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– Me imagino que debe de ser una de las voces menos desagradables de oír en Alemania en estos momentos.

– Dicen que a Hitler no le parece bien.

– ¿Dónde es la ópera?

– En el Teatro Alemán de la Ópera, en Bismarckstrasse.

– ¿Te acuerdas del número de las localidades? Es que tengo que encontrar a Reles para darle un mensaje.

– Falta una hora para que se levante el telón. Tiene un palco en el piso principal, a la izquierda del escenario.

– Tal como lo dices, parece impresionante, Franz.

– Lo es. Es el palco de Hitler, cuando va a la ópera.

– Pero esta noche no va.

– Evidentemente.

Volví al vestíbulo. Behlert hablaba con dos tipos. No los había visto nunca, pero supe que eran policías. En primer lugar, los identificaba la actitud de Behlert: como si estuviese hablando con los dos hombres más interesantes del mundo; en segundo término, la actitud de ellos: parecía que les resbalase todo lo que les decía, salvo lo relativo a mí. Eso lo supe porque Behlert señaló en mi dirección. También supe que eran polis por el abrigo grueso y las botas pesadas que llevaban y por el olor corporal que despedían. En invierno, la poli de Berlín siempre se viste y huele como si estuviera en las trincheras. Se acercaron a mí escoltados por Behlert, quien ponía los ojos en blanco, me enseñaron brevemente la placa y me clavaron una mirada acechante, casi como si pensaran que iba a salir huyendo y les daría ocasión de divertirse un poco disparándome. No se lo podía reprochar, así es como se limpia Berlín de muchos delincuentes.

– ¿Bernhard Gunther?

– Sí.

– Inspectores Rust y Brandt, del Alex.

– Claro, me acuerdo. Son ustedes los investigadores que asignó Liebermann von Sonnenberg al caso de la muerte de Herr Rubusch, el de la dos diez, ¿no es así? Entonces, ¿de qué murió? No llegué a averiguarlo.

– Aneurisma cerebral -dijo uno.

– Aneurisma, ¿eh? Con esas cosas, nunca se sabe, ¿verdad? Estás tan tranquilo saltando por ahí como una mosca y, de pronto, te quedas tumbado en el suelo de la trinchera mirando al cielo.

– Quisiéramos hacerle unas preguntas en el Alex.

– Por supuesto.

Los seguí al exterior, a la fría noche.

– ¿Es por ese caso?

– Lo sabrá cuando lleguemos al Alex -dijo Rust.

Bismarckstrasse no había cambiado de nombre y recorría la ciudad desde la punta occidental del Tiergarten hasta la oriental del Grunewald. El Teatro Alemán de la Ópera, que antes se llamaba Teatro Municipal de la Ópera, estaba más o menos en el centro de la calle, del lado norte, y era un edificio de diseño y construcción relativamente recientes. La verdad es que no me había fijado mucho en él hasta entonces. Al final de una jornada de trabajo, necesito algo menos engañoso que contemplar a un montón de gordos haciéndose pasar por héroes y heroínas. Para mí, una velada musical es el Kempinski Waterland Chorus: una revista de chicas pechugonas con falda corta que tocan el ukelele y cantan canciones vulgares sobre cabreros bávaros.

No estaba de humor para cosas que se tomasen tan en serio a sí mismas como la ópera alemana, y menos después de dos incómodas horas de espera en el Alex para que me preguntasen sobre el poli al que había matado, más otro ratito que tardaron en localizar a Otto Trettin -estaba en el Zum- para que corroborase mi historia. Cuando por fin me soltaron, me pregunté si ahí quedaría todo, aunque, no sé por qué, sospechaba que no y, en conclusión, no tenía ganas de celebrarlo. En total, fue una experiencia, una lección de las que da la vida cuando menos la necesitas.

A pesar de todo, tenía interés en saber con quién compartía el palco Max Reles. Llegué al teatro a tiempo para el descanso y compré una entrada de pie, que me proporcionaba una vista excelente del escenario y, lo que es más importante, de los ocupantes del palco habitual de Hitler, en el piso principal. Incluso pude echarles un vistazo más de cerca antes de que apagasen las luces, porque me dio tiempo a pedir prestados unos gemelos a una mujer que se sentaba al lado de donde estaba yo.

