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– He aprendido una cosa respecto a ser buen policía: no compensa tanto como ser malo. ¿Quién es tu tío?

– ¿Es importante?

– Sólo porque Liebermann me ha pedido que lo sea yo, por decirlo de alguna manera, y resulta que soy celoso. Si tienes otro tío tan importante como yo, quiero saberlo. Por otra parte, soy curioso y por eso me hice detective.

– Está en el Ministerio de Propaganda.

– No te pareces a Joey el Cojo, conque debes de referirte a otra persona.

– Bömer, el doctor Karl Bömer.

– Por lo visto, últimamente hace falta un doctorado para mentir a la gente.

Sonrió otra vez.

– Lo hace adrede, ¿verdad? Porque sabe que estoy afiliado al Par-tido.

– Como todo el mundo.

– Usted no.

– No he encontrado el momento, no sé por qué. Cada vez que iba a inscribirme, había una cola inmensa en la sede.

– Debería decirle una cosa: la masa protege.

– No, no protege. Estuve en las trincheras, mi joven amigo. Es tan fácil liquidar a un batallón como a un solo hombre y eran los generales quienes se aseguraban de ello, no los judíos. Ellos son quienes nos apuñalan por la espalda.

– El jefe me ha dicho que procure no hablar de política con usted, Gunther.

– Esto no es política, es historia. ¿Quieres saber la verdad sobre la historia de Alemania? Pues no hay verdad que valga en la historia de este país. Como la mía en el Alex. Nada de lo que hayas oído sobre mí es cierto.

– El jefe dijo que era usted un buen detective. Uno de los mejores.

– Aparte de eso.

– Dice que fue usted quien detuvo a Gormann, el estrangulador.

– Si hubiera sido difícil, el jefe me habría sacado en su libro. ¿Lo has leído?

Asintió.

– ¿Qué te pareció?

– Estaba escrito para policías.

– Te has equivocado de trabajo, Richard. Deberías ingresar en el cuerpo diplomático. Es un libro pésimo, no cuenta nada de lo que es la profesión de investigador. Aunque yo tampoco puedo contarte gran cosa, salvo, quizá, lo siguiente: un policía se da cuenta enseguida de si un hombre miente; lo verdaderamente difícil es saber cuándo dice la verdad. O tal vez esto otro: un policía es un hombre como otro cualquiera, pero un poco menos tonto que un delincuente.

– ¿Y sus métodos de investigación? ¿No podría contarme algo de eso?

– Mi método se parecía un poco a lo que decía el capitán general Von Moltke sobre el plan de batalla: no sobrevive al contacto con el enemigo. La gente es otra cosa, Richard, y se entiende que el homicidio también. Quizá si me hablases de algún caso en el que estés trabajando ahora… o, mejor aún: si has traído el expediente, le echaría un vistazo y te diría lo que pienso. El jefe se refirió a un caso abierto, sin pistas ni sospechosos. La muerte del policía. August Krichbaum, ¿no es eso? Quizá pudiera darte alguna indicación.

– Algo se ha avanzado -dijo Bömer-. Parece ser que puede haber una pista.

Me mordí el labio.

– ¡Ah! ¿De qué se trata?

– A Krichbaum lo mataron enfrente del hotel Deutsches Kaiser, ¿verdad? Según el forense, lo golpearon en los intestinos.

– Tuvo que ser un golpe tremendo.

– Sí, claro, si no estás preparado, sí. El caso es que el portero del hotel vio al principal sospechoso. No es que se fijase mucho, pero es ex policía. Además, ha visto fotografías de todos los delincuentes de Berlín, pero no ha habido suerte. Desde entonces, no ha parado de devanarse los sesos y ahora asegura que el tipo que golpeó a Krichbaum podría ser otro policía.

– ¿Policía? Bromeas.

– No, no. Le están enseñando todas las fichas personales de todo el cuerpo de policía de Berlín, las antiguas y las de ahora. En cuanto se decida por alguien, cogerán al tipo, seguro.

– Bueno, es un alivio.

