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– Y yo también, por eso espero que los hayas encerrado. Me refiero a los miembros de tu tropa juvenil. ¡Pandilla de enanos brutos y repugnantes! El otro día vi a unos cuantos jugando al balón prisionero con un viejo sombrero judío. De todos modos, supongo que es mejor olvidarlo. Quiero decir que es comprensible que en Berlín pasen estas cosas.

– Personalmente, no tengo nada en contra de los judíos.

– Pero… Siempre hay un pero detrás de ese sentimiento en particular. Es como un estúpido remolque pequeño enganchado a un coche.

– Pero sí creo que nuestra nación se había debilitado y estaba degenerando y que la mejor manera de cambiar esa tendencia consiste en hacer que ser alemán parezca muy importante. Para conseguirlo, debemos convertirnos en algo especial, en una raza aparte. Tenemos que llegar a parecer exclusivamente alemanes, incluso hasta el extremo de decir que no es bueno ser primero judío y después alemán. No hay sitio para nada más.

– Tal como lo cuentas, parece muy divertido ir de acampada, Bömer. ¿Es eso lo que cuentas a los chicos alrededor de la hoguera? Ahora entiendo la utilidad del remolque. Supongo que estará lleno de literatura degenerada para alimentar la hoguera.

Sonrió y sacudió la cabeza.

– ¡Dios! ¿Hablaba así cuando era investigador en el Alex?

– No. En aquel entonces todavía podíamos decir lo que nos venía en gana.

Se rió.

– Lo único que intento es explicar por qué me parece necesario el gobierno que tenemos ahora.

– Richard, cuando los alemanes esperan que el gobierno arregle las cosas, estamos jodidos de verdad. En mi opinión, somos un pueblo fácil de gobernar. Basta con promulgar una ley nueva todos los años que diga: «Haced lo que os manden».

Cruzamos Karlsplatz y llegamos a Luisenstrasse pasando por el monumento a Rudolf Virchow, el llamado padre de la patología y uno de los primeros abogados de la pureza racial, seguramente la única razón para no haber retirado de allí su estatua. Al lado del hospital Charité se encontraba el Instituto de Patología. Aparcamos y entramos.

Un interno pelirrojo que llevaba chaqueta blanca nos acompañó al antiguo depósito, donde un hombre armado con un fumigador manual y un producto acre despachaba los últimos restos de insectos veraniegos que quedaban. Me pregunté si el producto funcionaría con los nazis. El hombre del fumigador nos llevó a la cámara frigorífica, aunque, a juzgar por el olor, no estaba suficientemente fría. Echó insecticida al aire y nos dio un paseo alrededor de doce cadáveres tapados con sábanas y tumbados en planchas que parecían un pueblo de tiendas de campaña, hasta que encontramos el que queríamos ver.

Saqué el tabaco y ofrecí un cigarrillo a Bömer.

– No fumo.

– Lástima. Todavía hay mucha gente que cree que en la guerra fumábamos todos para tranquilizarnos, pero casi siempre era por contrarrestar el olor de los muertos. Deberías aficionarte al tabaco, y no sólo para paliar situaciones malolientes como ésta. Fumar es esencial para un detective. Nos ayuda a convencernos de que estamos haciendo algo, aunque en realidad no hagamos gran cosa. Cuando seas investigador, ya verás con cuánta frecuencia no ocurre casi nada.

Retiré la sábana y miré detenidamente el cadáver de un hombre de la talla del hermano mayor de Schmeling y del color de la masa cruda del pan. Casi parecía que fueran a recogerlo con una pala para meterlo a cocer y devolverlo a la vida. La piel de la cara tenía el aspecto de una mano que ha estado demasiado tiempo en el agua del baño: arrugada como un albaricoque seco. No lo habría reconocido ni su oculista. Y lo que es peor, el forense había trabajado con él. Una cicatriz rudamente cosida, que parecía un tramo de vía férrea de juguete, le cruzaba el cuerpo desde la barbilla hasta el vello púbico. La cicatriz pasaba por el centro de la marca triangular del ancho pecho del hombre. Me quité el cigarrillo de la boca y me agaché a verlo más de cerca.

– No es un tatuaje -dije-. Es una quemadura. Se parece un poco a la punta de una plancha, ¿no te parece?

Bömer asintió.

– ¿Tortura?

– ¿Tiene otras parecidas en la espalda?

– No lo sé.

