Aparqué, ayudé a salir a Mistress Charalambides y me volví a mirar el escaparate de KaDaWe.
– Estos grandes almacenes son bastante buenos -dije.
– No.
– Sí, sí, y el restaurante también.
– Quiero decir que no voy a ir de compras mientras usted entra en el gimnasio.
– ¿Y si entra usted y me voy de compras yo? Esta corbata que llevo tiene una mancha.
– Entonces, no haría usted su trabajo. Sabe muy poco de mujeres, si cree que no voy a entrar en el gimnasio con usted.
– ¿Quién ha dicho que sepa algo de mujeres? -Me encogí de hombros-. Lo único que sé con seguridad es que van del brazo por la calle. Los hombres no, a menos que sean maricas.
– No haría usted su trabajo y yo no le pagaría. ¿Qué me dice ahora?
– Me alegro de que hable de ello, Mistress Charalambides. ¿Cuánto va a pagarme? En realidad, no llegamos a acordar el precio.
– Dígame qué tarifa le parecería digna.
– Una pregunta difícil. No he practicado mucho la dignidad. Aplico ese concepto a la lectura del barómetro o quizás a una doncella doliente.
– ¿Por qué no se imagina que soy una doncella doliente y me dice un precio?
– Porque, si alguna vez me la imaginase así, no podría cobrarle nada. No recuerdo que Lohengrin pidiese a Elsa diez marcos al día.
– Pues, si lo hubiera hecho, a lo mejor no la habría dejado.
– Cierto.
– De acuerdo. Así pues, serán diez marcos al día más los gastos.
Sonrió lo suficiente para darme a entender que su dentista la amaba y, a continuación, me agarró del brazo. Aunque me hubiera agarrado también el otro, para compensar, no habría protestado. Los diez marcos al día no tenían nada que ver. Me bastaba con poder olerla, de cerca que la tenía, y con verle las ligas un instante cada vez que se apeaba del coche de Behlert. Dejamos atrás el escaparate de los grandes almacenes y nos dirigimos a la puerta del T-gym.
– Este lugar es propiedad de un ex boxeador llamado Turco el Terrible. Lo llaman el Turco, por abreviar y por no herirle los sentimientos. Sacude a quien se los hiere. Nunca tuve que venir mucho a este gimnasio, porque solían frecuentarlo hombres de negocios y actores, más que berlineses de los círculos.
– ¿Círculos? ¿Qué círculos?
– No tienen nada que ver con los olímpicos, eso seguro. Los berlineses llaman círculos a las fraternidades de delincuentes que, más o menos, controlaban esta ciudad durante la República de Weimar. Los principales eran tres: el Grande, el Libre y el Alianza Libre. Todos estaban inscritos oficialmente como sociedades benefactoras o clubs deportivos; algunos, también como gimnasios, y todo el mundo tenía que pagarles tributo: porteros, limpiabotas, prostitutas, encargados de los lavabos, vendedores de periódicos, floristas… ¡cualquier cosa! Y todo convenientemente reforzado por tipos musculosos. Todavía existen, pero ahora son ellos quienes tienen que pagar a una banda nueva de la ciudad, una más forzuda que ninguna otra: los nazis.
Mistress Charalambides sonrió, me apretó más el brazo y, por primera vez, me fijé en que tenía los ojos tan azules como una lámina de color ultramarino en un manuscrito iluminado e igual de elocuentes. Yo le gustaba, eso saltaba a la vista.
– ¿Cómo es que no está en la cárcel? -preguntó.
– Porque no soy sincero -dije y abrí la puerta del gimnasio.
