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– Estamos buscando a Solly Mayer -dijo ella con una agradable sonrisa-. ¿Lo conocen ustedes?

Nadie respondió.

– Mi nombre de casada es Noreen Charalambides -dijo-, pero el de soltera es Eisner. Soy judía. Se lo digo para que se convenzan de que no he venido a espiar a Herr Mayer ni a informar de su paradero. Soy periodista estadounidense y busco información. Creemos que Solly Mayer podría ayudarnos; así pues, por favor, no teman. No vamos a hacerles ningún daño.

– Usted no nos da miedo -dijo uno de ellos.

Era un hombre alto, con barba. Llevaba un abrigo largo y un sombrero negro de ala ancha. De los lados de la frente le colgaban sendos tirabuzones de pelo que parecían algas de cinta.

– Creíamos que serían ustedes de las juventudes hitlerianas. Hay una tropa acampada por los alrededores y nos han atacado por pura diversión.

– Es terrible -dijo Mistress Charalambides.

– Procuramos hacerles el vacío -dijo el judío de los tirabuzones-. La ley nos impone límites a la hora de defendernos, pero últimamente los ataques son más violentos.

– Sólo queremos vivir en paz -dijo otro hombre.

Eché una mirada general al campamento. Había varios conejos colgados de un palo junto a un par de cañas de pescar. Un hervidor grande humeaba sobre una rejilla metálica, colocada a su vez encima de una hoguera. Entre dos tiendas hechas jirones se veía una cuerda que hacía las veces de tendal. El invierno se aproximaba y pensé que no tenían muchas probabilidades de sobrevivir. Sólo de verlos, me entraron hambre y frío.

– Yo soy Solly Mayer.

Era más bien alto, tenía el cuello corto y, al igual que los demás, tantos meses de vida al aire libre le habían curtido mucho el color de la piel. Sin embargo, debía haberlo descubierto en cuanto lo vi. Casi todos los boxeadores tienen la nariz rota en horizontal, pero al Turco se la habían cosido también en vertical; parecía un cojín rosa colocado en medio de la gran extensión que era su cara. Supuse que una nariz así podría hacer muchas cosas: embestir contra una trirreme romana, echar abajo la puerta de un castillo, buscar trufas blancas…, pero no me hacía a la idea de que sirviese para respirar.

Mistress Charalambides le habló del artículo que quería escribir y de sus esperanzas de que los Estados Unidos boicoteasen las Olimpiadas de Berlín.

– Pero, ¿no lo han hecho ya? -dijo el hombre alto y barbudo-. ¿De verdad piensan mandar un equipo los Amis?

– Eso me temo -dijo Mistress Charalambides.

– Estoy seguro de que Roosevelt no hace oídos sordos a lo que está pasando aquí -dijo el hombre alto-. Es demócrata. Y, además, los judíos que viven en Nueva York no se lo permitirán.

– Pues, de momento, tengo la impresión de que eso es lo que piensa hacer -dijo ella-. Verá, entre sus oponentes, su administración ya tiene fama de ser demasiado partidaria de los judíos estadounidenses. Seguro que piensa que, políticamente, para él es mejor no definirse sobre la cuestión de mandar o no mandar a un equipo aquí en el treinta y seis. A mi periódico le gustaría hacerle cambiar de opinión y a mí también.

– ¿Y cree usted -dijo el Turco- que serviría de algo publicar un artículo sobre un boxeador judío muerto?

– Sí, creo que sí.

Pasé al Turco la fotografía de «Fritz». Se puso un par de gafas en lo que en plan de broma podría llamarse el puente de la nariz y, sujetándola con el brazo completamente estirado, la miró fijamente.

– ¿Cuánto pesaba este hombre? -me preguntó.

– Cuando lo sacaron del canal, unos noventa kilos.

– Es decir que, cuando entrenaba, pesaría unos nueve o diez menos -dijo el Turco-. Un peso medio o semipesado. -Volvió a mirarla y le dio un golpe con el dorso de la mano-. No sé. Después de una temporada en el ring, estos púgiles acaban pareciéndose mucho unos a otros. ¿Por qué cree que era judío? No me da esa impresión.

– Estaba circuncidado -dije-. ¡Ah! Y, por cierto, era zurdo.

– Ya. -El Turco asintió-. A ver, creo que este hombre podría ser, sólo podría ser, digo, un tal Eric Seelig. Fue campeón de los semipesados hace unos años y era de Bromberg. Si es él, fue el judío que venció a unos cuantos boxeadores bastante buenos, como Rere de Vos, Karl Eggert y Zíngaro Trollmann.

