– He pensado un poco en eso -dijo Trollmann-; bueno, mucho y, por lo que he visto en el deporte del boxeo, he llegado a una conclusión: a veces, si quieres ganar un combate a costa de lo que sea, odiar al otro ayuda. -Se encogió de hombros-. Gitanos, judíos, homosexuales y comunistas. Los nazis necesitan alguien a quien odiar, simplemente.
– Supongo que tienes razón -dije-, pero me preocupa que haya otra guerra, me preocupa lo que les pueda pasar a todos esos pobres desgraciados que no gustan a los nazis.
17
Me pasé casi todo el trayecto hasta el Adlon pensando en lo que habíamos descubierto. Zíngaro Trollmann me había prometido que me mandaría la foto del club Sparta, pero estaba seguro de que había reconocido perfectamente al muerto de Mühlendamm Lock y de que la información que me había dado sobre Isaac Deutsch era veraz: que había trabajado de peón en las obras del estadio olímpico. Decir una cosa y hacer otra, típico de los nazis. De todos modos, Pichelsberg quedaba a bastante distancia de Mühlendamm, en la otra punta de la ciudad, pero nada de lo que acababa de descubrir justificaba la muerte de Deutsch en agua salada.
– ¡Cuánto habla usted, Gunther!
– Estaba pensando, Mistress Charalambides. ¡Qué opinión tendrá usted de nosotros! Parecemos el único pueblo del mundo que se empeña en estar a la altura de la peor impresión que tienen de nosotros los demás.
– Por favor, apeemos el tratamiento. Charalambides es un apellido larguísimo incluso en Alemania.
– No sé si podré, ahora que me ha contratado usted. Diez marcos al día exigen cierta dosis de cortesía profesional.
– No puedes seguir llamándome Mistress Charalambides si vas a besarme.
– ¿Voy a besarla?
– Lo que dijiste esta mañana sobre Isaac Newton me hace pensar que sí.
– ¡Ah! ¿Qué fue?
– Newton formuló tres leyes para clasificar las relaciones entre dos cuerpos. Si nos hubiera conocido a ti y a mí, creo que habría añadido otra, Gunther. Vas a besarme como dos y dos son cuatro. De eso no hay duda.
– ¿Quiere decir que se puede demostrar matemáticamente y todo eso?
– Se han escrito muchas páginas sobre el tema: impulsos, desequilibrio entre fuerzas, reacciones iguales y opuestas… Entre los dos hay casi ecuaciones suficientes para llenar una sábana.
– En tal caso, de nada vale que me resista a las leyes universales del movimiento, Noreen.
– De nada en absoluto. Al contrario, lo mejor sería que te dejases llevar por el impulso ahora mismo, antes de que se descoyunte el universo entero por tu culpa.
Paré el coche, puse el freno de mano y me acerqué. Ella volvió la cara un momento.
– Hermann-Goering Strasse -dijo-. ¿Antes no se llamaba de otra forma?
– Budapester Strasse.
– Me gusta más. Quiero guardar el recuerdo de la primera vez que me besaste, pero sin Hermann Goering por el medio.
Se volvió expectante hacia mí y la besé con fuerza. Su aliento sabía a tabaco y licor helado, a lápiz de labios y a una cosa especial del interior de sus bragas, más rica que pan recién cocido con mantequilla ligeramente salada. Noté en las mejillas el roce de sus pestañas, como diminutos colibríes y, al cabo de un minuto más o menos, empezó a respirar como una médium cuando quiere comunicarse con el mundo de los espíritus. A lo mejor era eso, además. Ansioso por poseerla de cuerpo entero, metí la mano izquierda por debajo de su abrigo de pieles y la deslicé desde el muslo hasta el torso con insistencia, como si quisiera generar electricidad estática. Noreen Charalambides no era la única que sabía de física. Se le resbaló el bolso del regazo y cayó al suelo con un golpe seco. Abrí los ojos y me separé de su boca.
– De modo que la fuerza de la gravedad todavía funciona -di-je-. Tal como tengo la cabeza, había empezado a dudarlo. Al fin y al cabo, se puede decir que Newton sabía un par de cosas,.
