– Pero nosotros no tenemos la culpa, señor. Es que parecen judíos.
También a él le solté un bofetón. Me pareció muy bien que se hiciesen una idea certera de lo que en realidad era la Gestapo. Quizás así hubiera alguna esperanza de futuro para Alemania, a pesar de todo.
– ¡Cállate! -le espeté-. Y no hables si no te preguntan. ¿Entendido?
Resentidos, los miembros de las juventudes hitlerianas asintieron en silencio.
Agarré a uno por el pañuelo del cuello.
– ¡Tú!, ¿tienes algo que decir?
– Que lo siento, señor.
– ¿Lo sientes? Podías haber sacado un ojo a aquel agente. Será buena idea decir a vuestros padres que os den unos buenos cintarazos o, mejor aún, que os detengan y os metan en un campo de concentración. ¿Os gustaría? ¿Eh?
– Por favor, señor, no queríamos hacer daño.
Solté al chico. Ya se les había puesto cara de arrepentimiento a todos. No parecían de las juventudes hitlerianas, sino, más bien, un grupo de escolares. Los había puesto donde quería. Era como si estuviese entrenando a una patrulla en el Alex. Al fin y al cabo, los policías hacen las mismas tonterías juveniles que los escolares, salvo los deberes del colegio.
– De acuerdo. Por esta vez, lo dejaremos así. Y va por todos. No se lo contéis a nadie. A nadie, ¿entendido? Se trata de una operación encubierta. La próxima vez que tengáis ganas de tomaros la ley por vuestra cuenta, no lo hagáis. No todo el que parece un judío lo es de verdad. Metéoslo en la cabeza. Ahora, volved a casa antes de que me arrepienta y os detenga por atacar a un agente de policía. Y no olvidéis lo que os he dicho: hay un criminal despiadado rondando por estos bosques, conque más vale que os larguéis y no volváis hasta que os enteréis por la prensa de que lo han cogido.
– Sí, señor.
– Así lo haremos, señor.
Volví a las tiendas de la orilla del lago. Atardecía. Las ranas se preparaban para el concierto nocturno, los peces saltaban en el agua y uno de los judíos estaba tirando la caña hacia una onda en expansión. La herida del hombre del sombrero no era grave; estaba fumando un cigarrillo de los míos para tranquilizarse.
– ¿Qué les ha dicho para deshacerse de ellos? -preguntó el Turco.
– Les he dicho que eran ustedes policías de incógnito -respondí.
– ¿Y se lo han creído? -preguntó Mistress Charalambides.
– A pie juntillas.
– Pero, ¿por qué? -dijo-. Es una mentira flagrante.
– ¿Acaso ha detenido eso a los nazis alguna vez? -Señalé la lancha con un gesto de la cabeza-. Suba -le dije-, nos vamos.
Cogí de detrás de la oreja el último cigarrillo que me quedaba y lo encendí con una astilla de la hoguera que me acercó el Turco.
– Creo que los dejarán en paz -le dije-. No les he metido en el cuerpo el temor de Dios, sólo el de la Gestapo; para ellos es más importante, me parece.
El Turco se rió.
– Gracias, mister -dijo, y me estrechó la mano.
Desamarré y subí a la lancha con Mistress Charalambides.
– Si algo he aprendido en estos últimos años -dije, al tiempo que ponía el motor en marcha- es a mentir como si fuera verdad. Si uno está previamente convencido de algo, por estrafalario que sea, nunca se sabe hasta qué punto puede salirse con la suya, con los tiempos que corren.
– Es usted tan cínico que lo he tomado por nazi -dijo ella.
Creo que quiso hacer una broma, pero no me gustó oírselo decir. Naturalmente, al mismo tiempo sabía que tenía razón. Soy cínico. Podría haber alegado en mi defensa que había sido poli y que para los polis sólo hay una verdad: todo lo que te cuentan es mentira; pero tampoco me pareció apropiado. Ella tenía razón y no era cuestión de burlarme de ella con otro comentario cínico sobre la posibilidad de que los nazis pusieran algo en el agua, como bromuro, por ejemplo, para que todos los alemanes pensásemos lo peor de los demás. Era cínico. ¿Y quién no, que viviese en Alemania?
