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– ¿Nos conocemos? -preguntó sin mirarme apenas.

Gruñó por lo bajo con una voz que parecía que la hubieran lijado y puesto a macerar en petróleo ardiendo.

– No, usted a mí no, pero yo a usted sí.

Krempel era alto, con unos hombros como arbotantes y los ojos completamente negros. Tenía la cabeza tan grande como un galápago y probablemente igual de dura, con el pelo abundante, rubio y corto. Su boca parecía una cicatriz antigua de la rodilla de un futbolista. Unos dedos como garfios empezaban a cerrarse en un puño del tamaño de martillos de demoler. Parecía un auténtico matón de matones y, si el Frente Obrero Alemán tenía una sección para empleados del sector de la intimidación y la coerción, sería razonable pensar que lo hubieran elegido representante a él.

– Me confunde con otra persona -dijo, al tiempo que reprimía un bostezo.

– Me habré equivocado, sí. Será por el traje de noche. Creía que era usted un gorila de las SA.

Max Reles debió de oírme, porque me miró con mala cara y después a Noreen.

– ¿Este friegaplatos la está molestando? -le preguntó en alemán, para que me enterase bien.

– No -dijo ella-. Herr Gunther me ha prestado una gran ayuda.

– ¿De verdad? -Reles soltó una risita-. A lo mejor es su cumpleaños o algo así. ¿Qué me dice, Gunther? ¿Se ha bañado hoy?

A Krempel le hizo mucha gracia la pregunta.

– Dígame, ¿ha encontrado ya mi cajita china o a la chica que la robó?

– El asunto está en manos de la policía, señor. Estarán haciendo todo lo posible por encontrar una solución satisfactoria, no lo dude.

– Eso me consuela mucho. Dígame, Gunther, ¿qué clase de policía era usted antes de ponerse a fisgar por las cerraduras del hotel? Seguro que era de los que llevan un estúpido casco de cuero con la copa plana. ¿Es porque los polis alemanes tienen la cabeza plana o sólo porque algunos de ustedes practican el pluriempleo transportando cestas de pescado en el mercado de Friedrichshain?

– Por las dos cosas, me parece -dijo Krempel.

– ¿Sabe que en los Estados Unidos llaman «pies planos» a los polis porque son muchos los que los tienen? -dijo Reles-. A mí me gusta mucho más «cabeza plana».

– Nuestro deseo es complacer, señor -dije con paciencia-. Damas, caballeros. -Hasta me toqué el ala del sombrero al dar media vuelta para marcharme. Me pareció más diplomático que soltar un puñetazo a Max Reles en las narices y mucho menos merecedor de que me echasen del trabajo-. Que disfrute de la velada, Fräulein Bauer.

Me acerqué tranquilamente al mostrador de recepción, donde Franz Joseph, el conserje, charlaba con Dajos Béla, el director de la orquesta del hotel. Eché un vistazo a mi casilla. Tenía dos mensajes. Uno era de Emil Linthe y decía que había terminado el trabajo. El otro era de Otto Trettin; quería que lo llamase urgentemente. Levanté el teléfono y pedí a la operadora del hotel que me pusiese con el Alex y, después, con Otto, que solía trabajar hasta tarde, ya que no lo hacía desde temprano.

– A ver, ¿qué pasa en Danzig? -le pregunté.

– No te preocupes de eso ahora -dijo-. ¿Te acuerdas del poli al que se cargaron, August Krichbaum?

– Claro -dije, y apreté el puño y me mordí los nudillos con calma.

– El testigo es ex policía. Al parecer, está seguro de que el homicida también lo es. Ha repasado los archivos del personal y ha confeccionado una lista de sospechosos.

– Algo sabía de eso.

Otto hizo una breve pausa.

– Estás en la lista, Bernie.

– ¿Yo? -dije, con toda la frialdad de que fui capaz-. ¿Cómo es eso, en tu opinión?

– Quizá fuiste tú.

– Quizá. Por otra parte, podría ser una encerrona, por mi pasado republicano.

– Pudiera -reconoció Otto-. Se las han hecho a otros por mucho menos.

– ¿Cuántos hay en la lista?

– Me han dicho que sólo diez.

– Ya. Bueno, gracias por el soplo, Otto.

– Me pareció que te gustaría saberlo.

