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Le di un sobre que llevaba en el bolso del abrigo.

– Lo mejor será que lo rehaga todo desde el principio, que arregle todos los registros.

– ¿Cuánto me va a costar?

Linthe sacudió la cabeza.

– Como bien has dicho, en diez minutos puedo imprimir más de lo que ganas tú en un año, conque lo consideraremos un favor que os hago a Otto y a ti, ¿de acuerdo? -Sacudió la cabeza-. No es difícil. Adler se convierte en Kugler, Ebner, Fendler, Kepler o Muller con toda facilidad, ¿entiendes?

– Muller, no -dije.

– Es un buen apellido alemán.

– No me gusta.

– De acuerdo y, para hacer las cosas un poco más plausibles, convertiremos a la abuela en bisabuela. Ponemos la herencia judía una generación más atrás y, de ese modo, ya no tiene importancia. Cuando haya terminado, parecerás más alemán que el Káiser.

– Era medio inglés, ¿no? Nieto de la reina Victoria.

– Cierto, pero ella era medio alemana, igual que su madre, la del Káiser, digo. -Sacudió la cabeza-. Nadie es nada al cien por cien. Por eso el párrafo ario es tan estúpido. Todos tenemos mezclas: tú, yo, el Káiser y Hitler. Hitler sobre todo, no me extrañaría. Dicen que tiene una cuarta parte judía. ¿Qué opinas de eso?

– A lo mejor resulta que, al final, tenemos algo en común.

Deseé a Hitler, por su bien, que tuviese alguna amistad en el Negociado de Asuntos Judíos de la Gestapo, como yo.

13

Hedda Adlon también tenía amistades, pero de las que sólo se encuentran en el Paraíso. Se llamaba Mistress Noreen Charalambides, hacía un par de días que me la habían presentado y ya había asignado su cara, su trasero, sus pantorrillas y su pecho a un espacio de la petaca de mi memoria fáustica hasta entonces reservado a Elena de Troya.

Mi deber consistía en no quitar ojo a los clientes y cada vez que veía a Mistress Charalambides por los aledaños del hotel le ponía los ocho encima con la esperanza de que rozase el hilo de seda que señalaba el límite de mi sombrío mundo de araña. No es que me hubiera propuesto jamás «confraternizar» con un cliente, por llamarlo de alguna manera. Hedda Adlon y Georg Behlert lo llamaban así, pero nada más lejos de mi intención para con Noreen Charalambides que confraternizar fraternalmente. Llámese como se llame, esa clase de asuntos no estaban bien vistos en el hotel, aunque, como es natural, sucedían: había varias camareras dispuestas a transigir por un precio justo. Cuando Erich von Stroheim o Emil Jannings se encontraban en el hotel, el jefe de recepcionistas siempre procuraba que los atendiese una camarera bastante mayor llamada Bella. Sin embargo, Stroheim no le hacía ascos a nada. Le gustaban jóvenes, pero también mayores.

Parecerá ridículo y sin duda lo es -el amor es ridículo, por eso es tan divertido-, pero creo que me enamoré un poco de Noreen Charalambides incluso antes de que me la presentaran, como las niñas que llevan en la cartera del colegio una postal Ross de Max Hansen. La miraba igual que al SSK del escaparate de la sala de exposición de Mercedes Benz, la de Potsdamer Platz: no creo que llegue a conducirlo nunca y, menos aún, a poseerlo, pero soñar es gratis. Cada vez que la veía, Mistress Charalambides me parecía el coche más bonito y veloz de todo el hotel.

Era alta, efecto que acrecentaban los sombreros que se ponía. Hacía unos días que había refrescado. Llevaba un chacó gris de astracán que tal vez hubiese comprado en Moscú, su anterior puerto de escala, aunque en realidad era americana y vivía en Nueva York: una estadounidense que volvía a casa después de asistir a un festival literario o teatral en Rusia. Quizá también hubiese comprado en Moscú el abrigo de marta cibelina que llevaba. Estoy seguro de que a la marta no le importaba, porque a Mistress Charalambides le sentaba mejor que a cualquier marta que hubiese visto yo en mi vida.

