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– Sí, señor.

Encendió un cigarrillo rápidamente.

– ¿Qué características te parece que debe reunir un buen investigador?

Me encogí de hombros.

– Saber que acierta cuando todos los demás se equivocan -sonreí-, aunque comprendo que tampoco eso encaja bien en estos tiempos. -Vacilé.

– Habla libremente. Aquí sólo estamos tú y yo.

– Perseverancia tenaz. No largarse cuando te lo dicen. Nunca he podido retirarme de una cosa por motivos políticos.

– En tal caso, deduzco que sigues sin ser nazi.

No contesté.

– ¿Eres antinazi?

– Ser nazi es seguir a Hitler. Ser antinazi es escuchar lo que dice.

Von Sonnenberg se rió.

– Da gusto hablar con alguien como tú, Bernie. Me recuerdas cómo era todo cuando estabas aquí. Los polis llamaban a las cosas por su nombre, eran policías de verdad. Supongo que tienes tus propias fuentes de información.

– Este trabajo no se puede hacer sin pegar el oído a la puerta del baño.

– El problema es que ahora todo el mundo es informador. -Von Sonnenberg sacudió la cabeza con pesadumbre-. Y me refiero a todo el mundo, lo cual significa que hay exceso de información y, cuando por fin se comprueba algún dato, ya es inútil.

– Tenemos el cuerpo de policía que nos merecemos, señor.

– Eres el único a quien se le podría perdonar semejante idea, pero no puedo quedarme sentado de brazos cruzados; no cumpliría con mi trabajo. Durante la República, el cuerpo berlinés de policía tenía fama de ser uno de los mejores del mundo.

– No es eso lo que dicen los nazis, señor.

– No puedo evitar el deterioro, pero puedo detenerlo.

– Me da la sensación de que va a someter mi gratitud a una dura prueba.

– Tengo aquí uno o dos investigadores que, con el tiempo, quizá lleguen a algo.

– Es decir, sin contar a Otto.

Von Sonnenberg volvió a reírse.

– Otto, sí. Bueno, Otto es Otto, ¿verdad?

– Siempre.

– Pero a éstos les falta experiencia, la clase de experiencia que tienes tú. Uno de ellos es Richard Bömer.

– Tampoco lo conozco, señor.

– No, claro, no sería posible. Es el yerno de mi hermana. Se me ha ocurrido que le vendría bien algún que otro consejo amistoso.

– No creo que se me dé bien hacer de tío, señor. No tengo hermanos, pero, si tuviese uno, seguro que las críticas ya habrían acabado con él. El único motivo por el que me quitaron el uniforme y me pusieron traje de paisano fue porque no servía para dirigir el tráfico de Potsdamer Platz. Mis consejos suenan como pegar a alguien en las manos con la regla. Ni siquiera me miro al espejo cuando me afeito, no vaya a ser que me mande a buscar un empleo de verdad.

– Un empleo de verdad, ¿tú? ¿Como qué, por ejemplo?

– He pensado en hacerme detective privado.

– Para eso necesitas un permiso judicial, en cuyo caso, necesitas el visto bueno de la policía. Para esas cosas viene bien que te eche una mano algún policía veterano.

No le faltaba razón; parecía que resistirse no serviría de nada. Me tenía exactamente donde quería, pinchado, como las polillas de la vitrina de la pared.

– De acuerdo. Pero no espere guantes blancos y cubiertos de plata. Si a ese tal Richard no le gustan las salchichas cocidas de Wurst Max, será una pérdida de tiempo para los dos.

– Desde luego. De todos modos, no sería mala idea que os conocieseis en cualquier sitio fuera del Alex, incluidos los bares de los alrededores. Preferiría evitarle reproches de cualquiera por andar en malas compañías.

– Me parece bien, pero no quiero que el yerno de su hermana se presente en el Adlon, con todo el respeto por su hermana y por usted, pero, en general, no les gusta que dé clases en el hotel.

