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Acaricié la idea de responder que estaría mejor protegida si dejábamos correr el asunto, pero la perspectiva de pasar algún tiempo con Noreen Charalambides no carecía de atractivo. He visto colas de cometas menos llamativas.

– Independientemente de lo que usted decida, ella va a hacer lo que se ha propuesto -añadió Hedda, como si me hubiese leído el pensamiento-, conque ahórrese la saliva, Herr Gunther. Yo misma he intentado disuadirla, pero siempre ha sido tozuda.

Mistress Charalambides sonrió.

– Puede usted disponer de mi coche, por descontado.

Estaba claro que lo habían preparado todo entre las dos y que lo único que me habían dejado a mí era seguirles el juego. Quería preguntar cuánto me pagarían, pero ninguna parecía inclinada a seguir con el tema. Es lo que pasa con la gente adinerada. Por lo visto, la cuestión del dinero sólo viene a cuento cuando no se tiene, como lo del abrigo de marta cibelina: seguro que la marta no le prestaba la menor atención hasta el día en que desapareció.

– Naturalmente. Será para mí un placer ayudarla en cuanto esté en mi mano, Frau Adlon, si ése es su deseo.

Lo dije mirando a mi jefa a los ojos. Quería dejarle claro que lo del placer era puro formulismo, sobre todo siendo su amiga tan atractiva y mi emoción por estar cerca de su persona tan evidente como me parecía a mí. Tenía la impresión de ser un puercoespín en una habitación llena de globos de juguete.

Mistress Charalambides cruzó las piernas y fue como si hubiesen encendido una cerilla. «¡Al diablo con la Gestapo!», pensé. De quien había que protegerla era de mí, de Gunther. Era yo quien quería desnudarla y plantarla delante de mí y pensar en las cosas que podría hacer ella con su encantador trasero, aparte de sentarse. La sola idea de estar en un coche con ella me recordó a un cura novicio haciendo de confesor en un convento poblado de ex coristas metidas a monjas. Mentalmente me sacudí dos bofetones en toda la boca y, luego, otro más, para asegurarme de que entendía el mensaje.

«Esa mujer no es para hombres como tú, Gunther, me dije. No te permitas ni soñar con ella. Está casada y es la amiga más antigua de tu jefa. Antes de ponerle un dedo encima, te metes en la cama con Hermann Goering.»

Naturalmente, como nos recuerda Samuel Johnson, cuando uno se esfuerza tanto en asfaltar la autopista con buenas intenciones, en realidad anda tras el sexo. Puede que al traducirlo se pierda algo, pero a mí me valía.

14

El coche de Hedda Adlon era un Mercedes SSK, el modelo que no esperaba conducir jamás. La «k» significaba «pequeño», pero con sus enormes guardabarros y sus seis cilindros exteriores, el deportivo blanco resultaba tan pequeño como el puente levadizo de un castillo, e igualmente difícil de manejar. Tenía cuatro ruedas y un volante, como todos los coches, pero ahí se acababa la semejanza. Encender el potente motor de siete litros era como poner en marcha la hélice de Manfred von Richthofen; sólo la suma de dos ametralladoras 7.92 lo habría superado en estruendo. El coche llamaba la atención como un reflector en una colonia de polillas fascinadas por el teatro. Por descontado, conducirlo era muy estimulante -aumentó mi admiración por la habilidad de Hedda al volante, por no mencionar la disposición de su marido para permitirle juguetes tan caros-, pero, para hacer trabajos de investigación, era más inútil que un caballo de pantomima; éste, al menos, habría proporcionado cierto anonimato a dos personas y yo habría agradecido los íntimos detalles prácticos de cerrar la marcha detrás de Mistress Charalambides.

Lo utilizamos un día, lo devolvimos y, a partir de entonces, tomamos prestado el de Herr Behlert, un W bastante más discreto.

