– Una pregunta más -dije- y nos vamos.
Blitz se quedó mirando al techo un momento, como pidiendo paciencia a su hacedor. Cuando se llevó el cigarrillo a los cuarteados labios otra vez, la mano le temblaba.
– ¿Hay oro en los substratos de Berlín?
– Oro, sí, oro, pero trazas nada más. Créeme, Bernie, no te vas a hacer rico buscando oro en Berlín. -Soltó una risita-. A menos que se lo quites a quienes lo tienen. Te lo dice un judío, o sea que es tan seguro como si lo tuvieras en el banco. Ni siquiera los nazis son tan idiotas como para buscar oro en Berlín.
No nos quedamos mucho tiempo más. Los dos sabíamos que habíamos alterado a Blitz y, a la vista de lo que había dicho, no me extrañaba que se mostrase circunspecto y nervioso. Los nazis se habrían tomado muy a mal lo que había insinuado con total seguridad sobre la construcción de Pichelsberg. No le ofrecimos dinero al marchar; no lo habría aceptado, pero, cuando nos dio la espalda para acompañarnos a la puerta, Noreen le dejó un billete debajo de la cafetera.
En el coche, Noreen suspiró profundamente y sacudió la cabeza.
– Esta ciudad empieza a deprimirme -dijo-. Dime que no se acostumbra uno.
– Yo no. Hace muy poco que me he hecho a la idea de que perdimos la guerra. Todo el mundo echa la culpa a los judíos, pero a mí siempre me pareció que fue por la Marina. Ellos nos metieron en la guerra y nos obligaron a abandonar con su motín. De no haber sido por la Marina, es posible que hubiésemos seguido luchando hasta conseguir una paz honorable.
– Parece que lo lamentes.
– Sólo lamento que firmasen el armisticio quienes no debían. Tenía que haberlo firmado el ejército, no los políticos, que dejaron al ejército al margen, por eso estamos como estamos. ¿Lo entiendes?
– La verdad es que no.
– ¿No? Bueno, pues la mitad del problema es eso, que nadie lo entiende y los alemanes, menos que nadie. Muchas mañanas me despierto pensando que los dos últimos años me los he imaginado, sobre todo las últimas veinticuatro horas. ¿Qué le encuentra una mujer como tú a un hombre como yo?
Me agarró la mano izquierda y me la apretó.
– ¡Un hombre como tú! ¡Como si hubiese más de uno! No lo hay. Lo he buscado en toda clase de sitios, incluida la cama en la que dormimos. Anoche me preguntaba cómo estaría por la mañana. Bien, ahora ya lo sé.
– ¿Y cómo estás?
– Asustada.
– ¿De qué?
– De cómo estoy, por supuesto. Como si condujeras el coche tú.
– Es que lo estoy conduciendo yo. -Di un volantazo para demostrarlo.
– En mi casa, nunca me lleva nadie a ninguna parte. Me gusta conducir, prefiero decidir yo cuándo empezar y cuándo pararme. Sin embargo, contigo no me importa. No me importaría ir y volver a la China contigo al volante.
– ¿La China? Me conformaría con que te quedases una temporada en Berlín.
– Entonces, ¿qué es lo que me frena?
– Nick Charalambides, quizá, y el artículo del periódico. Y puede que también esto otro: que, en mi modesta opinión, a Isaac Deutsch no se lo cargó nadie, sino que murió accidentalmente, no lo ahogaron, se ahogó él solo sin ayuda de nadie aquí mismo, en el centro de Berlín. Comprendo que la historia no es tan buena, si no hay homicidio, pero, ¿qué puedo hacerle yo?
– ¡Qué mierda!
– Exacto.
Me acordé brevemente de la decepción de Richard Bömer, cuando descubrimos que Isaac Deutsch era judío. Ahora, la decepcionada era Noreen, porque al pobre hombre no se lo habían cargado. ¡Qué asco de vida!
– ¿Estás seguro?
