Otro factor que dificultaba la labor de detective de hotel era la frecuente renovación del personaclass="underline" la sustitución de empleados honrados y trabajadores que resultaban ser judíos por otros mucho menos honrados y trabajadores, pero que, al menos, tenían más pinta de alemanes.
En general, procuraba no meterme en esos asuntos, pero, cuando la detective del Adlon decidió marcharse de Berlín para siempre, me sentí obligado a echarle una mano.
Entre Frieda Bamberger y yo había algo más que amistad. De vez en cuando éramos amantes de conveniencia, que es una manera bonita de decir que nos gustaba irnos juntos a la cama, pero que el asunto no iba más allá, porque ella tenía un marido semiadosado que vivía en Hamburgo. Había sido esgrimista olímpica, pero, en noviembre de 1933, su origen judío le había valido la expulsión del Club de Esgrima berlinés. Otro tanto le había sucedido a la inmensa mayoría de los judíos alemanes afiliados a gimnasios y asociaciones deportivas. En el verano de 1934 ser judío equivalía a ser protagonista de un aleccionador cuento de los hermanos Grimm, en el que dos niños abandonados se pierden en un bosque infestado de lobos feroces.
No es que Frieda creyera que la situación pudiese estar mejor en Hamburgo, pero esperaba que la discriminación que padecía fuera más llevadera con la ayuda de su gentil marido.
– Oye -le dije-, conozco a una persona del Negociado de Asuntos Judíos de la Gestapo, fuimos compañeros en el Alex. Una vez lo recomendé para un ascenso, conque me debe un gran favor. Voy a ir a hablar con él, a ver qué se puede hacer.
– No puedes cambiar lo que soy, Bernie -me dijo ella.
– Quizá, pero a lo mejor puedo cambiar lo que te consideren los demás.
En aquella época vivía yo en Schlesische Strasse, en la parte oriental de la ciudad. El día de la cita con la Gestapo, había cogido el metro en dirección oeste hasta Hallesches Tor y, luego, cuando iba a pie hacia el norte por Wilhelmstrasse, fue cuando topé con aquel policía enfrente del hotel Kaiser. El eventual santuario del Excelsior se encontraba a tan sólo unos pasos de la sede de la Gestapo de Prinz-Albrecht Strasse, 8: un edificio que, más que el cuartel general del nuevo cuerpo alemán de la policía secreta, parecía un elegante hotel Wilhelmine, efecto que reforzaba la proximidad del antiguo hotel Prinz Albrecht, ocupado ahora por la jefatura administrativa de las SS. Poca gente transitaba ya por esa calle, salvo en caso de absoluta necesidad, y menos ahora, después de que hubieran atacado allí a un policía. Quizá por eso me imaginé que sería el último sitio en el que me buscarían.
Con su balaustrada de mármol, sus altas bóvedas y una escalinata con peldaños de la anchura de la vía del tren, la sede de la Gestapo se parecía más a un museo que a un edificio de la policía secreta; o quizás a un monasterio… pero de monjes de hábito negro que se divertían persiguiendo a la gente para obligarla a confesar sus pecados. Entré en el edificio y me acerqué a la chica del mostrador, quien iba de uniforme y no carecía de atractivo, y me acompañó, escaleras arriba, hasta el Negociado II.
Al ver a mi antiguo conocido, sonreí y saludé con la mano al mismo tiempo; un par de mecanógrafas que estaban cerca de allí me echaron una mirada entre divertida y sorprendida, como si mi sonrisa y mi saludo hubiesen sido ridículos y fuera de lugar. Y así había sido, en efecto. No hacía más de dieciocho meses que existía la Gestapo, pero ya se había ganado una fama espantosa y, precisamente por eso, estaba yo tan nervioso y había sonreído y saludado a Otto Schuchardt nada más verlo. Él no me devolvió el saludo. Tampoco la sonrisa. Schuchardt nunca había sido lo que se dice el alma de las fiestas, pero estaba seguro de haberle oído reír cuando éramos compañeros en el Alex. Claro que quizás entonces se riese sólo porque yo era su superior y, en el momento mismo de darnos la mano, empecé a pensar que me había equivocado, que el duro poli joven al que había conocido se había vuelto del mismo material que la balaustrada y las escaleras que llevaban a la puerta de su sección. Fue como dar la mano al más gélido director de pompas fúnebres.
