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Pensé en contarle lo que me había dicho Otto Trettin del hacha que cae de Plotzensee, pero preferí dejarlo correr. Puesto que iba a tener que hablarle de Zíngaro Trollmann, supuse que no podría soportar más que una historia triste por velada. La verdad es que no había historia más triste que la de Zíngaro Trollmann.

Llegábamos antes que la clientela principal del Cockatoo; así pues, «Rukelie», como llamaban a Trollmann sus compañeros de trabajo, no había llegado todavía. A las siete de la tarde, nadie causaba problemas, ni siquiera yo.

Una parte del Cockatoo estaba ambientada como un bar de la Polinesia francesa, pero en general todo eran envolventes sillones de terciopelo, papel aterciopelado en las paredes y luces rojas, como en cualquier otra parte de Berlín. Se decía que la barra, azul y dorada, era la más larga de la ciudad, pero estaba claro que lo decían quienes no tenían cinta métrica o creían que Tipperary estaba muy lejos. El techo parecía glaseado, como una tarta de boda. Tenía un cabaret soso, una pista de baile y una pequeña orquesta que, a pesar de lo mal que consideraban los nazis la música decadente, se las arreglaba para tocar jazz como si, en vez de habérselo inventado hombres negros, fuese cosa de un organista de iglesia de Brandeburgo. Como las bailarinas desnudas estaban estrictamente prohibidas en todos los clubs, la atracción del Cockatoo consistía en poner en cada mesa una percha con un loro, aunque sólo servía para recordar a todo el mundo otra gran ventaja de las bailarinas: no se cagaban encima del plato de nadie. Con la salvedad de Anita Berber, eso sí.

Mientras yo bebía schnapps, Mistress Charalambides tomaba Martini a sorbitos, como una geisha el té, y sin que se le notasen más los efectos, conque no tardé en pensar que el talento para escribir no era lo único que tenía en común con su marido. Tomaba su bebida como los dioses su dosis diaria de ambrosía.

– A ver, cuénteme algo de Zíngaro Trollmann -dijo, al tiempo que sacaba su libreta y su lapicero de periodista.

– Al contrario que el Turco, que es tan turco como yo, Trollmann es gitano auténtico, un sinti, que es un subgrupo romanó, pero no me pregunte más, porque no soy Bruno Malinowski. Cuando todavía éramos una república, todos los periódicos armaban mucho revuelo con Trollmann porque era gitano y, como además era bien parecido, por no hablar de su excelente categoría en el ring, no tardó mucho en triunfar. Los promotores nunca se cansaban del chaval. -Me encogí de hombros-. No creo que tenga ni veintisiete años. El caso es que a mediados del año pasado se iba a presentar al título alemán de los semipesados y, a falta de mejores candidatos, combatiría con Adolf Witt por el título vacante aquí, en Berlín.

»Huelga decir que los nazis esperaban que se impusiera la superioridad aria y Witt machacase a su contrincante de raza inferior. Ése fue uno de los motivos por los que le permitieron pelear, aunque no por ello se olvidaron de untar a los jueces, desde luego, pero no contaron con el público, que se quedó tan impresionado con su entrega y su exhibición de dominio total, que, cuando los jueces proclamaron vencedor a Witt, se armó tal pitote que tuvieron que revocar la decisión y darle el título a él. El chaval lloraba de contento, pero, por desgracia para él, la alegría duró poco.

»Seis días después, la Federación Alemana de Boxeo lo despojó del título y de la licencia so pretexto de que no era digno de llevar el cinturón debido a su estilo de golpear y apartarse y por haber hecho una cosa tan poco digna de hombres como llorar.

Mistress Charalambides había llenado ya varias páginas de la libreta de taquigrafía pulcramente escrita. Dio un sorbito a su copa y sacudió la cabeza.

– ¿Se lo quitaron porque lloró?