– Me parece que la cosa fue así: cuando los nazis truncaron la carrera de boxeador de Isaac Deutsch, su tío y él buscaron empleo en las obras olímpicas, aunque la política oficial exija que en la construcción se dé empleo solamente a los arios. Puesto que hay tanto que hacer antes de la inauguración de los Juegos en 1936, alguien decide que es mejor limar asperezas, pero no sólo con respecto al origen racial de los peones, sino también con la seguridad, sospecho. Es probable que Isaac Deutsch estuviera en una excavación subterránea y rompiese una de esas bolsas de agua de las que nos ha hablado Blitz. Sufrió un accidente y se ahogó, pero nadie se dio cuenta de que era agua marina. Alguien tuvo la idea de que era mejor que encontraran el cadáver lejos de Pichelsberg, por si algún poli entrometido empezaba a hacer preguntas sobre peones judíos ilegales. Y, así, el cadáver terminó flotando en un canal de agua dulce en la otra punta de Berlín.
Noreen registró la vacía pitillera buscando algo fumable.
– ¡Mierda! -repitió.
Le ofrecí mis cigarrillos.
– Noreen, tengo que reconocer con gran pesar que esta pequeña investigación ha concluido. Nada me gustaría más que alargar la situación y seguir paseándote por Berlín, pero prefiero ser sincero, sobre todo porque, entre unas cosas y otras, ando un poco falto de práctica en ese terreno.
Al llegar a Steglitz, encendió un cigarrillo y se quedó mirando por la ventanilla.
– Para -dijo bruscamente.
– ¿Qué?
– Que pares.
Paré el coche cerca del ayuntamiento, en la esquina de Schlossstrasse, y empecé a disculparme dando por sentado que la había ofendido sin querer. Todavía no había apagado yo el motor cuando ya había salido ella del coche y echaba a andar enérgicamente por donde habíamos venido. La seguí.
– ¡Oye, lo siento! -dije-. A lo mejor todavía puedes escribir el artículo. Si encuentras a Joey, tío y entrenador de Isaac Deutsch, a lo mejor habla. Podrías contar su historia, no sería un mal punto de vista: a los judíos se les prohíbe competir en las Olimpiadas, pero a uno le dan trabajo ilegalmente en la construcción del estadio y aparece muerto. Podría ser un buen artículo.
No parecía que me escuchase y me horrorizó bastante ver que se dirigía hacia un nutrido grupo de hombres de las SA y las SS que rodeaban a un hombre y una mujer vestidos de civiles. La mujer era rubia, de veintitantos años; el hombre era mayor y judío. Lo supe porque llevaba un cartel colgado del cuello, como ella. El cartel del hombre decía: soy un sucio judío que lleva niñas alemanas a su habitación. El de la joven decía: ¡yo voy a la pocilga de este puerco y me acuesto con un judío!
Antes de que pudiese yo evitarlo, Noreen tiró el cigarrillo, sacó una Baby Brownie de su gran bolso de piel y, mirando por el pequeño telémetro, sacó una fotografía de la lúgubre pareja y los sonrientes nazis.
Le di alcance e intenté agarrarla del brazo, pero se deshizo de mí con furia.
– No es buena idea -le dije.
– Tonterías. Los obligan a ponerse esos carteles para que la gente se fije en ellos. Y eso es exactamente lo que he hecho.
Pasó el carrete y volvió a enfocar al grupo.
Un SS me gritó:
– ¡Oiga, Bubi, déjela en paz! Su novia tiene razón. Sólo ponemos a estos cabrones de ejemplo para que la gente lo vea y tome nota.
– Eso es exactamente lo que hago, tomar nota.
Esperé pacientemente a que terminase. Hasta entonces, sólo había fotografiado carteles antisemitas de los parques y algunas banderas nazis de Unter den Linden, pero yo esperaba que hacer fotos, esa otra clase de fotos, más indiscretas, no se convirtiese en costumbre. Dudo que mis nervios hubiesen podido soportarlo.
Fuimos hacia el coche en silencio y la pareja mestiza quedó abandonada a su desgracia y humillación pública.
– Si hubieras visto alguna vez las palizas que dan -dije-, tendrías mucho más cuidado con lo que haces. Si quieres fotos interesantes, te llevo al monumento a Bismarck o al palacio de Charlottenburg.
Noreen guardó la cámara en el bolso.
– No me trates como si fuera una turista de mierda -dijo-. La foto no es para mi álbum, sino para el maldito periódico. ¿No lo entiendes? Una imagen así desbanca radicalmente las afirmaciones de Avery Brundage sobre la idoneidad de Berlín para acoger las Olimpiadas.