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– Cuando se encuentra un cadáver, la policía quiere saberlo. Así es la ley o, al menos, así era. Aunque ahora los muertos proliferan tanto que quién sabe. Por si no lo habían notado, esta habitación huele mucho a perfume. Blue Grass, de Elizabeth Arden, si no yerro. Sin embargo, no creo que lo usara este hombre, lo cual significa que tal vez estuviese acompañado cuando se fue al otro barrio. Por eso, la policía preferirá encontrarse las cosas tal como están ahora, con la ventana cerrada.

Fui al cuarto de baño y eché una ojeada al ordenado repertorio de artículos masculinos de aseo: la típica parafernalia de viaje. Una de las toallas de manos estaba manchada de maquillaje. En la papelera había un pañuelo de papel con una marca de lápiz de labios. Abrí el neceser del hombre y encontré un frasco de pastillas de nitroglicerina y una caja de Fromms de tres unidades. La abrí, vi que faltaba una y saqué un papelito doblado en el que se leía: por favor, pásame discretamente una caja de fromms. Levanté la tapa del retrete y miré el agua. Allí no había nada. En la papelera del escritorio encontré un envoltorio de Fromms vacío. Hice todo lo que habría hecho un detective, salvo un comentario chistoso de mal gusto. Eso lo dejé para el doctor Küttner.

Cuando el médico entró por la puerta, estuve a punto de decirle la causa probable de la muerte, pero, por cortesía profesional, me contuve hasta que se hubiese ganado él el sueldo.

– La gente no suele enfermar de gravedad en un hotel caro, ya sabe -dijo-. A quince marcos la noche, suelen esperar a volver a casa para ponerse enfermos de verdad.

– Éste no va a volver -dije.

– Está muerto, ¿verdad? -dijo Küttner.

– Eso empieza a parecer, Herr Doctor.

– Voy a ganarme mis honorarios, para variar, digo yo.

Sacó el estetoscopio y se puso a buscar los latidos del corazón.

– Es mejor que me vaya a informar a Frau Adlon -dijo Pieck y salió de la habitación.

Mientras Küttner hacía su trabajo, yo eché otro vistazo al cadáver. Rubusch era un hombre grande y obeso, con el cabello corto y rubio y la cara más gorda que un niño de cien kilos. En la cama, visto de lado, parecía una estribación de las montañas Harz. No era fácil identificarlo sin ropa, pero estaba seguro de que me resultaba familiar por algo más que por ser cliente del hotel.

Küttner se irguió y asintió, aparentemente satisfecho.

– Diría que lleva muerto varias horas -miró el reloj de bolsillo y añadió-. Hora de la muerte, entre la medianoche y las seis de la mañana.

– En el cuarto de baño hay pastillas de nitroglicerina, doctor -dije-. Me he tomado la libertad de registrar las pertenencias de este hombre.

– Seguramente tenía hipertrofia cardiaca.

– Hipertrofia general, por lo que veo -dije, al tiempo que le pasaba el papelito doblado- y me refiero a todo. En el cuarto de baño hay una caja de tres y falta uno. Eso, además de una toalla un poco manchada de maquillaje y el olor de perfume que flota en el ambiente, me indica que quizá pasara algunos minutos muy felices en las últimas horas de su vida.

A esas alturas ya me había fijado en un sujetapapeles con billetes nuevos que había en el escritorio y cada vez me convencía más mi teoría.

– No creerá que murió en brazos de ella, ¿verdad? -preguntó Küttner.

– No. La puerta estaba cerrada por dentro.

– En tal caso, este pobre hombre pudo haber tenido una relación sexual, despedir a la chica, cerrar la puerta, meterse en la cama y expirar, después de todo el ejercicio y la excitación.

– Me ha convencido.

– Lo útil de ser médico de hotel es que la gente como usted nunca ve muchos enfermos en mi consultorio, de donde se deduce que en realidad lo hago bien.

– ¿Y no es así?

– Sólo algunas veces. La práctica de la medicina suele reducirse a una sola receta: encontrarse mucho mejor por la mañana.

– A él no le va a pasar eso.

– Hay formas peores de diñarla, supongo -dijo Küttner.

– No; si estás casado, no.

– ¿Lo estaba él?

Levanté la mano izquierda al difunto y enseñé al doctor la alianza de oro.

– No se le escapa nada, ¿eh, Gunther?

– No mucho, salvo la antigua República de Weimar y un cuerpo de policía decente que atrape delincuentes, en vez de darles empleo.

Küttner no era liberal, pero tampoco nazi. Hacía uno o dos meses, lo había encontrado en el lavabo de hombres llorando por la reciente muerte de Paul von Hindenburg. De todos modos, mi comentario pareció alarmarlo y miró un momento el cadáver de Heinrich Rubusch como si pudiese informar a la Gestapo de mi conversación.