Encendí un cigarrillo.

– Resulta que me parece que tengo coartada para el día de los hechos, pero no quiero utilizarla, porque tiene relación con el colega del Negociado de Asuntos Judíos de la Gestapo, el que me dio una pista sobre lo de mi abuela. Si lo nombro, querrán saber qué hacía yo en la sede de la Gestapo y, de paso, meterlo en el lío.

A menudo, una mentira sencilla ahorra mucho tiempo de verdades. No quería echar tierra a Otto en los ojos, pero me pareció que, en ese asunto, no tenía donde elegir.

– En tal caso, es una suerte que estuvieses conmigo a la hora en que lo mataron -dijo él-, tomando cerveza en el Zum, ¿te acuerdas?

– Cómo no.

– Estuvimos hablando de si me ayudarías con un capítulo de mi nuevo libro sobre un caso en el que trabajaste, el de Gormann el Estrangulador. Te pareció que yo ya lo sabía todo, por la cantidad de veces que me habías aburrido contándome la historia.

– Lo tendré presente. Gracias, Otto.

Solté un suspiro de alivio. El nombre y la palabra de Trettin todavía tenían algún peso en el Alex. Bueno, medio suspiro sólo.

– Por cierto -añadió-. En efecto, Ilse Szrajbman, tu taquimecanógrafa judía, tenía la caja china del cliente. Dice que la cogió en un arrebato, porque Reles se portó como un cerdo y no quiso pagarle lo que le debía por su trabajo.

– Conociendo a Reles, me lo creo sin problemas. -Intenté ordenar un poco mis alterados pensamientos-. Pero, ¿por qué no se lo dijo al director del hotel? ¿Por qué no se lo dijo a Herr Behlert?

– Dice que, para los judíos, no es fácil quejarse de cosas ni de hombres tan bien relacionados como ese Max Reles. Le tenía miedo, según dijo a la KRIPO de Danzig.

– ¿Tanto como para robarle?

– Danzig está lejos de Berlín, Bernie. Por otra parte, lo hizo impulsivamente, como te he dicho, y lo lamentaba.

– La KRIPO de Danzig está llevando el caso con mucho tacto, Otto, ¿por qué?

– Lo hacen por mí, no por la judía. Hay muchos polis provincianos que quieren venir a la gran ciudad a trabajar en delitos criminales, ya lo sabes. Soy alguien para esos imbéciles. El caso es que tengo la caja y, para ser sincero, no entiendo a qué venía tanto jaleo. He visto antigüedades más aparentes en Woolworth’s. ¿Qué quieres que haga con ella?

– Pues déjala en el hotel cuando te venga bien. Prefiero no ir yo al Alex, a menos que me lo pidan. La última vez que estuve allí, tu viejo colega Liebermann von Sonnenberg me endosó un encargo a título de favor.

– Me lo contó.

– Aunque, tal como pintan las cosas, a lo mejor soy yo quien tiene que pedir el favor.

– Es a mí a quien le debes uno, Bernie, no a él.

– Procuraré no olvidarlo. Voy a decirte una cosa, Otto: este asunto de Max Reles tiene más miga que lo de la taquimecanógrafa que quiere ajustar cuentas con su jefe. Esa caja china estaba en un museo de Berlín hace muy pocas semanas. De repente la tiene Reles, quien la utiliza, con pleno conocimiento del ministro del Interior, para sobornar a no sé qué Ami del Comité Olímpico.

– Por favor, Bernie, ten en cuenta lo sensible que tengo el oído. Hay cosas que quiero saber, pero también otras tantas de las que es mejor no hablar.

Colgué y miré a Franz Joseph. En realidad se llamaba Gustav, pero, con su cabeza calva y sus largas patillas, el conserje del Adlon se parecía mucho al antiguo emperador austriaco, Franz Joseph, y por eso lo llamaba así casi todo el personal del hotel.

– Oye, Franz Joseph, ¿te ocupaste tú de las entradas de Reles para la ópera de esta noche?

– ¿Reles?

– El estadounidense de la suite uno catorce.

– Sí. Alexander Kipnis interpreta a Gurnemanz en Parsifal. Incluso a mí me costó conseguir entradas. Kipnis es judío, ya ves, pero en estos tiempos es muy difícil poder oír a un judío cantando Wagner.