los síndicos del gremio de los pañeros. Fue entonces cuando lo vi sentado al fondo de la sala, como Mefistófeles esperando pacientemente una palabra silenciosa de Fausto. Llevaba smoking, como los demás, y salvo por su cara de saco de arena, satírica y grotesca, y la circunstancia de que estaba limpiándose las uñas con una navaja de resorte, parecía casi respetable. Como el lobo de Caperucita disfrazado de abuelita.
Jamás olvido una cara, sobre todo la de un hombre que había dirigido un ataque armado de las SA a miembros de un club social obrero que celebraban un baile en el Eden Palace de Charlottenburg. Cuatro muertos, entre ellos, un amigo mío de mi antigua escuela. Probablemente se cargase a mucha gente más, pero la que yo recordaba en particular era aquélla, la del 23 de noviembre de 1930. Además, me vino su nombre a la cabeza: Gerhard Krempel. Había pasado una temporada en la cárcel por aquello, al menos hasta que los nazis entraron en el gobierno.
– Pensándolo bien, que sean doce botellas.
En circunstancias normales, habría dicho algo a Krempel -un epíteto ingenioso o algo peor-, pero a Behlert no le habría gustado. En las guías Baedeker no estaba bien visto que un empleado de hotel soltase un puñetazo en la garganta a un cliente. Y, por lo que hacía a nosotros, Krempel era el nuevo ministro de Igualdad de Condiciones y Deportividad. Por otra parte, Behlert ya me estaba encaminando hacia la puerta del Salón Raphael, es decir, mientras pedía perdón a Max Reles y le hacía inclinaciones de cabeza.
En el Adlon siempre se pedía perdón a los clientes, no se les presentaban excusas. Era otra de las máximas de Hedda Adlon, pero ésa era la primera vez que veía a un empleado pidiendo perdón por interrumpir una pelea. Porque a mí no me cabía ninguna duda de que Max Reles había golpeado al hombre que se había marchado antes ni de que éste le había devuelto el golpe. La verdad es que esperaba que así hubiese sido. No me habría importado sacudirle un puñetazo yo también.
Una vez fuera del salón, Behlert se me encaró de mal humor.
– Por favor, Herr Gunther, ya sé que le parece que su trabajo consiste en esto, pero procure no olvidar que Herr Reles ocupa la suite Ducal y, por lo tanto, es un huésped muy importante.
– Ya lo sé. Acabo de oírle pedir una docena de botellas de champán. De todos modos, se ha buscado algunas malas compañías.
– Tonterías -dijo Behlert y, sacudiendo la cabeza, se fue a llamar a un sumiller-. Tonterías, tonterías.
Tenía razón, desde luego. Al fin y al cabo, en la nueva Alemania de Hitler, estábamos todos en malísima compañía. Y tal vez la del Guía fuese la peor.
9
La habitación 210 estaba en el segundo piso, en el ala de Wilhelmstrasse. Costaba quince marcos la noche y tenía cuarto de baño incorporado. Era una bonita habitación, unos metros más espaciosa que mi apartamento.
Cuando llegué eran algo más de las doce del mediodía. Había un cartel de no molesten colgado en la puerta y una tarjeta rosa con un aviso de que el cliente tenía un mensaje en recepción. Se llamaba Herr Doctor Heinrich Rubusch y, por lo general, la camarera de piso no lo habría molestado, si no hubiera sido porque el ocupante debía dejar el hotel a las once. La mujer llamó a la puerta, pero no contestó nadie, en vista de lo cual intentó entrar en la habitación; fue entonces cuando se dio cuenta de que la llave estaba puesta en la cerradura por dentro. Después de llamar inútilmente varias veces más, informó a Herr Pieck, el subdirector, el cual, temiéndose lo peor, me llamó a mí.
Fui a la caja fuerte del hotel a buscar una llave falsa de las que se guardaban allí: una sencilla herramienta metálica del tamaño de un diapasón, ideada para poder introducirla en cualquier cerradura del hotel y hacer girar la llave puesta por el otro lado. Había seis en total, pero faltaba una, lo cual probablemente querría decir que la tenía Muller, el otro detective, porque se le habría olvidado devolverla. Normaclass="underline" Muller era un poco borrachín. Cogí otra y me fui al segundo piso.
Herr Rubusch seguía en la cama. Tenía yo esperanzas de que se despertase, nos diese unas voces y nos dijese que nos largáramos y lo dejásemos dormir, pero no fue así. Le tomé el pulso en la carótida, pero estaba tan gordo que desistí; le desabroché la casaca del pijama y acerqué el oído al fiambre de jamón que tenía por pecho.
– ¿Aviso al doctor Küttner? -preguntó Pieck.
– Sí, pero dile que no hay prisa. Está muerto.
– ¿Muerto?
Me encogí de hombros.
– Estar en un hotel se parece un poco a la vida: hay que marcharse en algún momento.
– ¡Ay, Dios! ¿Está seguro?
– Ni el barón Frankenstein haría moverse a este personaje.
La camarera, que estaba en el umbral, empezó a persignarse. Pieck le dijo que fuese inmediatamente a buscar al médico de la casa.
Olí el vaso de agua que había en la mesilla de noche. Contenía agua. El muerto tenía las uñas limpias y arregladas como si acabara de hacerse la manicura. No se veía sangre en ninguna parte del cuerpo ni en la almohada.
– Parece muerte natural, pero esperemos a Küttner. No me pagan ningún plus por hacer diagnósticos sobre la marcha.
Pieck se acercó a la ventana y empezó a abrirla.
– Yo que usted no lo haría -dije-. A la policía no le va a gustar.
– ¿A la policía?