– ¿Zíngaro Trollmann?

– Sí, ¿lo conoce?

– He oído hablar de él, desde luego -dije-, como todo el mundo. ¿Qué fue de él?

– Lo último que supe es que estaba de portero en el Cockatoo.

– ¿Y de Seelig? ¿Sabe algo?

– Aquí no llega la prensa, amigo. Lo que sé es de hace meses, pero me dijeron que en su último combate se habían presentado unos matones de las SA. Tenía que defender su título en Hamburgo, contra Helmut Hartkopp, y le metieron el miedo en el cuerpo porque era judío. Después desapareció. Puede que esté en el campo o en el canal y haya terminado allí su vida, quién sabe. Berlín está muy lejos de Hamburgo, pero no tanto como Bromberg. Eso está en el corredor polaco, me parece.

– Eric Seelig, dice.

– Puede. Nunca había tenido que mirar a un cadáver hasta ahora, salvo en el ring, claro. Pero, ¿cómo ha dado conmigo?

– Por un tal Buckow, del T-gym. Le manda recuerdos.

– ¿Bucky? Sí. Buen tipo, Bucky.

Saqué la cartera y le ofrecí un billete, pero no lo quiso, conque le di el paquete de tabaco, menos un cigarrillo. Mistress Charalambides hizo lo mismo.

Estábamos a punto de embarcar de nuevo cuando llegó algo volando por el aire y le dio al hombre del sombrero grande. El hombre cayó con una rodilla en tierra, apretándose la mejilla ensangrentada con la mano.

– Otra vez esos enanos cabrones -escupió el Turco.

A lo lejos, a unos treinta metros, vi a un grupo de jóvenes vestidos de color caqui en un claro del bosque. Otra piedra voló por el aire y a punto estuvo de alcanzar a Mistress Charalambides.

– ¡Yiddos! -decían como si fuese una cancioncilla-. ¡Yidd-os!

– Ya es suficiente -dijo el Turco-. Voy a ajustar las cuentas a esos cabrones.

– No -le dije-, no lo haga. Se meterá en un lío. Déjeme a mí.

– ¿Qué puede hacer usted?

– Ahora lo veremos. Déme la llave de su habitación.

– ¿La llave de mi habitación? ¿Para qué?

– Usted démela.

Abrió su bolso de piel de avestruz y me dio la llave. Estaba sujeta a una gruesa pieza oval de latón. Saqué la llave y se la devolví. A continuación, di media vuelta y me puse a andar en dirección a los atacantes.

– Tenga cuidado -me dijo ella.

Llegó otra piedra volando en dirección a mi cabeza.

– ¡Yidd-os! ¡Yidd-os! ¡Yidd-os!

– ¡Ya es suficiente! -les grité-. ¡El próximo niño que tire una piedra queda arrestado!

Serían unos veinte, de entre diez y dieciséis años. Todos rubios, con cara infantil, gesto duro y la cabeza llena de cosas absurdas que oían decir a nazis como Richard Bömer. Tenían en las manos el futuro de Alemania, además de unas piedras grandes. A unos diez metros de ellos, enseñé brevemente la placa de la llave con la esperanza de que, desde esa distancia, pudiese parecerles una chapa policial. Oí que uno decía en voz baja: «Es poli». Sonreí: el truco había dado resultado. Al fin y al cabo, no eran más que un puñado de mocosos.

– En efecto, soy policía -dije, sin soltar la placa-. Comisario Adlon, de la brigada criminal de Westend Praesidium. Sabed que habéis tenido mucha suerte por no haber herido gravemente a ninguno de esos otros agentes de policía.

– ¿Agentes de policía?

– Pero si parecen judíos. Algunos sí, desde luego.

– ¿Qué clase de policías van por ahí vestidos de judíos?

– Los de la secreta, para que lo sepas -dije, y sacudí un buen bofetón al muchacho pecoso que parecía el mayor. Se puso a llorar-. Son oficiales de la Gestapo y están buscando a un criminal despiadado que ha matado a unos cuantos niños en este bosque. Sí, eso es, chicos como vosotros. Les corta el cuello y los despedaza. El único motivo por el que no ha salido en la prensa es porque no queremos que cunda el pánico, pero resulta que ahora llegáis vosotros, pandilla de bobos, y casi echáis a perder la operación.