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Me reí yo solo, pero estaba diciendo tonterías.

– La verdad es que debería usted ver el bosque de Grunewald en esta época del año; está precioso en otoño. Podríamos ir ahora. Por otra parte, creo que le sería muy útil para el artículo. Al parecer, el Turco se ha ido allí a vivir, como muchos otros judíos, según me han dicho. O son naturalistas curtidos o los nazis piensan construir allí otro gueto… o las dos cosas, tal vez. Mire, si le apetece hacer de naturalista un rato, a mí también.

– ¿Es que tiene que tomárselo todo a risa, Gunther?

Tiré el cigarrillo.

– Sólo lo que no tiene ninguna gracia, Mistress Charalambides. Por desgracia, es lo que más abunda en la actualidad. Verá, es que me preocupa que, si no bromeo, me confundan con un nazi, porque, dígame: ¿alguna vez ha oído contar un chiste a Hitler? Pues yo tampoco. Si contase alguno, puede que me cayese mejor.

Siguió mirando fijamente la lavadora. Por lo visto, todavía no estaba preparada para sonreír.

– Lo provocó usted -dijo, y sacudió la cabeza-. No me gustan las peleas, Herr Gunther, soy pacifista.

– Estamos en Alemania, Mistress Charalambides. La pelea es la forma de diplomacia que preferimos, eso lo sabe todo el mundo, pero resulta que también yo soy pacifista. A decir verdad, lo único que pretendía era poner la otra mejilla, como dice la Biblia, y, en fin, ya vio lo que pasó. Conseguí darle dos veces antes de que me pusiese la mano encima. Después, ya no me quedaba más remedio que seguir. Al menos, según la Biblia: dad al César lo que es del César. Eso también lo dice, conque obedecí y se lo di: su merecido. ¡Dios! A nadie le gusta la violencia menos que a mí.

Intentaba mantener los labios apretados, pero no lo consiguió.

– Por otra parte -añadí-, no me diga que no le entraron ganas de sacudirle usted también.

Rompió a reír.

– Sí, es verdad. Era un cabrón y me alegro de que le diese, ¿de acuerdo? Pero, ¿no es peligroso? Es decir, podría acarrearle problemas y no quisiera que fuese por culpa mía.

– Le aseguro que para eso no la necesito, Mistress Charalambides. Sé hacerlo muy bien yo solo.

– No me cabe la menor duda.

Sonrió de verdad y me tomó la mano herida. No estaba exactamente encogida, pero seguía congelada.

– Está helado -dijo.

– Pues tendría que ver al otro tipo.

– Prefiero ver Grunewald.

– Con mucho gusto, Mistress Charalambides.

Volvimos al coche y nos fuimos en dirección oeste por Kurfürstendamm.

– Mistress Charalambides… -dije al cabo de uno o dos minutos.

– Es un escritor grecoamericano famoso, mucho más que yo, al menos en los Estados Unidos, aunque aquí, no tanto. Escribe mucho mejor que yo, o eso dice él.

– Hábleme de él.

– ¿De Nick? Le he dicho que es escritor y no hay nada más que saber de él, salvo sus ideas políticas, quizá. Es izquierdista, bastante activo. En estos momentos está en Hollywood intentando escribir un guión, pero reniega hasta del último minuto que pasa allí. No es que no le guste el cine, pero aborrece estar fuera de Nueva York. Allí fue donde nos conocimos, hace unos seis años. Desde entonces, hemos pasado tres años buenos y tres malos, parecido a la profecía de José al faraón, pero ni los buenos ni los malos han sido consecutivos. En estos momentos, vivimos un año malo. Es que Nick bebe.

– El hombre siempre debe tener alguna afición. La mía son los trenes de juguete.

– Es más que eso, me temo; lo ha convertido en una profesión; incluso escribe sobre ello. Se pasa un año bebiendo y, al siguiente, lo deja. Probablemente piense usted que exagero, pero no es así. Puede dejarlo el primero de enero y volver a empezar en Nochevieja. No sé cómo, pero tiene fuerza de voluntad para resistir exactamente trescientos sesenta y cinco días bebiendo o sin beber.

– ¿Por qué?

– Por demostrar que puede… por hacer la vida más interesante… por fastidiar. Nick es enrevesado, las cosas que hace nunca tienen una explicación sencilla; menos aún, las más sencillas de la vida.