– Tranquilo, doctor. Ni la Gestapo ha encontrado la forma de hacer hablar a los muertos.

Bajé al vestíbulo y recogí el mensaje de Rubusch, que era simplemente de Georg Behlert, para decirle que deseaba que su estancia en el Adlon hubiese sido agradable. Estaba yo comprobando la lista de turnos cuando, por el rabillo del ojo, vi a Hedda Adlon, que venía por el vestíbulo hablando con Pieck. Fue la señal de que debía averiguar más cosas rápidamente, antes de que ella viniese a hablar conmigo. Hedda Adlon parecía tener muy buena opinión de mis habilidades y yo no quería que la cambiase. La clave de lo que hacía para ganarme la vida consistía en tener respuestas concisas para preguntas que los demás ni siquiera se habían planteado. Una actitud omnisciente es muy útil para un dios… y para un detective, por cierto. Naturalmente, en el caso del detective, la omnisciencia es una ilusión. Platón lo sabía y por eso, entre otras cosas, era mejor escritor que sir Arthur Conan Doyle.

Sin ser visto por la dueña del hotel, me colé en el ascensor.

– ¿Qué piso? -preguntó el chico. Se llamaba Wolfgang y tenía unos sesenta años.

– Usted suba.

Con suavidad, los guantes blancos de Wolfgang se pusieron en movimiento como las manos de un mago y, a medida que subíamos hacia el paraíso de Lorenz Adlon, se me encogió el estómago.

– ¿Se le ha ocurrido algo, Herr Gunther?

– ¿Anoche vio subir al segundo a alguna chica alegre?

– En este ascensor suben y bajan muchas chicas, Herr Gunther. Doris Duke, Barbara Hutton, la embajadora soviética, la reina de Siam, la princesa Mafalda… Enseguida se nota qué y quién es cada una, pero algunas de las actrices, estrellas de cine y coristas que vienen por aquí me parecen fulanas. Supongo que por eso soy el chico del ascensor y no el detective de la casa.

– Tiene razón, desde luego.

Me devolvió la sonrisa.

– Un hotel elegante se parece un poco al escaparate de una joyería. Se ve todo lo que hay. Eso me recuerda algo. Hacia las dos de la madrugada vi a Herr Muller en las escaleras hablando con una señora. Puede que fuera una fulana, sólo que llevaba diamantes hasta en la diadema. Por eso no creo que lo fuese. Es decir, si llevaba encima un dineral, ¿por qué iba a dejar que le sobasen el conejo? Por otra parte, si era una busconcilla suelta, ¿qué hacía hablando con un cara culo como Muller? Con perdón.

– Perdonado. Es un cara culo. ¿La señora era rubia o castaña?

– Rubia, rubísima.

– Menos mal -dije.

Mentalmente, eliminé a Dora Bauer de la lista de posibles sospechosas: tenía el pelo corto y castaño y no era de las que podían permitirse una diadema de diamantes.

– ¿Algo más?

– Se había echado mucho perfume. Olía muy bien, parecía Afrodita en persona.

– Me la imagino. ¿La llevó usted?

– No, debió de ir por las escaleras.

– O, simplemente, se montó en un cisne y se fue volando por la ventana. Es lo que habría hecho Afrodita.

– ¿Me está llamando mentiroso, señor?

– No, en absoluto, sólo romántico incurable y amante de las mujeres en general.

Wolfgang sonrió.

– Eso sí que lo soy, señor.

– Y yo.

Muller estaba en el despacho que compartíamos, que era prácticamente lo único que teníamos en común. Me aborrecía y, de haberme tomado la molestia, yo también lo habría aborrecido a él. Antes de entrar en el Adlon, era agente del cuerpo de policía de Potsdam: un gorila uniformado con aversión instintiva a los investigadores del Alex, como yo. También había estado en el Freikorps y era más derechista que los nazis, otro motivo para aborrecerme: odiaba a los republicanos como el dueño de un trigal a las ratas. De no haber sido por su afición a la bebida, habría podido quedarse en la policía. Sin embargo, se retiró pronto, se subió al tren de la abstinencia hasta conseguir trabajo en el Adlon y luego volvió a beber. Casi siempre lo llevaba bien, eso se lo reconozco. Casi siempre. A título de obligación laboral, podría haberme propuesto echarlo de allí, pero no había sido así. Al menos, no hasta ahora. Como era lógico, los dos sabíamos que Behlert o cualquiera de los Adlon no tardarían mucho en encontrarlo borracho en el trabajo. Yo esperaba que sucediese sin mi intervención, aunque sabía que, si no llegaba a suceder, probablemente sabría vivir con la decepción.