Nunca habría desconfiado de Noreen Charalambides y, desde luego, tampoco quería que fuese a la inversa. Como no tenía a mano un bozal, me tapé un labio con el otro para dominar la lengua un rato y apreté el acelerador. Una cosa es morder al enemigo y otra muy distinta que parezcas capaz de morder a tus amigos, por no hablar de la mujer de la que te estás enamorando.
16
Devolvimos la lancha y regresamos al coche. Partimos en dirección este y entramos en Berlín, en calles llenas de gente silenciosa que probablemente no querían saber nada los unos de los otros. Nunca había sido una ciudad muy cordial. La hospitalidad no es una característica destacable de los berlineses, pero ahora parecía Hamelín sin niños. Todavía quedaban las ratas, claro.
Hombres respetables, con sombrero de fieltro bien cepillado y cuello de tirilla, volvían rápidamente a casa después de pasar un día respetable más procurando no ver a los gamberros que se empeñaban en plantar sus sucias botas en los mejores muebles del país. Los cobradores de los autobuses sacaban como podían medio cuerpo fuera de la plataforma para evitar la menor posibilidad de conversación con los pasajeros. En esa época nadie quería manifestar su opinión. Eso no lo especificaba en las guías Baedeker.
En la parada de taxis de la esquina de Leibnizstrasse, los conductores cerraban la capota de cuadros de sus vehículos: señal inequívoca de que la temperatura descendía. Sin embargo, el frío todavía no era tanto como para desalentar a un trío de hombres de las SA, que, con gran valentía, no cejaba en su vigilante boicot a una joyería de propiedad judía que había cerca de la sinagoga de Fasanenstrasse.
«¡Alemanes, defendeos! ¡No compréis en comercios judíos! ¡Consumid sólo productos alemanes!»
Con sus botas marrones de cuero, sus cinturones cruzados marrones de cuero y sus caras marrones de cuero, iluminados por el neón verde de Kurfürstendamm, los tres nazis parecían reptiles prehistóricos, peligrosos como cocodrilos hambrientos que se hubieran escapado del acuario del parque zoológico.
Noté frío en la sangre, yo también. Como si necesitase un trago.
– ¿Está enfadado? -me preguntó ella.
– ¿Enfadado?
– A modo de protesta silenciosa.
– Es la única forma segura de protestar, con los tiempos que corren. De todos modos, se arregla con un trago.
– A mí tampoco me vendría mal.
– Pero en el Adlon no, ¿de acuerdo? Si vamos allí, seguro que me encargan algo. -Al acercarnos al cruce con Joachimstaler Strasse, señalé con el dedo-: Allí. El bar Cockatoo.
– ¿Una de sus guaridas predilectas, Gunther?
– No, la de otra persona, con la que debería usted hablar para lo del artículo.
– ¡Ah! ¿Quién?
– Zíngaro Trollmann.
– Es verdad, me acuerdo. El Turco dijo que era el portero del Cockatoo, ¿no? El que luchó con Eric Seelig.
– Por lo que dijo, no estaba seguro al cien por cien de que Seelig fuese nuestro Fritz. Quizá Trollmann nos lo pueda confirmar. Cuando pasas un rato en el ring con un tipo que quiere pegarte, supongo que llegas a conocerle la cara perfectamente.
– ¿Es gitano y por eso lo llaman Zíngaro o es como el Turco de Solly Mayer?
– Para su desgracia, es gitano de verdad. Lo cierto es que los nazis no sólo desprecian a los judíos: a los gitanos también, y a los afeminados, a los testigos de Jehová, a los comunistas, por descontado, y no nos olvidemos de los rojos. Hasta el momento, son quienes se han llevado la peor parte, quiero decir, que todavía no sé de nadie a quien hayan ejecutado por ser judío.