Encendí un cigarrillo e, incómodo, me froté el cuello como si ya me lo rozase el filo del hacha que cae. Dicen que lo único que se nota es un tajo afilado, como un pellizco furioso de la maquinilla eléctrica de la barbería. Tardé unos momentos en recordar que, según la descripción del portero, el sospechoso tenía bigote. Y tardé otro poco más en recordar que en la fotografía de mi ficha personal de la policía yo tenía bigote. ¿Así le sería más fácil o más difícil identificarme? No estaba seguro. Respiré hondo y se me fue un poco la cabeza.

– Pero he traído el expediente de otro caso en el que estoy trabajando -dijo Bömer al tiempo que abría su cartera de piel.

– ¡Bien! -dije sin entusiasmo-. ¡Qué bien!

Me pasó una carpeta de color pajizo.

– Hace unos días apareció un cadáver flotando en el Mühlendamm Lock.

– Landwehr Top -dije.

– ¿Cómo dice?

– No, nada. Entonces, ¿por qué no se ha encargado del caso el departamento de Mühlendamm?

– Porque hay cierto misterio en la identidad del hombre y en la causa de la muerte. El hombre se ahogó, pero el cuerpo estaba lleno de agua marina, ¿comprende? Por lo tanto, no pudo haberse ahogado en el río Spree. -Me enseñó unas fotografías-. Además, como ve, intentaron hundir el cadáver. Seguramente el peso se soltó de la cuerda que le ataron a los tobillos.

– ¿Qué profundidad hay allí? -pregunté mientras pasaba las fotografías que habían tomado en el lugar de los hechos y en el depósito.

– Unos nueve metros.

Lo que veía era el cuerpo de un hombre de cincuenta y pico años. Corpulento, rubio y típicamente ario, salvo por el detalle de que le habían hecho una fotografía del pene y lo tenía circuncidado. Eso era un poco raro entre los alemanes.

– Como puede ver, es posible que fuese judío -dijo Bömer-, aunque, a juzgar por todo lo demás, nadie lo diría.

– Hoy en día lo es quien menos te lo esperas.

– Quiero decir que más bien parece un ario típico, ¿no cree?

– Claro, como los de los carteles de las SA.

– Bien, esperemos que así sea.

– ¿A qué te refieres?

– A lo siguiente: si resulta que es alemán, evidentemente nos gustaría descubrir todo lo posible, pero si resulta que es judío, tengo órdenes de no molestarme en investigar. Se entiende que estas cosas pueden ocurrir en Berlín y no se debe perder tiempo de horario laboral en investigarlas.

Me quedé pegado por la calma con que lo dijo, como si fuese el criterio más natural del mundo. No dije nada. No tenía obligación. Seguí mirando las fotografías del muerto, pero no dejaba de pensar en mi cuello.

– Nariz rota, orejas de coliflor, manos grandes. -Tiré el cigarrillo y procuré concentrarme en lo que estaba mirando, aunque sólo fuese por olvidar un rato la muerte de August Krichbaum-. Este tipo no era un niño de coro. Es posible que fuese judío, a fin de cuentas. Interesante.

– ¿Qué?

– Esa marca triangular del pecho. ¿Qué es? ¿Un moretón? El informe no lo dice, lo cual es un descuido. En mi época no pasaba esto. Seguro que el cadáver me diría mucho más. ¿Dónde se encuentra ahora?

– En el hospital Charité.

De pronto se me ocurrió que ir a ver al Landwehr Top de Bömer era la mejor manera de olvidarme de August Krichbaum.

– ¿Tienes coche?

– Sí.

– Vamos a echarle un vistazo. Si allí nos preguntan qué hacemos, estás ayudándome a buscar a mi hermano, que se encuentra en paradero desconocido.

Nos dirigimos al noroeste en un Butz descapotable. Llevaba un remolque de dos ruedas, casi como si tuviese intención de irse de acampada cuando terminase conmigo. No me equivoqué mucho.

– Dirijo una tropa de juventudes hitlerianas, de niños entre diez y catorce años -dijo-. Salimos de acampada el pasado fin de semana, por eso llevo el remolque enganchado al coche todavía.

– Espero de todo corazón que se hayan quedado allí.

– Adelante, ríase. En el Alex se ríe todo el mundo, pero resulta que yo creo en el futuro de Alemania.