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– Si le digo la verdad, Herr Gunther, me acuerdo de usted. Usted es policía. Seguro, me acuerdo.

– Nunca digas la verdad a un policía, Rukelie, porque así es como te pillan. Es verdad, era policía, pero ya no. Ahora sólo soy el guripa del hotel Adlon. Por lo visto, a los nazis les gustan los polis republicanos tanto como los boxeadores gitanos.

– Eso sí que es verdad, Herr Gunther. Sí, sí, me acuerdo de usted, vino a verme pelear. Fue con otro poli, uno que sabía pelear un poco, ¿verdad?

– Heinrich Grund.

– Justo. Sí, me acuerdo de él. Se entrenaba en el mismo gimnasio que yo. Eso.

– Fuimos a verte al Sportpalast. Combatías con Paul Vogel, aquí, en Berlín.

– Vogel, sí. Aquel combate lo gané por puntos. Era un tipo duro, Paul Vogel. -Miró a Mistress Charalambides y se disculpó con un encogimiento de hombros-. Con la pinta que tengo ahora (es difícil de creer, señora, ya lo sé), pero en aquella época ganaba muchos combates. Ahora ya sólo me quieren de saco de arena. Ya sabe, me ponen delante de uno para que practique puntería. Claro, que podría tumbar a unos cuantos, desde luego, pero no me dejan pelear a mi manera. -Levantó los puños y, sin moverse de la silla, hizo una demostración de esquives y directos-. ¿Sabe lo que digo?

Ella asintió y le puso la mano en su zarpa de soldador.

– Es usted muy bonita, señora. ¿No es bonita, Herr Gunther?

– Gracias, Rukelie.

– Sí que lo es -dije.

– Conocí a muchas señoras bonitas, y todo por lo guapo que era, para ser boxeador. ¿No es verdad, Herr Gunther?

Asentí.

– No lo había mejor.

– Y todo porque bailaba tanto que ninguno podía encajarme un guantazo. Porque, claro, el boxeo no es sólo golpear, también hay que procurar que no te den, pero esos nazis no quieren que lo haga, no les gusta mi estilo. -Suspiró y una lágrima se asomó a sus ojos bovinos-. Bueno, supongo que ahora ya no tengo nada que hacer en el boxeo profesional. No peleo desde marzo. Ya he perdido seis combates seguidos. Creo que es hora de colgar los guantes.

– ¿Por qué no se va de Alemania? -preguntó ella-. Ya que no le dejan pelear a su estilo…

Trollmann sacudió la cabeza.

– ¿Cómo iba a marcharme? Mis hijos viven aquí y mi ex mujer. No puedo abandonarlos. Además, hace falta dinero para instalarse en otro sitio y ya no puedo ganarlo como antes. Por eso trabajo aquí. También vendo entradas para el boxeo. ¿No quiere comprar alguna? Tengo entradas para el Spichernsaele, Emil Scholz contra Adolf Witt, el 16 de noviembre. Puede ser un buen combate.

Le compró cuatro. Después de los comentarios que había hecho a la salida del T-gym, dudé que tuviese intención de ir a verlo en realidad y supuse que era una forma aceptable de darle un poco de dinero.

– Tome -me dijo ella-. Guárdelas usted.

– ¿Te acuerdas de un tal Seelig con el que peleaste? -le pregunté-. ¿Eric Seelig?

– Claro que me acuerdo de Eric. No se me ha olvidado ninguno de mis combates. El único boxeo que puedo permitirme ahora son los recuerdos. Luché con él en junio de 1932. Perdí por puntos, en la Bock. Claro que me acuerdo de él. ¿Cómo iba a olvidarlo? Eric también pasó una temporada muy mala, como yo. Sólo porque es judío. Los nazis le quitaron los títulos y la licencia. Lo último que supe fue que había combatido con Helmut Hartkopp en Hamburgo. Lo ganó por puntos. En febrero del año pasado.

– ¿Qué fue de él? -Ella le ofreció un cigarrillo, pero él lo rechazó.

– No sé, pero ya no lucha en Alemania, eso lo sé al cien por cien.

Le enseñé la fotografía de Fritz y le conté las circunstancias de su muerte.

– ¿Crees que podría ser éste?

– No, este no es Seelig -dijo Trollmann-. Es más joven que yo y más que este otro, eso seguro. ¿Quién le dijo que era Seelig?

– El Turco.

