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– No se te ocurrirá hablar de nuestro amigo Zak Deutsch, ¿verdad, Noreen? Ni de mí, ahora que lo pienso.

– No, por supuesto que no. Dime una cosa. ¿Crees que se lo cargó alguien?

– Puede que sí y puede que no. Lo sabremos con más seguridad cuando hayamos hablado con Stefan Blitz. Es el geólogo que te dije. Espero que nos aclare cómo puede ahogarse uno en agua salada en el centro de Berlín. Una cosa es caerse al océano Atlántico frente a la costa irlandesa y otra muy distinta aparecer ahogado en un canal de la ciudad.

Hasta la primavera de 1934, Stefan Blitz había sido profesor de geología en la Universidad Federico Guillermo de Berlín. Lo conocía porque había ayudado alguna vez a la KRIPO a identificar barro de los zapatos de sospechosos de homicidio o de los de las víctimas. Vivía en el suroeste de Berlín, en Zehlendorf, en una urbanización nueva que se llamaba La Cabaña del Tío Tom, por una taberna de las inmediaciones y una tienda del metropolitano que, a su vez, se llamaban así por el libro de Harriet Beecher Stowe. A Noreen le intrigó.

– Es increíble -dijo-. En los Estados Unidos, nadie se habría atrevido a poner ese nombre a una urbanización, no fueran a pensar que las casas eran aptas sólo para negros.

Aparqué frente a un edificio de apartamentos de cuatro pisos tan grande como una manzana entera de la ciudad. La lisa y moderna fachada se curvaba levemente y estaba moteada de ventanas empotradas -como nichos- de diferentes tamaños y en diferentes niveles. Parecía una cara después de un ataque de viruela. En Berlín había centenares, puede que millares, de viviendas Weimar como aquéllas, todas tan elegantes como paquetes de Persil. No obstante, aunque los nazis despreciaban el modernismo, tenían más en común con sus arquitectos, judíos en su mayoría, de lo que pudieran pensar. Tanto el nazismo como el modernismo eran producto de lo inhumano y, cada vez que miraba un edificio de esos, de cemento gris y todos iguales, enseguida me lo imaginaba habitado por un destacamento ordenado y homogéneo de grises guardias de asalto, como ratas en una caja.

En cambio, por dentro era otra cosa… al menos, el apartamento de Stefan Blitz. En contraste con el modernismo cuidadosamente planeado de la fachada, sus muebles eran viejos, de caoba, la tapicería se deshilachaba, los adornos guillerminos estaban desportillados, los manteles eran de hule, los libros formaban torres de Eiffel y las estanterías estaban consagradas a piedras y minerales cortados en secciones.

El propio Blitz estaba tan deshilachado como la tapicería de sus muebles, igual que cualquier otro judío a quien se le hubiese prohibido su forma de ganarse la vida: tan flaco como una maqueta sacada del desván de un pintor, malviviendo a duras penas. Era un hombre hospitalario, amable y generoso y supo demostrar una manera de ser diametralmente opuesta a las del horrible judío avaro que tanto caricaturizaba la prensa nazi. A pesar de todo, era lo que parecía: una sanguijuela en el hervidero de Damasco. Nos ofreció té, café, Coca-Cola, alcohol, algo de comer, una silla más cómoda, chocolatinas y sus últimos cigarrillos, hasta que por fin, después de rechazarlo todo, llegamos al motivo de la visita.

– ¿Es posible que un hombre se ahogue en agua marina en el centro de Berlín? -pregunté.

– Doy por supuesto que has eliminado la posibilidad de una piscina; de lo contrario, no habrías venido. Los baños del Jardín del Almirante de Alexanderplatz son de agua salada. Yo me bañaba allí, antes de que nos lo prohibieran.

– La víctima es un judío -dije- y, en efecto, creo que por eso mismo he eliminado la posibilidad.

– ¿Por qué, si no te importa que te lo pregunte, se molesta un gentil en investigar la muerte de un judío en Alemania?

– La idea es mía -dijo Noreen.

Le contó que el boicot estadounidense a las Olimpiadas había fracasado, que tenía esperanzas de que un periódico pudiera remediarlo y que ella también era judía.

