Estaba dormido en la silla. En el suelo, al lado de su pie, había media botella de Bismarck y tenía en la mano un vaso vacío. No se había afeitado y de la nariz y la garganta le salía un ruido como de arrastrar por un suelo de madera una cómoda pesada. Parecía que se hubiera colado en el banquete de una boda campesina de Brueghel. Metí la mano en el bolsillo de su abrigo y le saqué la cartera. Dentro había cuatro billetes nuevos de cinco marcos, cuyo número de serie coincidía con el de los billetes que había visto en la habitación de Rubusch. Me imaginé que la chica alegre se la habría proporcionado Muller, o bien que se había dejado sobornar por ella después. Volví a meterlos en la cartera, se la guardé de nuevo en el bolsillo y le di un puntapié en el tobillo.
– ¡Oye, Sigmund Romberg! ¡Despierta!
Muller se movió, olisqueó el aire y soltó una bocanada que olía a suelo mohoso. Se limpió la rasposa barbilla con la mano y miró sediento alrededor.
– Lo tienes junto al pie izquierdo -dije.
Miró la botella e hizo como si no la viese, pero de manera poco convincente. Si hubiera querido hacerse pasar por Federico el Grande, no le habría quedado tan falso.
– ¿Qué quieres?
– Gracias, para mí es un poco pronto, pero adelante, échate un trago tú, si te ayuda a pensar. Yo me quedo aquí a mirar, me lo paso en grande imaginándome la pinta que debe de tener tu hígado. Apuesto a que tiene una forma muy interesante. A lo mejor debería dibujarlo. De vez en cuando pinto algo abstracto. A ver, por ejemplo, Bodegón de hígado y cebollas. Las cebollas podrían ser tus sesos, ¿de acuerdo?
– ¿Qué quieres?
Lo dijo en un tono más siniestro, como si estuviera preparándose para darme un puñetazo, pero yo no bajaba la guardia, me movía por la habitación como un maestro de baile, por si tenía que soltarle un mamporro. Casi deseaba que lo intentase para poder soltárselo. Quizás un buen derechazo en la mandíbula le devolviese la sobriedad.
– Y ya que hablamos de formas interesantes, ¿qué me dices de la zorrita que estuvo aquí anoche? La que llevaba una diadema de diamantes y fue de visita a la habitación dos diez, la de Rubusch, Heinrich Rubusch. ¿Fue él quien te dio los cuatro billetes o se los sacaste a la gatita en el pasillo? Por cierto, si casualmente te estás preguntando por qué meto las narices donde no me llaman, es porque Rubusch ha muerto.
– ¿Quién dice que me han dado cuatro billetes?
– Es enternecedora la preocupación que demuestras por los clientes del hotel, Muller. El número de serie de esos cuatro billetes nuevos que tienes en la cartera coincide con el del fajo que hay en la mesilla de la habitación del muerto.
– ¿Me has mirado la cartera?
– Quizá te intrigue por qué te he contado que te he mirado la cartera. La cuestión es que podía haber venido aquí con Behlert, Pieck o incluso uno de los Adlon y haber encontrado esos billetes con público delante, pero no ha sido así. Ahora, pregúntame por qué.
– De acuerdo, te sigo el juego. ¿Por qué?
– No quiero que te echen, Muller, sólo que te largues del hotel. Te ofrezco la posibilidad de despedirte voluntariamente. A lo mejor así hasta te dan referencias, ¿quién sabe?
– Supongamos que me niego.
– En tal caso, iría a buscarlos. Naturalmente, cuando volviéramos, te habrías deshecho de los billetes, pero daría igual, porque no te despedirían por eso, sino porque estás como una cuba. La verdad es que hueles tanto a alcohol que el ayuntamiento está pensando en mandar aquí a un olfateador de gas a comprobarlo.
– Como una cuba, dice éste. -Muller cogió la botella y la vació-. ¿Qué esperas, en un trabajo así, sin nada que hacer? ¿A qué va a dedicarse uno todo el día, si no bebe?
En eso estuve a punto de darle la razón. El trabajo era aburrido, yo también me aburría como una lagartija al sol.
Muller miró la botella vacía y sonrió.
– Parece que necesito otro impulso para levantarme. -Me mi-ró-. Te crees muy listo, ¿verdad, Gunther?
– Con la dotación intelectual que tienes, Muller, comprendo que te lo pueda parecer, pero todavía ignoro muchas cosas. Por ejemplo, la chica ésa. ¿La trajiste tú al hotel o fue Rubusch?
– ¿Dices que está muerto?
Asentí.
– No me extraña. Uno gordo y grande, ¿no?
Asentí de nuevo.
– Vi a la chica en las escaleras y pensé que podía sacudir el árbol a ver si caía algo, ¿sabes? -Se encogió de hombros-. ¿Quién sobrevive, con veinticinco marcos a la semana? Dijo que se llamaba Angela, pero no sé si es verdad o no, no le pedí la documentación. Veinte marcos me parecieron identificación suficiente, por lo que a mí respecta. -Sonrió-. Además estaba muy buena. No se ven busconas tan guapas como ésa. Era un auténtico bombón. El caso es que, como ya he dicho, no me extraña que el gordo esté muerto. Sólo de mirar a esa tía, se me puso el corazón a cien.
– ¿Y fue entonces cuando lo viste? ¿Al mismo tiempo que a ella?
– No. A él lo había visto esa misma noche, pero antes, en el bar y en el Salón Raphael.
– ¿Estaba en la fiesta del Comité Olímpico?
– Sí.
– ¿Y tú dónde estabas? ¿No tenías que estar vigilándolos un poco?
– ¿Qué quieres que te diga? -contestó, irritado-. Eran hombres de negocios, no estudiantes. Los dejé seguir con lo suyo. Me fui a la cervecería de la esquina de Behrenstrasse y Friedrichstrasse (Pschorr Haus) y me mamé. ¿Cómo iba yo a saber que habría problemas?
– Desea lo mejor y espera lo peor. Así es este trabajo, colega. -Saqué mi pitillera y la abrí delante de su fea cara-. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Una carta de renuncia o la puntera del Oxford de Louis Adlon clavada a fondo en el culo?
Cogió un cigarrillo y hasta le di fuego, sólo por ser sociable.
– De acuerdo, tú ganas. Renunciaré, pero no somos amigos.
– De acuerdo. Seguramente lloraré un poco esta noche, cuando llegue a casa, pero creo que podré superarlo.
Iba cruzando el vestíbulo de la entrada cuando Hedda Adlon me llamó la atención con un gesto de la mandíbula y pronunciando mi nombre completo. Ella era la única persona que pronunciaba mi nombre de pila como si de verdad significase lo que significa, «oso valiente», aunque, en realidad, se discute si la partícula hard no querrá decir en realidad «temerario».
La seguí, a ella y a los dos pequineses que siempre la acompañaban, hasta el despacho del subdirector del hotel, que era el suyo. Cuando Louis, su marido, se ausentaba -cosa frecuente en cuanto se levantaba la veda de caza-, era ella quien se encargaba de todo.
– A ver -dijo al tiempo que cerraba la puerta-, ¿qué sabemos del pobre Herr Rubusch? ¿Ha llamado usted a la policía?
– No, todavía no. Iba hacia el Alex cuando me ha llamado usted. Quería contárselo a la policía personalmente.