– Hoy no ha venido al teatro -dijo la mujer, al ver hacia dónde miraba.

– ¿Quién?

– El Guía.

Eso era evidente, pero también lo era que había otras personas en el palco, invitados de Max Reles, que eran figuras importantes del Partido Nazi. Uno de ellos, de pelo blanco y gruesas cejas oscuras, rondaba los cincuenta. Llevaba una guerrera marrón de estilo militar con varias condecoraciones, entre ellas, la Cruz de Hierro y un brazalete nazi, camisa blanca, corbata negra, pantalones marrones de montar y botas militares de cuero.

Devolví los gemelos.

– Supongo que no sabrá usted quién es el jefe del grupo.

La mujer miró por los binoculares y asintió.

– Es Von Tschammer und Osten.

– ¿El director de Deportes del Reich?

– Sí.

– ¿Y el general que hay detrás de él?

– Von Reichenau. -Respondió sin la menor vacilación-. El calvo es Walther Funk, del Ministerio de Propaganda.

– Impresionante -dije con verdadera admiración.

La mujer sonrió. Llevaba gafas. No era una belleza, pero parecía inteligente y tenía cierto atractivo.

– Mi trabajo consiste en saber quiénes son esas personas -me dijo-, soy editora fotográfica de la Gaceta Ilustrada de Berlín. -Sin dejar de escrutar el palco, sacudió la cabeza-. Aunque al alto no lo reconozco. El que tiene una cara como un instrumento despuntado y, por cierto, tampoco a la chica atractiva que parece acompañarlo. Parecen los anfitriones, pero no sabría decir si ella es demasiado joven para él o él demasiado viejo para ella.

– Él es estadounidense -dije- y se llama Max Reles. La chica es su taquimecanógrafa.

– ¿Eso le parece?

Cogí los prismáticos y volví a mirar. No vi nada que indicase que Dora Bauer fuese otra cosa que la secretaria de Reles. Tenía una libreta en la mano y parecía escribir algo. Y, desde luego, estaba sumamente atractiva y no se parecía nada a una taquimecanógrafa. Llevaba un collar que brillaba como la inmensa araña eléctrica que lucía sobre nuestras cabezas. Mientras la miraba, dejó la libreta, cogió una botella de champán y llenó la copa a todos los presentes. Apareció otra mujer. Von Tschammer und Osten apuró su copa y tendió el brazo para que se la rellenara. Reles encendió un puro grande. El general se rió de su propia gracia y luego miró lascivamente el escote de la segunda mujer. Eso valía por sí mismo el coste de unos prismáticos de ópera.

– Parece una auténtica fiesta -dije.

– Lo sería, si no fuese Parsifal.

La miré sin comprender.

– Dura cinco horas. -La señora de las gafas miró el reloj-. Todavía quedan tres.

– Gracias por el dato -dije, y me marché.

Volví al Adlon, cogí una llave maestra del mostrador y subí a la suite 114 por las escaleras. Las habitaciones olían mucho a puros y colonia. Los armarios estaban repletos de trajes hechos a medida y los cajones, de camisas primorosamente dobladas. Hasta el calzado era hecho a medida en una empresa de Londres. Sólo de ver el cajón, pensé que me había equivocado de trabajo, aunque, la verdad, para saber eso no me hacía falta mirar los zapatos de Max Reles. Se ganara la vida como se la ganase, le compensaba mucho, desde luego, como todo lo demás, me imaginé. A juzgar por su comportamiento, no podía ser de otra forma. La colección de relojes y anillos de oro que había en la mesilla de noche confirmaba la impresión de un hombre a quien no le preocupan su seguridad personal ni los precios de la altura del monte Matterhorn que tenía el Adlon.

Había una Torpedo tapada en la mesa de la ventana, pero el archivo alfabético de acordeón que había debajo, en el suelo, me indicó que se usaba mucho: estaba lleno de correspondencia con empresas de construcción, compañías de gas, aserraderos, productores de caucho, fontaneros, electricistas, ingenieros, carpinteros… y de toda Alemania, además, desde Bremen a Wurzburgo. Algunas cartas estaban en inglés, desde luego, y de entre ellas, había unas cuantas dirigidas a la Avery Brundage Company de Chicago, cosa que debería haber sido un indicio de algo, aunque no supe de qué.