Todavía no podía cruzar la puerta de un gimnasio de boxeo sin acordarme de la Depresión. Era sobre todo por el olor, que ni la capa reciente de pintura verde vómito ni la mugrienta ventana abierta conseguían neutralizar. Igual que todos los gimnasios a los que habíamos ido esa semana, el T olía a esfuerzo físico, a grandes esperanzas y decepciones profundas, a orina, a jabón barato y a desinfectante y, por encima de todo, a sudor: en las cuerdas y las vendas de las manos, en los pesados sacos de arena y en las guantillas, en las toallas y en los protectores de la cabeza. En un cartel de un próximo combate en la fábrica de cerveza Bock había una mancha como un valle que también podía ser de sudor, aunque el avance de la humedad parecía una apuesta más certera que la que prometían los musculosos aspirantes que en ese momento entrenaban en la lona o en la pera. En el cuadrilátero principal, un tipo con cara de balón medicinal limpiaba sangre del suelo. En un despachito, frente a la puerta abierta, un hombre de Neanderthal, que podría ser del equipo del rincón, enseñaba a un colega troglodita a utilizar los nudillos de hierro. Sangre y hierro. A Bismarck le habría encantado ese sitio.
Al lado del cartel había dos cosas nuevas que no estaban en el T-gym la última vez que había ido, eran dos anuncios. Uno decía: nueva dirección. El otro: ¡alemanes, defendeos! no se admiten judíos.
– Diría que eso lo resume todo -comenté al ver los anuncios.
– Creía que me había dicho que este local era propiedad de un turco -dijo ella.
– No, sólo lo llamaban el Turco, pero es alemán.
– Seamos correctos -terció un hombre, dirigiéndose a mí-. Es judío.
Era el neanderthal que había visto antes… un poco más bajo de lo que había supuesto, pero ancho como las puertas de un muladar. Llevaba un cuello alto blanco, pantalones blancos de chándal y zapatillas deportivas blancas, pero tenía los ojos pequeños y negros como tizones. Parecía un oso polar de talla mediana.
– De ahí el anuncio, supongo -dije sin dirigirme a nadie en particular. A continuación, me dirigí al don nadie del cuello alto-. Oye, Primo, ¿se vendió el garito el Turco o se lo robaron sin más?
– Soy el nuevo propietario -dijo el hombre, al tiempo que levantaba la tripa hasta el pecho y me apuntaba con una mandíbula como el asiento de un retrete.
– Ah, en tal caso, ésa es la respuesta a mi pregunta, Primo.
– No he entendido su nombre.
– Gunther, Bernhard Gunther. Le presento a mi tía Hilda.
– ¿Es usted amigo de Solly Mayer?
– ¿De quién?
– Ya me ha respondido. Solly Mayer era el verdadero nombre del Turco.
– Sólo quería saber si el Turco podía ayudarme a identificar a un tipo; un antiguo boxeador, como él. Tengo aquí una fotografía. -La saqué del expediente y se la enseñé-. A lo mejor no te importa echarle un vistazo, Primo.
A decir verdad, la miró como si quisiera colaborar.
– Ya sé que no ha salido muy favorecido. Cuando se la hicieron, llevaba unos días flotando en el canal.
– ¿Es usted policía?
– Privado.
Sin dejar de mirar la foto, empezó a negar con movimientos de cabeza.
– ¿Estás seguro? Creemos que pudo haber sido un púgil judío.
Me devolvió la foto inmediatamente.
– ¿Flotando en el canal, dice?
– Exacto. De unos treinta años.
– Olvídelo. Si su ahogado era judío, me alegro de que se haya muerto. Ese aviso de la pared no es de adorno; ya lo sabe, sabueso.
– ¿No? Es muy raro que un aviso no sea de adorno, ¿no le parece?
Metí la foto en el expediente y, por si acaso, se lo pasé a Mistress Charalambides. Parecía que Cuello Alto estuviese acumulando energía para golpear a alguien y ese alguien era yo.
– No nos gustan los judíos ni la gente que hace perder el tiempo a los demás mientras los busca. Por cierto, tampoco me gusta que me llame Primo.
Le sonreí y, a continuación, a Mistress Charalambides.
– Me juego una pasta a que el presidente del Comité Olímpico de los Estados Unidos no ha puesto un pie en este estercolero -dije.
– ¿Otro judío de mierda?
– Será mejor que nos marchemos -dijo Mistress Charalambides.
– Puede que tenga razón -dije-. Aquí huele muy mal.