– ¡Ah! ¿Y por qué?
Hedda Adlon tenía treinta y pico años, era mucho más joven que su marido. Aunque había nacido en Alemania, había pasado gran parte de su juventud en los Estados Unidos y hablaba alemán con un leve acento americano. Igual que Max Reles, pero ahí se terminaba el parecido. Era rubia y tenía un tipo completamente alemán, pero estupendo, tanto como varios millones de marcos. Es imposible tener un tipo más estupendo. Le gustaba hacer fiestas y cabalgar -había participado con entusiasmo en la caza del zorro, hasta que Hermann Goering prohibió la caza con perros en Alemania- y era muy sociable, lo cual debió de ser uno de los motivos por los que Louis Adlon, quien hablaba muy poco, se había casado con ella. Daba al hotel una nota más de encanto, como nácar incrustado en las puertas del paraíso. Sonreía mucho, se le daba bien hacer que la gente se encontrase a gusto y sabía hablar con cualquiera. Me acordé de una cena en el Adlon, en la que ella estaba sentada al lado de un jefe pielrroja que llevaba su tocado nativo completo: habló con él durante toda la velada como si se tratase del embajador de Francia. Desde luego, cabe la posibilidad de que en realidad lo fuese. A los franceses -sobre todo a los diplomáticos- les encanta lucir sus plumas y condecoraciones.
– Iba a preguntar a la policía si sería posible llevar el asunto con discreción, Frau Adlon. A juzgar por las apariencias, Herr Doctor Rubusch, que era casado, había estado con una joven en su habitación poco antes de su muerte. A ninguna viuda le gustaría recibir la noticia de su viudedad con una postdata de esa clase. Al menos, según mi experiencia. Así pues, por el bien de ella y por el buen nombre del hotel, tenía esperanzas de poner el asunto directamente en manos de un investigador de Homicidios que es antiguo amigo mío, una persona con el tacto suficiente para tratar el caso con delicadeza.
– Es usted muy considerado, Bernhard, y se lo agradecemos mucho, pero, ¿ha dicho usted homicidio? Creía que se trataba de muerte natural.
– Aunque hubiese muerto en la cama y con la Biblia en las manos, tendrá que haber una investigación de Homicidios. Es la ley.
– Pero, ¿está usted de acuerdo con el doctor Küttner en que ha sido muerte natural?
– Probablemente.
– Aunque, claro, no con la Biblia en las manos, sino con una joven. ¿Debo suponer que se refiere usted a una prostituta?
– Es muy posible. Les damos caza y las echamos del hotel como gatos, donde podamos y a la hora que podamos, pero no siempre es fácil. La nuestra llevaba una diadema de diamantes.
– Un bonito detalle -Hedda puso un cigarrillo en la boquilla-, e inteligente, porque, ¿quién va a enfrentarse a alguien que lleve una diadema de diamantes?
– Yo, quizá, si fuese un hombre quien la llevara.
Sonrió, encendió el cigarrillo, chupó la boquilla y después soltó el humo, pero sin tragárselo, como los niños cuando imitan a los adultos. Me recordó a mí mismo, que imito a los detectives y cumplo todos los pasos con el regusto de una auténtica investigación en la boca, pero poco más. Detective de hoteclass="underline" términos contradictorios, en realidad, como nacionalsocialismo, pureza racial o superioridad aria.
– Bien, si no hay nada más, sigo mi camino hacia el Alex. Los chicos de Homicidios son un poco diferentes de la mayoría de la gente. Quieren saber las malas noticias cuanto antes.
10
Naturalmente, gran parte de lo que había contado a Hedda Adlon eran tonterías. No tenía ningún viejo amigo en Homicidios. Ya no. Otto Trettin estaba en Fraude y Falsificación y Bruno Stahlecker en Inspección G, la sección juvenil. Ernst Gennat, que llevaba Homicidios, ya no era amigo mío. Dejó de serlo cuando la purga de 1933 y, desde luego, en Homicidios no había nadie con tacto para asuntos delicados. ¿De qué servía, a la hora de detener a judíos y a comunistas… cuando había tanto que hacer para construir la nueva Alemania? Y lo que es más, algunos polis de Homicidios eran peores que otros, auténticos gorilas, y lo que yo pretendía era evitarlos, por Frau Rubusch y Frau Adlon. Y por el buen nombre del hotel. Todo por cortesía de Bernie Gunther, héroe del Ciclo del Anillo, del bando de los buenos, especializado en matar dragones.