– Supongo que el triunfo del boicot de los Estados Unidos significaría algo -dijo Blitz-, aunque tengo mis dudas. Con boicot o sin él, no va a ser tan fácil desbancar a los nazis. Ahora tienen el poder y no piensan renunciar a él. Se hundirá el Reichstag antes de que convoquen otras elecciones; sé de lo que hablo, créame. Lo han construido sobre pilares porque, entre el edificio y el Museo Viejo, hay muchas zonas cenagosas.

Noreen encendió el neón de su sonrisa. Pareció que el apartamento se calentara con su encanto, como si se hubiese encendido de pronto la vacía chimenea. Prendió un cigarrillo que sacó de una cajita de oro y se la ofreció a Blitz; éste cogió uno y se lo puso en la oreja como si fuera un lapicero.

– Es posible que alguien se ahogue en agua marina en Berlín, pregunta este hombre -dijo Blitz-. Hace dos mil seiscientos millones de años, todo esto era un mar antiguo: el Zechstein. La propia ciudad se fundó sobre un archipiélago que emergió en un valle fluvial durante la última glaciación. El substrato es prácticamente arena y sal. Mucha sal del mar de Zechstein. La sal formó varias islas en la superficie de la tierra y algunas bolsas profundas de agua por toda la ciudad y sus contornos.

– ¿Bolsas de agua marina? -preguntó Noreen.

– Sí, sí. En mi opinión, en Berlín hay unos cuantos lugares en los que no se debería excavar. Esas bolsas pueden destruirse con facilidad, con consecuencias potencialmente desastrosas.

– ¿Podría ocurrir algo así en Pichelsberg?

– Podría ocurrir casi en cualquier parte de Berlín -dijo Blitz-. Si alguien actuase precipitadamente, sin hacer los estudios geológicos previos adecuados -como perforaciones y esa clase de cosas-, no sólo se tragaría las manidas mentiras que la nueva Alemania obliga a tragar, sino también una considerable cantidad de agua salada. -Sonrió con cautela, como quien juega a las cartas sin conocer bien las reglas.

– ¿En Pichelsberg también? -insistí.

Blitz se encogió de hombros.

– ¿Pichelsberg? ¿A qué viene tanto interés por Pichelsberg? Soy geólogo, no urbanista, Herr Gunther.

– Vamos, Stefan, sabes por qué lo pregunto.

– Sí, y no me gusta. Tengo muchos problemas, no me hace falta añadir Pichelsberg. ¿Adónde quieres ir a parar exactamente con todo esto? Has hablado de un ahogado, judío, según tú, y de un artículo para un periódico. Perdóname, pero me parece que con un judío muerto ya hay bastante.

– Doctor Blitz -dijo Noreen-, le prometo que no le atribuiré nada de lo que diga. No daré citas textuales suyas, no hablaré de La Cabaña del Tío Tom, no diré siquiera que entrevisté a un geólogo.

Blitz se quitó el cigarrillo de la oreja y se quedó mirándolo como si fuese el centro de una piedra blanca. Cuando lo encendió, se le vio la satisfacción en la cara y en la voz.

– Cigarrillos americanos. Estoy tan acostumbrado a fumar tabaco malo que se me había olvidado lo rico que es. -Asintió pensativamente-. Quizá debería intentar irme a América. Por desgracia, sé muy bien que la vida en Alemania no consiste en la libertad y la búsqueda de la felicidad; al menos, si eres judío.

Noreen vació la pitillera en la mesa.

– Por favor -dijo-, quédeselos. Tengo más en el hotel.

– Si está usted segura… -dijo él.

Noreen asintió y se arropó el pecho con el abrigo de marta cibelina.

– Una buena constructora -dijo con cautela- primero haría una perforación, no se pondría a cavar directamente. ¿Lo entiende? La glaciación dejó tras de sí un verdadero substrato mixto que podría hacer la construcción impredecible en Berlín, sobre todo en una zona como Pichelsberg. ¿Responde eso a su pregunta?

– ¿Es posible que lo ignoren quienes están levantando el estadio olímpico? -preguntó ella.

Blitz se encogió de hombros.

– ¿Quién ha hablado de las Olimpiadas? No sé absolutamente nada de eso ni quiero saberlo, se lo aseguro. Nos dicen que no son para judíos y yo soy el primero en alegrarse. -El apartamento estaba helado, pero él se secó un poco de sudor de la frente con un pañuelo andrajoso-. Mire, si no le importa, creo que ya he hablado bastante.