– Claro. Pensemos en un sitio, un lugar neutral. ¿Qué tal Lustgarten?

Asentí.

– Voy a decir a Richard que te lleve el expediente de un par de casos en los que está trabajando. Casos abiertos. Sin pistas ni sospechosos. ¿Quién sabe? Tal vez puedas tú ayudarlo a cerrarlos. Un ahogado en el canal y aquel pobre poli tonto que se dejó matar. A lo mejor lo leíste en el Beobachter. August Krichbaum.

11

El Lustgarten, antiguo paisaje natural convertido en jardín, estaba rodeado por el viejo palacio real -al que antaño pertenecía-, el Museo Viejo y la catedral, pero en los últimos años había cumplido únicamente funciones de escenario de desfiles militares y concentraciones políticas. Yo mismo había acudido a una en febrero de 1933, cuando se congregaron allí doscientas mil personas en manifestación contra Hitler. Tal vez por eso, cuando los nazis llegaron al poder, ordenaron pavimentar los jardines y retirar la famosa estatua ecuestre de Federico Guillermo III, para poder celebrar allí desfiles militares y manifestaciones más espectaculares aún en honor del Guía.

Al llegar al enorme espacio vacío me di cuenta de que se me había olvidado dónde estaba la estatua y tuve que hacer un esfuerzo por recordar su antigua ubicación, para ir allí y dar media oportunidad de encontrarme al Kriminalinspector Richard Bömer, con quien había quedado por mediación de Liebermann von Sonnenberg.

Lo vi yo antes que él a mí: un hombre más bien alto que rozaba los treinta años, de pelo claro, con una cartera bajo el brazo, traje gris y un par de lustrosas botas negras que podían haberle hecho a medida en la escuela de policía de Havel. Alrededor de la gruesa boca, que parecía dispuesta a sonreír, se notaban profundas arrugas de las que se marcan con la risa. Tenía la nariz ligeramente torcida y una gruesa cicatriz en una ceja que parecía un puentecillo sobre un río dorado. Salvo por las orejas, que no tenían marcas de nada, parecía un joven y prometedor peso ligero que se hubiese olvidado de quitarse el protector de la boca. Al verme se acercó sin prisa.

– Hola.

– ¿Es usted Gunther?

Señaló en dirección sureste, hacia el palacio.

– Creo que estaba mirando hacia allí. Me refiero a Federico Guillermo III.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– Bien. Me gustan los hombres que se aferran a sus opiniones.

Se volvió señalando hacia el oeste.

– Lo trasladaron allí, detrás de aquellos árboles, que es donde llevaba diez minutos esperándolo. De pronto se me ocurrió que tal vez lo ignorase usted y, entonces, decidí venir aquí.

– ¿A quién se le puede ocurrir que se mueva un caballo de granito?

– A algún sitio tendrán que ir, digo yo.

– Eso es cuestión de opiniones. Vamos a sentarnos. Un poli nunca se queda de pie, si puede sentarse.

Fuimos andando hasta el Museo Viejo y nos sentamos en las escaleras, ante una larga fachada de columnas jónicas.

– Me gusta venir aquí -dijo-. Me recuerda lo que éramos y lo que volveremos a ser.

Lo miré inexpresivamente.

– Historia de Alemania, ya sabe -dijo.

– La historia de Alemania se reduce a una serie de bigotes ri-dículos -dije.

Bömer esbozó una sonrisa tímida y torcida de niño pequeño.

– Eso le haría mucha gracia a mi tío -dijo.

– Supongo que no te refieres a Liebermann von Sonnenberg.

– Ése es tío de mi mujer.

– Como si no bastara con tener al jefe de la KRIPO en el rincón esperándote con la esponja. A ver, ¿quién es ese tío tuyo? ¿Hermann Goering?

– Sólo quiero trabajar en Homicidios -dijo, avergonzado- y ser un buen policía.