– Hoy en día, el alemán considerado es el que no llama a la puerta de tu casa a primera hora de la mañana para que no pienses que es la Gestapo.
Le di la carta de renuncia de Muller al puesto de detective del Adlon. La leyó y la dejó en el escritorio.
– No puedo decir que me extrañe ni que lo sienta. Hace un tiempo que sospecho de ese hombre. Naturalmente, eso le acarreará a usted más trabajo, al menos hasta que encontremos sustituto. Por eso voy a subirle el sueldo. ¿Qué tal le suenan diez marcos más a la semana?
– No es Händel, pero me gusta.
– Me alegro. Quizás encuentre usted un sustituto. Al fin y al cabo, nos ayudó mucho con Fräulein Bauer. La taquimecanógrafa, ¿recuerda? Está trabajando mucho con Herr Reles, el de la uno catorce. Por lo visto, está muy contento con ella.
– Me alegro.
– ¿No conoce a alguien? Un ex policía como usted, de confianza, discreto e inteligente.
Asentí con lentitud y bebí el trago.
Me dio la impresión de que Georg Behlert creía conocerme, al contrario que yo, que no lo creía en absoluto. Ya no, menos aún desde la visita a Otto Schuchardt en el Negociado de Asuntos Judíos de la sede de la Gestapo.
Puede que fuese el momento de hacer algo al respecto.
Cogí el tranvía número 10 hacia el oeste, cruzamos Invalidenstrasse hasta Moabit Viejo y dejamos atrás los juzgados penales y la cárcel. Al lado de la lechería Bolle -de la que salía un fuerte olor a estiércol de caballo que se extendía por la calle en dirección al puente Lessing- había unos pisos ruinosos. Era un barrio de mala muerte; hasta los indigentes de la calle parecían trastos tirados a la basura.
Emil Linthe vivía en el último piso; por la ventana abierta del rellano se oía el ruido de la fábrica de herramientas mecánicas de Huttenstrasse. Durante la Gran Depresión, la fábrica había cerrado sus puertas casi un año, pero, desde la llegada de los nazis al gobierno, la actividad era constante. Tres únicos golpes de hierro se repetían una y otra vez, como un vals dirigido por Thor, el dios del trueno.
Llamé a la puerta y, al cabo de un momento, se abrió y vi a un hombre alto y delgado de treinta y pico años, con mucho pelo levantado por delante y prácticamente calvo por detrás. Parecía una tumbona puesta en la coronilla de una persona.
– ¿Llega uno a acostumbrarse a ese ruido? -pregunté.
– ¿Qué ruido?
– Sí, ya lo veo. ¿Emil Linthe?
– Se ha ido de vacaciones a la isla de Rügen.
Tenía los dedos manchados de tinta; suficiente para hacerme sospechar que, en realidad, estaba hablando con el hombre a quien buscaba.
– Me he equivocado -dije-. Es posible que ahora te llames de otra forma. Otto Trettin me dijo que podías ser Maier o tal vez Schmidt, Walter Schmidt.
El personaje de Linthe se desinfló como un globo.
– Un poli.
– Tranquilo, no he venido a retorcerte las muñecas, sino por negocios. De los tuyos.
– ¿Y por qué iba yo a hacer negocios con un pasma de Berlín?
– Porque Otto todavía no ha encontrado tu expediente, Emil, y porque no quieres darle motivos para que empiece a buscarlo otra vez, en cuyo caso podrías volver al Puñetazo. Eso lo dice él, no yo, pero soy como un hermano, para ese hombre.
– Siempre he creído que los polis mataban a sus hermanos en la cuna.
– Invítame a entrar. Sé buen chico. Aquí fuera hay mucho ruido y no querrás que levante la voz, ¿verdad?
Emil Linthe se hizo a un lado. Al mismo tiempo se subió los tirantes y cogió un cigarrillo encendido que había dejado en un cenicero, en una repisa, del otro lado de la puerta. Entré, cerró y rápidamente echó a andar por el pasillo delante de mí para cerrar la puerta de la sala de estar, pero no pudo evitar que viese algo que me pareció una imprenta. Fuimos a la cocina.
– Ya te lo he dicho, Emil. No he venido a retorcerte las muñecas.