– ¿Solly Mayer? Ahora lo entiendo. El Turco es tuerto. Se le desprendió la retina. Aunque le pongan delante un juego de ajedrez, no distinguiría las blancas de las negras. Entiéndame, el Turco es un buen tipo, pero ya no ve nada bien.

El local empezaba a llenarse. Trollmann saludó a una chica del otro extremo del bar; no sé por qué, pero llevaba trocitos de papel de plata en el pelo. Lo saludaba toda clase de gente. A pesar de todos los esfuerzos de los nazis por deshumanizarlo, seguía ganándose la simpatía de la gente. Parecía que le caía bien hasta al loro de nuestra mesa, porque le dejaba que le acariciase las grises plumas del pelo sin intentar arrancarle un trozo de dedo.

Trollmann miró la fotografía otra vez y asintió.

– Lo conozco y no es Seelig. Pero, ¿cómo supo que era boxeador?

Le conté que el muerto tenía fracturas curadas en los nudillos de los meñiques y la marca de la quemadura en el pecho. Él asintió como dándome la razón.

– Es usted listo, Herr Gunter, y además acertó. Este tipo es púgil. Se llama Isaac Deutsch y es un boxeador judío, claro. En eso también acertó.

– ¡No siga! -dijo Mistress Charalambides-. ¡Le va a reventar el ego!

Pero ella seguía escribiendo. El lapicero corría por la hoja de la libreta haciendo un ruido como un murmullo insistente.

Trollmann sonrió y siguió hablando.

– Zak era socio del mismo club deportivo obrero que yo, el Sparta, en Hannover. Pobre Zak. Tengo en casa una colección de todos los boxeadores del Sparta; bueno, de los que luchábamos, vaya. Zak está justo delante de mí. Pobre hombre. Era buen tío y muy buen luchador; se entregaba por completo. De todos modos, nunca nos enfrentamos. No me habría gustado pelear contra él. No por miedo, entiéndame, aunque era muy contundente, sino porque era un buen tipo de verdad. Lo entrenaba su tío Joey y tenía posibilidades de ir a las Olimpiadas, hasta que lo echaron de la Federación y del Sparta. -Suspiró y sacudió la cabeza otra vez-. Conque el pobre Zak ha muerto. ¡Qué pena!

– Entonces, ¿no era profesional? -dije.

– ¿Qué diferencia hay? -preguntó Mistress Charalambides.

Solté un gruñido, pero Trollmann, con paciencia, como si se dirigiese a una niña, se lo explicó. Tenía una forma de ser agradable y cordial. De no ser por el recuerdo de haberlo visto en combate, me habría costado mucho creer que hubiera sido boxeador profesional alguna vez.

– Zak quería una medalla antes de hacerse profesional -dijo- y la podría haber ganado si no hubiese sido judío, lo cual es irónico, si eso significa lo que me imagino.

– ¿Qué se imagina que significa? -le preguntó.

– Pues cuando no es lo mismo lo que uno cree que le va a pasar a otro y lo que en realidad le pasa después.

– Encaja perfectamente en este caso -dijo ella.

– Como Zak Deutsch, que no pudo representar a Alemania en las Olimpiadas por ser judío, pero terminó de peón de la construcción en Pichelsberg, en las obras del nuevo estadio, aunque oficialmente no podía trabajar allí. Es que en la construcción de la ciudad olímpica sólo pueden trabajar alemanes arios. Eso tengo entendido, vaya. Y eso es lo que quería decir con «irónico», porque hay muchos judíos trabajando en las obras de Pichelsberg. Yo también tendría que haber ido a trabajar allí, pero encontré esto otro. Es que tienen tanta prisa por terminar el estadio cuanto antes, que no pueden prescindir de ningún hombre sano, sea judío o gentil. Eso tengo entendido, vaya.

– Esto empieza a tener sentido -dije.

– Tiene usted una idea rara de lo que es el sentido, Herr Gunther. -Esbozó su enorme sonrisa dentuda-. A mí me parece cosa de locos.

– Y a mí -murmuró Mistress Charalambides.

– Quiero decir, que empiezo a entender algunas cosas -dije-, pero tienes razón, Rukelie, es cosa de locos. -Encendí un cigarrillo-. Vi muchas estupideces en la guerra: hombres que morían sin motivo, vidas desperdiciadas sin ton ni son y, después de la guerra, otras cuantas estupideces más. Pero este asunto de los judíos y los gitanos es una locura. ¿De qué otra forma se puede explicar lo inexplicable?