– Es decir, ahora bebe.

– No, ahora es abstemio, por eso estamos pasando un año malo. Da la casualidad de que a mí me gusta tomar algo de vez en cuando, pero no soporto hacerlo sola. Además, cuando está sobrio es un pelmazo y cuando bebe es absolutamente encantador. Ése es uno de los motivos de mi viaje a Europa: quiero tomarme un trago en paz. En estos momentos me da asco él y me lo doy yo. ¿Nunca se da asco usted, Gunther?

– Sólo cuando me miro al espejo. Para ser policía hay que ser buen fisonomista, sobre todo con la propia cara. Es un trabajo que produce cambios inesperados. Al cabo de un tiempo, a lo mejor te miras al espejo y ves a un tipo idéntico a toda la escoria que has mandado a la cárcel, pero últimamente también me doy asco cada vez que cuento mi vida a alguien.

En Halensee giré a la izquierda, hacia Königsallee y señalé al norte por la ventanilla.

– Ahí arriba están construyendo el estadio olímpico -dije-, al otro lado de las vías del suburbano de Pichelsberg. A partir de aquí, Berlín es todo bosques, lagos y selectas urbanizaciones de mansiones. Sus amigos, los Adlon, tenían una por aquí, pero a Hedda no le gustaba y por eso compraron otra cerca de Potsdam, en el pueblo de Nedlitz. La utilizan como segunda residencia para huéspedes especiales que desean huir un fin de semana de los rigores de la vida en el Adlon, por no hablar de sus esposas. O de los maridos.

– Supongo que el precio de contratar a un detective es que se entere de todo lo que te concierne -dijo.

– Es mucho menos, no le quepa la menor duda.

A unos ocho kilómetros de la estación de Halensee, en dirección suroeste, paré el coche enfrente de un restaurante Hubertus situado en un bonito rincón.

– ¿Por qué nos paramos?

– Almorzaremos temprano y nos enteraremos de un par de cosas. Cuando le dije que el Turco vivía en Grunewald se me olvidó comentar que el bosque tiene una extensión de más de tres mil hectáreas. Si queremos dar con él, tendremos que saber algunos detalles del terreno.

El Hubertus parecía de una opereta de Lehár: una acogedora casa de campo cubierta de hiedra, con un jardín en el que un príncipe y su baronesa podrían detenerse un momento, de camino a un grandioso pero sombrío refugio de caza, a comer un plato de jarrete de ternera. Rodeados por un coro de berlineses bastante bien cebados, hicimos cuanto pudimos por parecer un hombre importante y su señora, así como por ocultar la decepción que nos causó el camarero, porque no sabía nada de los alrededores.

Después del refrigerio seguimos hacia el sur y el oeste; preguntamos en un comercio de un pueblo situado a orillas del Reitmeister See, después en la estafeta de Correos de Krumme Lanke y por último en un garaje de Paulsborn, donde el empleado nos dijo que había oído decir que, en la orilla izquierda del Schlachtensee, vivía gente en tiendas de campaña, en un paraje al que se llegaba mejor en barca. Así pues, continuamos hasta Beelitzhof y alquilamos una motora para proseguir la búsqueda.

– He pasado un día delicioso -dijo ella, mientras la lancha surcaba las heladas aguas de color azul de Prusia-, aunque no encontremos lo que buscamos.

Y entonces sucedió.

Primero vimos el humo, que se elevaba por encima de las coníferas como una columna. Era un pequeño asentamiento de tiendas militares excedentes; habría unas seis o siete. Durante la Gran Depresión, habían montado tiendas de campaña para pobres y desempleados cerca de mi casa, en el Tiergarten, en una parcela grande.

Apagué el motor y nos acercamos con cuidado. Un grupo poco numeroso de hombres andrajosos, varios de los cuales eran evidentemente judíos, salió de su refugio. Llevaban palos y hondas. De haberme presentado solo, es posible que hubieran salido a recibirme con más hostilidad, pero me pareció que se tranquilizaban un poco al ver a Mistress Charalambides. Nadie se adorna con un collar de perlas y un abrigo de marta cibelina para ir a meterse en líos. Amarré la lancha y la ayudé a bajar a tierra.