– El mismo perro con otro collar.
– Ahora que lo dices, eso es exactamente de lo que quería hablar contigo. Tengo entendido que sabes hacerlo a cambio de la debida suma. Quiero que me proporciones lo que Otto Trettin llama una transfusión aria.
Le conté el problema de mi abuela. Él sonrió y sacudió la cabeza.
– Me da risa toda esa gente que se subió al tren nazi -dijo- y ahora vuelve corriendo por el pasillo, buscando la estación de origen.
Podría haberle dicho que yo no era de ésos. Podría haber reconocido que ya no era poli, pero no quise darle ninguna posibilidad de chantajearme. A fin de cuentas, Linthe era un maleante y yo debía seguir con la fusta en la mano; de lo contrario podría perder el control del caballo en el que pensaba cabalgar todo el tiempo que fuese necesario.
– Todos los nazis sois iguales. -Volvió a reírse-. ¡Hipócritas!
– No soy nazi, soy alemán, que no es lo mismo. Un alemán es un hombre que consigue superar sus peores prejuicios; un nazi los convierte en leyes.
Pero estaba tan ocupado riéndose que no me oyó.
– No tenía intención de hacerte reír, Emil.
– Me río a pesar de todo. Es bastante divertido.
Lo agarré por los tirantes y tiré de ellos en sentidos opuestos, de modo que, medio estrangulándolo, lo empujé bruscamente contra la pared de la cocina. Por la ventana, al norte de Moabit, se distinguía la silueta de la cárcel Plotzensee, en la que hacía poco Otto había visto el hacha que cae en acción. Eso me recordó que debía tratar a Emil Linthe con suavidad, pero no demasiada.
– ¿Me río yo? -le di dos bofetones seguidos-. ¿Me estoy riendo?
– No -gritó de mal humor.
– A lo mejor crees que tu expediente se ha perdido de verdad, Emil. A lo mejor conviene que te recuerde que no. Eres un conocido colaborador de Mano a Mano, un círculo de delincuentes muy peligrosos, y también de Salomon Smolianoff, un falsificador que está cumpliendo tres años en prisión en Holanda por falsificación de billetes británicos, los mismos que pasaste tú por el mismo delito; por eso ahora te dedicas a una especialidad más provechosa: falsificar documentos. Claro que, si volvieran a pillarte falsificando dinero, tirarían la llave. Y así será, Emil, así será, te lo aseguro; porque, si no me ayudas, me voy a ir directo al Praesidium de Charlottenburg, a contarles que he visto una imprenta en tu sala de estar. ¿Qué es, de rodillo?
Lo solté.
– Verás, soy un hombre justo. Te ofrecería dinero, pero, ¿de qué serviría? Seguro que en diez minutos puedes imprimir más del que pueda ganar yo en diez años.
Emil Linthe sonrió avergonzado.
– ¿Sabes algo de imprentas?
– En realidad, no; pero si veo una, sé lo que es.
– Pues es una Kluge. Mejor que las de rodillo. La Kluge es la mejor para cualquier clase de trabajo, incluidos el troquelado, la serigrafía y el gofrado. -Encendió un cigarrillo-. Mira, no he dicho que no vaya a ayudarte. A los amigos de Otto, siempre. Sólo he dicho que me parecía divertido, nada más.
– A mí, no, Emil. A mí, no.
– Pues, en ese caso, estás de suerte. Resulta que sé muy bien lo que hago, no como muchos otros a quienes Otto podría haberte recomendado. Dices que tu abuela materna… ¿cuál es su apellido?
– Adler.
– Bien. ¿Era judía de nacimiento, pero la educaron en el catolicismo?
– Sí.
– ¿En qué parroquia?
– Neukölln.
– Tendré que arreglarlo en el registro de la iglesia y en el del ayuntamiento. Neukölln está bien. Allí hay muchos agentes que eran antiguos rojillos y se dejan corromper con facilidad. Si fuesen más de dos abuelos, seguro que no podría ayudarte, pero uno solo es relativamente sencillo, cuando se sabe lo que se hace, como en mi caso. Aunque necesito partidas de nacimiento y certificados de defunción, todo lo que tengas.