El cabello, recogido en un moño, también era del color de la marta cibelina y exactamente igual de agradable al tacto, me imaginaba, e incluso más, probablemente, porque no mordería, aunque tampoco me habría importado que Noreen Charalambides me mordiese. El menor acercamiento de esa boca insinuante, de un rojo cereza como el del Fokker Albatross, bien valdría la punta de un dedo o un trocito de oreja. Vincent van Gogh no era el único capaz de tener un gesto de sacrificio tan emocionante y romántico.

Me dio tan fuerte por merodear por el vestíbulo como un botones -con la esperanza de verla-, que hasta Hedda Adlon advirtió la semejanza.

– No sé si darle a leer el manual del buen botones de Lorenz Adlon -bromeó.

– Ya lo he leído. No se venderá por dos motivos: da demasiadas reglas y casi todos los botones tienen tantos recados que hacer que no les queda tiempo para leer tochos más gordos que Guerra y paz.

Le hizo gracia y se echó a reír. A Hedda Adlon solían gustarle mis salidas.

– No es tan gordo -dijo.

– Dígaselo a los botones. Por otra parte, en Guerra y paz hay chistes mejores.

– ¿Lo ha leído?

– Lo he empezado varias veces, pero generalmente, después de cuatro años de guerra declaro el armisticio y tiro el libro al río.

– Hay una persona a la que le gustaría conocerlo. Da la casualidad de que escribe libros.

Por supuesto, yo sabía muy bien a quién se refería. Ese mes había escasez de escritores en el Adlon e incluso más de señoras escritoras de Nueva York. Seguro que tenía algo que ver con los quince marcos por noche que costaba la habitación. Las que no tenían cuarto de baño incorporado eran un poquito más baratas y muchos escritores no se bañan; aun así, el último autor americano que se había alojado en el Adlon había sido Sinclair Lewis, en 1930. La Depresión afectaba a todo el mundo, desde luego, pero los más deprimidos eran los escritores.

Subimos al pequeño apartamento de los Adlon. Digo pequeño, pero sólo en comparación con la extensa finca de caza que poseían en el campo, lejos de Berlín. La decoración del apartamento era agradable: un buen ejemplo de opulencia de finales de la era guillermina. Las alfombras eran gruesas; las cortinas, también; el bronce, voluminoso; los dorados, abundantes y la plata maciza… Hasta el agua de la garrafa parecía contener más plomo de lo normal.

Mistress Charalambides estaba sentada en un sofacito de abedul con cojines blancos y respaldo en forma de atril. Llevaba un vestido cruzado de color azul oscuro, tres sartas de perlas auténticas, pendientes de diamantes y, justo al final del escote, un broche de zafiro a juego que debía de haberse caído del mejor turbante de un marajá. No parecía una escritora, a menos que fuese una reina que hubiera abandonado el trono para escribir novelas sobre los grandes hoteles europeos. Hablaba alemán bien, lo cual me vino al pelo, porque, después de estrecharle la enguantada mano, tardé varios minutos en poder hablarlo yo y, más o menos, me vi obligado a dejar que charlasen ellas dos, conmigo en medio como una mesa de ping-pong.

– Mistress Charalambides…

– Noreen, por favor.

– Es dramaturga y periodista.

– Por cuenta propia.

– Escribe en el Herald Tribune.

– De Nueva York.

– Acaba de volver de Moscú, donde está produciendo una de sus obras…

– La única, por ahora.

– … el famoso Teatro del Arte de Moscú, después del éxito que ha tenido en Broadway.

– Deberías ser mi agente, Hedda.

– Noreen y yo estudiamos juntas en América.

– Hedda siempre me ayudaba con el alemán y sigue haciéndolo.

– Hablas alemán perfectamente, Noreen. ¿No le parece a usted, Herr Gunther?

– Sí, perfectamente.

Pero yo estaba mirando las piernas de Mistress Charalambides. Y los ojos y su bellísima boca. A eso me refería cuando dije «perfectamente».