– Entonces, ¿cree que primero lo tiraron al agua y luego intentaron reanimarlo?
– Pues, en el Spree no fue, según me has dicho tú. Se ahogó en otra parte. Fue entonces cuando intentaron reanimarlo y, a continuación, lo tiraron al río. Los hechos sucedieron en ese orden; todavía no tengo los porqués, pero todo se andará.
– Interesante.
Miré la chaqueta del hombre. Era barata, de pana, de C le habían descosido el forro y luego lo habían cosido otra vez. Al apretar la tela correspondiente al bolsillo superior, noté que arrugaba algo. Saqué la navaja otra vez, corté unas cuantas puntadas del forro y saqué un papel doblado. Lo desdoblé con cuidado en el banco de al lado del microscopio: era una tira del tamaño de una regla escolar. Como había estado bajo las aguas del río Spree, lo que allí hubiese escrito había desaparecido sin dejar rastro. El papel estaba en blanco, pero su significado no dejaba lugar a dudas.
Bömer se había quedado tan en blanco como el papel.
– ¿Estarían ahí escritos su nombre y su dirección?
– Tal vez, si hubiese sido un niño de diez años y a su madre le preocupase que se perdiera.
– Entonces, ¿qué quiere decir?
– Quiere decir que acabamos de confirmar tu primera sospecha. Creo que esta tira de papel era probablemente un fragmento de la Torá.
– ¿La qué?
– No me extrañaría nada que Dios fuese alemán. Por lo visto, le gusta que lo adoren, da mandamientos al pueblo de diez en diez e incluso ha escrito su propio libro inescrutable. Sin embargo, este hombre adoraba a otro Dios, el de los hebreos. A veces, los judíos se cosen en la ropa, cerca del corazón, un fragmento de la palabra de Dios. Sí, Richard, en efecto: este hombre era judío.
– ¡Mierda! ¡Me cago en todo!
– Lo dices en serio, ¿verdad?
– Ya se lo he dicho, Gunther. El jefe jamás me dará autorización para investigar la muerte de un judío. ¡Maldita sea! Pensaba que era mi oportunidad de demostrar lo que valgo. ¡Llevar una verdadera investigación de homicidio! ¿Entiende?
No dije nada. No porque me hubiese quedado sin palabras, sino porque en realidad no me apetecía soltar un discurso. ¿De qué habría servido?
– Yo no dicto la política de la policía, Gunther -dijo Bömer-; no lo hace ni Liebermann von Sonnenberg. Si quiere que le diga la verdad, la política viene de arriba, del Ministerio del Interior. De Frick, y a él se la dicta Goering, quien, a su vez, probablemente la recibe de…
– Del mismísimo diablo.
De pronto me entraron unos deseos irrefrenables de no tener nada que ver con Richard Bömer y su vertiginosa ambición forense. Además, acababa de constatar como nunca hasta entonces que ser policía había cambiado mucho más de lo que sospechaba. Ni aunque lo deseara podría volver jamás al Alex.
– Supongo que habrá otros crímenes, Richard. A decir verdad, estoy seguro. Al menos en ese aspecto, te puedes fiar de los nazis.
– No lo entiende. Quiero ser investigador, como lo fue usted, Gun-ther, pero los estados policiales son malos para la delincuencia y para los delincuentes, porque ahora en Alemania todo el mundo es policía… o lo será muy pronto.
Dio un puntapié al banco de trabajo del laboratorio y soltó otro taco.
– Richard, casi me das lástima. -Recogí el expediente del muerto y se lo tendí-. En fin, no puedo decir que no haya sido divertido. Echo de menos mi trabajo e incluso a mis clientes. ¿Te lo puedes creer? Pero, a partir de ahora, voy a echarlo de menos tanto como el Lustgarten, es decir, nada en absoluto. Cuando aparece un muerto, sea quien sea, se investiga. Se investiga porque es lo que hay que hacer en una sociedad decorosa. De lo contrario, si se dice que la muerte de una persona no vale ni la esquela, tampoco vale la pena dedicarse a ese trabajo. Ya no.
Volví a tenderle el expediente, pero se quedó mirándolo como si no lo viese.
– Vamos -dije-, coge esto. Es tuyo.