Las anchas calles berlinesas estaban casi tan atestadas como las aceras. Por el centro traqueteaban los tranvías, que avanzaban a su ritmo automático y regular bajo la atenta mirada de los guardias de tráfico, quienes, con sus mangas blancas y como barrigones jueces de línea en un partido metropolitano de fútbol, evitaban que los coches y los taxis se les cruzasen. Entre los silbatos de los guardias, los cláxones de los coches y las bocinas de los autobuses, la red viaria resultaba casi tan ruidosa como un partido de fútbol y, por la forma de conducir de los berlineses, cualquiera habría creído que esperaban la victoria de alguien. A bordo de los tranvías, las cosas parecían más tranquilas: oficinistas de traje sobrio a un lado, hombres uniformados al otro, como dos delegaciones firmando un tratado de paz en un apartadero francés, aunque las injusticias del armisticio y la Depresión parecían haber quedado ya muy atrás. El famoso aire de la ciudad estaba cargado de gasolina y de fragancia de flores, las de las cestas de las numerosas floristas, por no hablar de la creciente sensación de seguridad. Los alemanes volvían a portarse bien consigo mismos, al menos los que éramos tan evidentemente alemanes como el águila del casco del Káiser.

– ¿Alguna vez se para a pensar que es ario? -me preguntó Mistress Charalambides-. ¿Que es más alemán que los judíos?

No tenía ninguna gana de hablarle de mi transfusión aria; en primer lugar, porque apenas la conocía y en segundo, porque me parecía un tanto vergonzante contárselo a una persona que, por lo que sabía, era judía al cien por cien, conque me encogí de hombros y dije:

– Un alemán es el que se enorgullece enormemente de serlo cuando va en pantalones cortos de piel, bien ceñidos. En resumen, todo eso es ridículo. ¿He respondido a su pregunta?

Sonrió.

– Hedda me ha dicho que tuvo usted que dejar la policía porque era socialdemócrata reconocido.

– No sé si reconocido. De haberlo sido, creo que me habrían salido las cosas de otra manera. Últimamente se reconoce a quienes fueron socialdemócratas prominentes por las rayas del pijama.

– ¿Echa de menos su profesión?

Negué con un movimiento de cabeza.

– Pero fue policía más de diez años. ¿Siempre había querido serlo?

– Es posible. No sé. De pequeño jugaba a policías y ladrones en el jardín del bloque de pisos en el que vivíamos. De todos modos, un día dije a mi padre que, de mayor, sería policía o ladrón y él me respondió: «¿Y por qué no las dos cosas, como casi todos los policías?». -Sonreí-. Era un hombre respetable, pero la policía no le hacía mucha gracia. A nadie se la hacía. No diré que nuestro barrio fuese conflictivo, pero siempre llamábamos «coartadas» a las historias que acababan bien.

Pasamos varios días garabateando trayectos del plano de Berlín; yo le contaba chistes y la entretenía de camino a los gimnasios y clubs deportivos de la ciudad, donde enseñaba la fotografía de «Fritz» del expediente que Richard Bömer no había querido llevarse. Desde luego, no salía muy favorecido, teniendo en cuenta que estaba muerto, pero el caso es que nadie lo reconoció. Tal vez dijesen la verdad, pero no era fácil saberlo, habida cuenta de que Mistress Charalambides despertaba mayor interés. No era tan inusitado ver a una mujer hermosa y bien vestida en un gimnasio berlinés, pero sí poco normal. Intenté explicarle que, si se quedaba en el coche, tal vez sacase más información a los hombres de los gimnasios, pero no quiso escucharme. Mistress Charalambides no era de las que se dejan decir lo que deben hacer.

– ¿Cómo quiere que escriba el artículo, si me quedo aquí? -dijo.

Le habría dado la razón, de no haber sido porque siempre nos encontrábamos con las mismas palabras: no se admiten judíos. Me inspiraba lástima: tenía que verlo en cada gimnasio al que entrábamos. No decía nada, pero supuse que podía afectarla.

El T-gym era el último de mi lista. Si me hubiese fiado de la intuición, habría sido el primero.

En el centro de Berlín occidental, justo al sur de la estación Parque Zoológico, hay una iglesia en honor al emperador Guillermo. Con tantas agujas de alturas diferentes, más parece el castillo del Caballero Cisne Lohengrin que un lugar de culto religioso. Alrededor de la iglesia se apiñaban salas de cine y de baile, cabarets, restaurantes, comercios elegantes y, en el extremo occidental de Tauentzienstrasse, encajonado entre un hotel barato y el Kaufhaus des Westens, se encontraba el T-gym.