– No lo sabía todo. Apuesto a que no sabía besar a las chicas co-mo tú.
– Porque nunca conoció a una como tú, Noreen. De lo contrario, podría haber hecho algo útil con su vida. Por ejemplo, esto.
La besé otra vez, pero puse la espalda también en ello, como si de verdad quisiera hacer lo que estaba haciendo. Y puede que así fuera. Hacía mucho tiempo que no me enamoraba tanto de una mujer. Eché una mirada por la ventanilla y el rótulo de la calle me recordó lo que había pensado la primera vez que hablé con ella en el hotel, en el apartamento de Hedda Adlon: que era una vieja amiga de mi jefa y que antes me iría a la cama con Hermann Goering que ponerle un dedo encima. Tal como iban las cosas, el primer ministro prusiano iba a llevarse una sorpresa de tamaño Hermann.
Ahora tenía su lengua en mi boca, además del corazón y los recelos que intentaba tragarme. Estaba perdiendo el control, sobre todo el de la mano izquierda, que se había metido por debajo del vestido y estaba haciéndose amiga de la liga y el frío muslo que rodeaba. Ella no hizo ningún movimiento para detener la muñeca que guiaba la mano hasta que ésta se deslizó en el espacio secreto de entre los muslos. Dejé que me apartase la mano, me llevé los dedos a la boca y me los chupé.
– Esta mano… No sé en qué líos se mete a veces.
– Eres un hombre, Gunther, por eso se mete en líos. -Me acarició los dedos con los labios-. Me gusta que me beses, sabes besar muy bien. Si besar fuese un deporte olímpico, serías candidato a medalla, pero no me gustan las prisas. Prefiero que me den un paseo por la pista antes de montarme y no se te ocurra usar la fusta, si no quieres caerte de la silla. Soy una mujer independiente, Gunther. Si corro, es sólo con los ojos abiertos y porque quiero. No pienso ponerme anteojeras si llegamos a la meta ni cuando lleguemos. Es posible que no me ponga absolutamente nada.
– Claro -dije-, no se me habría ocurrido que pudieras ser de otra manera. Ni anteojeras ni bocado, siquiera. ¿Qué te parecería que te diese una manzana de vez en cuando?
– Las manzanas me gustan -dijo-, pero ten cuidado, que a lo mejor te muerdo la mano.
Dejé que me mordiese con fuerza. Me dolió, pero lo disfruté. Me gustaba el dolor que me infligía ella como algo primordial, como algo que estaba destinado a ser así desde siempre. Por otra parte, ambos sabíamos que, cuando hubiésemos tirado la ropa al suelo junto a nuestros sudorosos cuerpos desnudos, se lo pagaría en especie. Siempre ha sido así entre hombre y mujer. A la mujer se la toma, pero no siempre con la debida consideración de lo que es digno, decoroso y educado. Algunas veces, la naturaleza humana nos avergüenza un poco.
Volvimos al hotel y aparqué el coche. Al cruzar por la puerta y entrar en el vestíbulo nos encontramos con Max Reles, que salía a alguna parte. Lo acompañaban Gerhard Krempel y Dora Bauer e iban todos vestidos de noche. Reles se dirigió a Noreen en inglés, lo cual me dio ocasión de decir algo a Dora.
– Buenas noches, Fräulein Bauer -dije con buenos modales.
– Herr Gunther.
– Está usted muy guapa.
– Gracias. -Me sonrió cálidamente-. Gracias de verdad. Le agradezco mucho que me haya proporcionado este trabajo.
– Ha sido un placer, Fräulein. Behlert me ha dicho que trabaja usted con Herr Reles casi en exclusiva.
– Max me da mucho trabajo, sí. Creo que no había escrito tanto a máquina en mi vida, ni siquiera en Odol. El caso es que ahora nos vamos a la ópera.
– ¿Qué van a ver?
Sonrió con ingenuidad.
– No tengo la menor idea. No sé nada de ópera.
– Yo tampoco.
– Supongo que me parecerá insoportable, pero Max quiere que le tome algunas notas durante el descanso.
– ¿Y usted, Herr Krempel? ¿Qué hace durante el descanso? ¿Cargarse una buena melodía, a falta de otra cosa?