En el Alex, cerca del mostrador principal, vi a Heinz Seldte, el policía joven que parecía demasiado inteligente para llevar uniforme de schupo. Era un buen comienzo. Lo saludé cordialmente.
– ¿Qué investigadores están de turno en Homicidios? -pregunté.
Seldte no contestó. Ni siquiera me miró. Estaba totalmente concentrado en ponerse firme y miraba algo detrás de mí.
– ¿Has venido a entregarte por homicidio, Bernie?
Puesto que, en efecto, me había cargado a alguien hacía poco, me volví con toda la despreocupación de la que fui capaz, pero con el corazón desbocado, como si hubiese llegado corriendo desde Unter den Linden.
– Depende de a quién se suponga que me he cargado, señor. Se me ocurren dos o tres personas a las que pondría la mano encima con mucho gusto. Sólo por eso valdría la pena, siempre y cuando supiese que estaban muertos de verdad.
– Agentes de policía, tal vez.
– Ah, eso es mucho decir, señor.
– Veo que sigues siendo el mismo joven cabrón de siempre.
– Sí, señor, aunque ya no tan joven.
– Ven a mi despacho. Tenemos que hablar.
No discutí. Nunca es conveniente discutir con el jefe de la Policía Criminal de Berlín. En 1932, cuando estaba yo en el Alex, Erich Liebermann von Sonnenberg todavía no era más que un director de criminología. Fue el año en que se afilió al Partido Nazi, con lo cual se aseguró el ascenso con ellos a partir de 1933. A pesar de todo, yo lo respetaba por un motivo: siempre había sido un policía eficaz. Y por otro más: era amigo de Otto Trettin, además de coautor de su estúpido libro.
Entramos en su despacho y cerró la puerta.
– No es necesario que te recuerde quién ocupaba este despacho la última vez que estuviste aquí.
Miré alrededor. Habían pintado la habitación y ya no había linóleo en el suelo, sino una moqueta nueva. Había desaparecido de la pared el mapa de las incidencias de las SA contra la violencia roja y, en su lugar, se encontraba una vitrina llena de polillas marrones moteadas, del mismo tono que el pelo de Sonnenberg.
– Bernard Weiss.
– Un buen policía.
– Me alegra oírselo decir, señor, habida cuenta de las circunstancias de su renuncia.
Weiss era judío y lo habían obligado a dejar la policía y a huir de Alemania en 1932.
– Tú también eras un buen policía, Bernie. La diferencia es que probablemente tú podrías haberte quedado.
– En aquel momento no me apeteció.
– Bien, ¿qué te trae por aquí?
Le conté lo del muerto del Adlon.
– ¿Muerte natural?
– Eso parece. Sería de agradecer que los investigadores que se encarguen del caso ahorren a la viuda algunos detalles de las circunstancias de la muerte de su marido, señor.
– ¿Por algún motivo en particular?
– Forma parte de la calidad de los servicios que ofrece el Adlon.
– Como el cambio diario de toallas en las habitaciones con cuarto de baño, ¿no es eso?
– También hay que tener en cuenta el prestigio del hotel. Se-ría una lástima que la gente empezase a creer que somos la pensión Kitty.
Le hablé de la chica alegre.
– Voy a destinar unos hombres al caso. Inmediatamente. -Levantó el auricular del teléfono, soltó unas órdenes y, mientras esperaba, tapó el micrófono con la mano-. Rust y Brandt -dijo-. Los investigadores de turno.
– No me acuerdo de ellos.
– Les diré que tengan cuidado con los puntos de las íes. -Von Sonnenberg dio unas instrucciones por el micrófono y, cuando hubo terminado, colgó el auricular y me clavó una mirada inquisitoria-. ¿Te parece bien?
– Se lo agradezco, señor.
– Eso está por ver. -Me miró despacio y se recostó en la silla-. Entre tú y yo, Bernie, la mayoría de los investigadores que tenemos en la KRIPO no valen una mierda, Rust y Brandt incluidos. Siguen las reglas al pie de la letra porque no tienen agallas ni experiencia para saber que este trabajo es mucho más que lo que dice el reglamento. Un buen investigador necesita imaginación. Lo malo es que ahora eso parece hasta subversivo e indisciplinado y nadie quiere parecer subversivo. ¿Entiendes lo que digo?