– Pero todavía falta lo peor -dije-. Una historia típicamente alemana. Como supondrás, le mandan amenazas de muerte en cartas escritas con tinta envenenada, le meten zurullos en el buzón… En fin, de todo. Su mujer y sus hijos están asustados. La cosa se pone tan fea que obliga a su mujer a pedir el divorcio y a cambiarse el apellido, para que los chicos y ella puedan vivir en paz. Pero todavía no lo han derrotado, cree que puede salir de apuros a puñetazos. A regañadientes, la Federación le dio permiso para combatir otra vez, con dos condiciones: la primera, que no utilizase su estilo de golpear y apartarse, que es la clave de su gran categoría de luchador. Es decir, era rápido y no había forma de encajarle un guantazo. Y la segunda, que el contrincante del primer combate fuese Gustav Eder, un tipo que pesaba mucho más.

– Querían humillarlo -dijo ella.

– Lo que querían era matarlo en la lona -dije-. El combate fue en julio de 1933, en la fábrica de cerveza Bock, aquí en Berlín. Con la intención de ridiculizar las restricciones raciales, Trollmann se presentó hecho una caricatura de hombre ario, cubierto de harina y con el pelo teñido de rubio.

– ¡Ay, Dios! Es decir, ¿como un pobre negro que quiere disfrazarse para evitar que lo linchen?

– Más o menos, supongo. El caso es que se celebró el combate y, como lo habían obligado a no luchar al estilo que lo había convertido en campeón, se quedó pegado a Eder, devolviéndole puñetazo por puñetazo. El contrincante, que pesaba más, le dio una paliza tremenda, hasta que, hacia el quinto asalto, lo sometió y lo venció por K.O. Desde entonces, no ha vuelto a ser el mismo luchador. Lo último que supe de él es que combatía todos los meses con tipos más fuertes que él y que se dejaba dar unas palizas tremendas sólo por poder llevar dinero a su mujer.

Mistress Charalambides sacudió la cabeza.

– Es una tragedia griega moderna -dijo.

– Si lo dice por la poca risa que da, tiene razón, y le aseguro que los dioses se merecen una patada en el culo o algo peor por permitir que le hagan eso a una persona.

– Por lo que he visto hasta ahora, los dioses han dejado de trabajar en Alemania.

– He ahí la cuestión, ¿no? Si no están ahí para ayudarnos ahora, es posible que ni existan.

– No lo creo, Bernie -dijo ella-. Para una dramaturga es muy malo creer que no hay nada más allá del hombre. A nadie le gusta ir al teatro para que le digan eso, y menos ahora. Puede que ahora menos que nunca.

– A lo mejor empiezo a ir al teatro otra vez -dije-. ¡Quién sabe! A lo mejor me devuelve la fe en la naturaleza humana. Pero, mire, ahí viene Trollmann, conque más vale que no alimente esperanzas.

En el momento en que lo decía supe que si mi fe en la naturaleza humana me había tocado en la lotería, rompería el boleto sólo con ver a Trollmann otra vez. Zíngaro Trollmann, tan atractivo antes como cualquier campeón, era ahora la caricatura de un púgil sonado. Estaba tan grotescamente desfigurado que fue como clavar los ojos en Mister Hyde nada más salir de casa del doctor Jekyll. La nariz, antaño pequeña y agresiva, parecía ahora, por el tamaño y la forma, un saco de arena en un reducto mal construido que, a su vez, parecía haberle empujado los ojos hacia los lados de la cabeza, como una res bovina. Las orejas le habían crecido mucho y no tenían contorno, como si le hubiesen caído encima desde la máquina de cortar tocino de una chacinería. Tenía la boca increíblemente ancha y, cuando sonrió estirando los labios, llenos de cicatrices, y enseñando los dientes que tenía y los muchos que le faltaban, fue como contar un chiste al hermano menor de King Kong. Lo peor era su actitud, más alegre que una pared de dibujos de un jardín de infancia, como si no tuviese la menor preocupación en la vida.

Cogió una silla como si fuera un bastón de pan y la posó con el respaldo hacia la mesa.

Nos presentamos. Mistress Charalambides le dedicó una sonrisa que habría iluminado una mina de carbón y se quedó mirándolo con unos ojos tan azules que habrían sido la envidia de los gatos persas. Trollmann no dejaba de asentir y sonreír, como si fuéramos sus más queridos y antiguos amigos. Tal vez lo fuésemos, teniendo en cuenta cómo lo había tratado el mundo hasta entonces.