Lo agarré por el ancho hombro.

– Vamos a moverlo un poco. Sujétalo tú por la cadera y las piernas. Yo lo giro, lo levantamos hacia nosotros y echo un vistazo desde aquí.

Fue como mover un saco de arena. En la espalda no tenía nada más que un poco de vello lacio y una marca de nacimiento, pero mientras sujetábamos el cadáver contra nuestro abdomen, Bömer se incomodó y soltó un taco.

– ¿Demasiado para ti, Richard?

– Acaba de gotearle algo de la polla y me ha manchado la camisa -dijo y rápidamente se apartó un poco; horrorizado, se quedó mirando una gran herida amarillenta y marrón que tenía en el centro del estómago-. Mierda.

– Casi, pero no exactamente.

– Esta camisa era nueva. ¿Qué voy a hacer ahora? -Se separó la tela del estómago y suspiró.

– ¿No llevas una marrón en el remolque? -bromeé.

Bömer pareció aliviado.

– Sí, llevo una.

– Entonces, calla y atiende: a este amigo nuestro no lo torturaron, de eso estoy completamente seguro. Si hubieran querido quemarlo con una plancha caliente y hacerle daño, se la habrían aplicado más de una vez.

– Entonces, ¿para qué?

Le levanté una mano y le cerré el puño, más grande que el depósito de una motocicleta pequeña.

– Fíjate en el tamaño de estas zarpas, en la cicatriz de los nudillos, y sobre todo aquí, en la base de los meñiques. ¿Y ves este bulto?

Enseñé a Bömer el bulto que daba la vuelta a la mano hasta justo debajo del nudillo del meñique. Después, le solté esa mano y le levanté la otra, la derecha.

– Aquí está incluso más pronunciado. Es una fractura común entre los boxeadores. Añadiría que este tipo era zurdo, lo cual elimina a unos cuantos, aunque hacía tiempo que no boxeaba. ¿Ves lo sucias que tiene las uñas? Eso no se lo permite ningún boxeador. Lo malo es que el forense no se las limpió, cosa que ningún detective debe permitir. Si el matasanos de turno no hace su trabajo, tienes que guiarlo por el buen camino.

Saqué mi navaja y un sobre del Adlon, en el que llevaba la carta de renuncia de Muller, y rasqué la suciedad de las uñas.

– No sé qué van a revelarnos unas migajas de porquería -dijo Bömer.

– Seguramente nada, pero las pruebas no suelen presentarse en tamaño grande y casi siempre son porquería. No lo olvides. Ahora, lo único que me falta por mirar es la ropa. Necesito un microscopio, será sólo unos minutos. -Eché un vistazo alrededor-. Según recuerdo, en esta planta había un laboratorio.

– Ahí -dijo, señalando con el dedo.

Mientras Bömer iba a buscar la ropa del difunto, yo puse el contenido de las uñas en un plato de Petri y dediqué un rato a observarlo al microscopio. No era yo científico ni geólogo, pero sabía distinguir el oro a primera vista. Se trataba sólo de una partícula diminuta, pero suficiente para reflejar la luz y llamarme la atención y, cuando Bömer entró en el laboratorio con una caja de cartón, aunque sabía lo que iba a decirme, le tomé la delantera y le conté lo que había encontrado.

– Conque oro, ¿eh? ¿Sería joyero? Eso también podría ser una prueba de que este hombre era judío.

– Richard, ya te he dicho que era boxeador. Lo más fácil es que estuviese trabajando en la construcción. Eso justificaría la suciedad de las uñas.

– ¿Y el oro?

– En general y aparte de los orfebres, el mejor sitio para buscar oro es entre la porquería.

Abrí la caja de cartón y me encontré con ropa de obrero. Un par de botas recias, un cinturón de cuero duro y una gorra de piel. Me interesó más la camisa de franela -un modelo corriente-, porque no tenía botones, pero sí unos pequeños desgarrones en su lugar.

– A este hombre le desabrocharon la camisa muy deprisa -di-je-. Seguramente, después de que se le parase el corazón. Parece que hubiesen intentado devolverlo a la vida después de que se ahogara. Eso explicaría lo de los botones. Se la abrieron sin pérdida de tiempo para intentar reanimarle el corazón. Con una plancha caliente. Es un viejo truco de entrenador de boxeo, relacionado con el calor y la impresión, me parece. El caso es que justifica la quemadura.