Pero los dos sabíamos que no.
Hizo caso omiso, dio media vuelta y salió del laboratorio y del Instituto de Patología, aunque eso no lo vi.
Unos meses después Erich Liebermann von Sonnenberg me dijo que Richard Bömer había dejado la KRIPO y se había pasado a las SS. En esa época, parecía la mejor carrera.
12
– Los dos agentes de la KRIPO fueron muy amables -me dijo Georg Behlert-. Frau Adlon no puede estar más agradecida por la forma en que ha llevado usted este asunto. Excelente. Enhorabuena.
Estábamos sentados en su despacho, contemplando el Jardín Goethe. Al otro lado de las puertas abiertas del adyacente Patio Palm un trío de pianos se esforzaba en prescindir de la presencia de una estatua de Hércules que parecía imponer algo más vigoroso que una selección de Mozart y Schubert. Me identifiqué un poco con Hércules cuando volvía a Micenas después de haber hecho un trabajo inútil.
– Es posible -dije-, pero me parece que no fue muy acertado mezclarme tanto en el asunto. Tenía que haber dejado que lo hiciesen ellos solos. Podía haber pensado que sacarían algún provecho.
Behlert me miró sin comprender.
– ¿Qué provecho? ¿No se referirá a…?
– No, del hotel, no -añadí-. De mí.
Sólo por ver la expresión de horror de su lisa y lustrosa cara, le conté lo de Liebermann von Sonnenberg y el muerto del hospital Charité.
– La próxima vez -dije-, si la hay, procuraré no meterme en la investigación policial. Fue una ingenuidad por mi parte pensar que podía. Y, total, ¿por qué? Por un tipo gordo de la habitación dos diez al que ni siquiera conocía. ¿Por qué había de preocuparme su mujer? Quizás ella lo odiase y, si no, desde luego se lo había ganado. Se habría llevado su merecido si, al dar la noticia a la viuda, los policías hubieran metido la pata y herido sus sentimientos. ¡Que hubiese pensado en ella, cuando empezó a tontear con una chica alegre berlinesa!
– Pero lo hizo usted por la reputación del Adlon -dijo Behlert, como si no hiciese falta más justificación.
– Sí, supongo que sí.
Se había puesto de pie; abrió una licorera de la priva buena y sirvió dos vasitos como dedales.
– Tenga, tome esto. Parece que le hace falta.
– Gracias, Georg.
– ¿Qué le va a pasar ahora?
– ¿A Rubusch?
– No, me refiero al pobre hombre del depósito.
– ¿De verdad quiere saberlo?
Asintió.
– Lo que suele suceder con los cadáveres no identificados es que se los llevan al instituto de anatomía de la universidad y les sueltan a los estudiantes.
– Pero supongamos que en la investigación se descubre su verdadera identidad.
– No me he explicado bien, ¿verdad? No va a haber investigación. Es decir, puesto que he demostrado su origen judío, no habrá investigación. La policía de Berlín no quiere saber nada de cadáveres de judíos, puesto que se consideraría un uso indebido del tiempo y los recursos policiales. Lejos de sancionar al criminal (si es que fue un crimen, porque tampoco estoy tan seguro), lo más fácil es que la policía lo felicite.
Behlert apuró su vaso de excelente schnapps y sacudió la cabeza con incredulidad.
– No me lo invento -dije-. Sé que parece increíble, pero es la pura verdad. Con la mano en el corazón.
– Le creo, Bernie, le creo. -Suspiró-. Acaba de regresar de Bavaria uno de nuestros clientes. Es un judío británico, de Manchester. Parece ser que vio una señal de tráfico que decía, más o menos: curva peligrosa, límite de velocidad, 50. judÍos: aceleren. ¿Qué podía decirle? Pues que seguramente sería una broma de mal gusto, aunque yo sabía que no. En Jena, mi pueblo, también hay una señal parecida a la puerta del planetario Zeiss, en la que viene a decir que la nueva tierra prometida de los judíos está en Marte. Lo peor es que lo dicen en serio. Algunos clientes han empezado a comentar que no piensan volver a Alemania porque hemos perdido la consideración que nos caracterizaba. No salvan ni a Berlín.