Schuchardt era bien parecido, si uno considera guapos a los hombres rubísimos de ojos azul claro. Como yo también lo soy, tuve la sensación de haber dado la mano a una versión nazi de mí mismo, muy mejorada y mucho más eficiente: a un dios hombre, en vez de a un infeliz Fritz con novia judía. Aunque, por otra parte, nunca me empeñé en ser un dios ni en ir al cielo, siquiera, al menos mientras las chicas malas como Frieda se quedasen en el Berlín de Weimar.
Me hizo pasar a su reducido despacho y cerró la puerta, de cristal esmerilado, con lo cual nos quedamos solos, en compañía de una pequeña mesa de escritorio, un batallón de archivos metálicos grises como tanques y una hermosa vista del jardín trasero de la Gestapo, cuyos macizos de flores atendía primorosamente un hombre.
– ¿Café?
– Claro.
Schuchardt metió un calentador en una jarra de agua. Parecía que le hacía gracia verme, es decir, puso cara de depredador medianamente satisfecho después de almorzar unos cuantos gorriones.
– ¡Vaya, vaya! -dijo-. ¡Bernie Gunther! Han pasado dos años, ¿no?
– Por fuerza.
– También está aquí Arthur Nebe, por supuesto, es subcomisario y juraría que conoces a muchos más. Personalmente, no entendí por qué dejaste la KRIPO.
– Preferí irme antes de que me echasen.
– Me da la impresión de que en eso te equivocas. El Partido prefiere criminalistas puros como tú cien veces más que un puñado de oportunistas violetas de marzo que se han subido al carro por otros motivos. -Arrugó su afiladísima nariz con gesto desaprobador-. Por descontado, en la KRIPO quedan todavía unos cuantos que no se han unido al Partido y ciertamente se los respeta. Por ejemplo, Ernst Gennat.
– Seguro que tienes razón.
Podría haber nombrado a todos los buenos policías que habían sido expulsados de la KRIPO durante la gran purga que sufrió el cuerpo en 1933: Kopp, Klingelhöller, Rodenberg y muchos más, pero no había ido a discutir de política. Encendí un Muratti, me ahumé los pulmones un segundo y me pregunté si me atrevería a hablar de lo que me había llevado al despacho de Otto Schuchardt.
– Relájate, viejo amigo -dijo, y me pasó una taza de café sorprendentemente sabroso-. Fuiste tú quien me ayudó a colgar el uniforme y a entrar en la KRIPO. No olvido a los amigos.
– Me alegro de saberlo.
– No sé por qué, pero tengo la sensación de que no has venido a denunciar a nadie. No, no me pareces de ésos, conque dime, ¿en qué puedo ayudarte?
– Tengo una amiga judía -dije-, una buena alemana, incluso nos representó en las Olimpiadas de París. No es religiosa practicante y está casada con un gentil. Quiere irse de Berlín; espero poder convencerla de que cambie de opinión y me preguntaba si sería posible olvidar su origen o, tal vez, pasarlo por alto. En fin, se sabe que esas cosas pasan de vez en cuando.
– ¿De verdad?
– Sí, bueno, es lo que me parece.
– Yo en tu lugar no repetiría esos rumores, por muy ciertos que sean. Dime, ¿hasta qué punto es judía tu amiga?
– Como te he dicho, en las Olimpiadas de…
– No; me refiero a la sangre, que es lo que ahora cuenta de verdad. La sangre. Si tu amiga es de sangre judía, poco importará que se parezca a Leni Riefenstahl y esté casada con Julius Streicher.
– Es judía por parte de madre y de padre.
– Entonces, no hay nada que hacer y además te aconsejo que te olvides de ayudarla. ¿Dices que tiene intenciones de marcharse de Berlín?
– Le parece que podría ir a vivir a Hamburgo.
– ¿A Hamburgo? -Eso sí que le hizo gracia-. No creo que sea la solución del problema, de ninguna manera. No, mi consejo sería que se marchase de Alemania directamente.
– Bromeas.