– Me temo que no, Bernie. Se están redactando unas leyes cuya aplicación acarreará la desnaturalización definitiva de todos los judíos que viven en Alemania. No debería contarte estas cosas, pero muchos antiguos luchadores que se afiliaron al Partido antes de 1930 consideran que todavía no se ha hecho lo suficiente para resolver el problema judío en el país. Algunos, como yo, creemos que las cosas pueden llegar a ponerse un tanto crudas.
– Ya entiendo.
– Por desgracia, no lo entiendes, pero cambiarás de opinión. Es más, estoy convencido de que lo harás. Permíteme que te lo explique. Según mi jefe, el subcomisario Volk, lo que va a pasar es que se declarará alemana a toda persona cuyos cuatro abuelos fueran alemanes. Se declarará judía a toda persona descendiente de al menos tres abuelos judíos.
– ¿Y en el caso de un solo abuelo judío? -pregunté.
– Serán personas de sangre mezclada, híbridos.
– Y en la práctica, ¿qué significará todo eso, Otto?
– Se despojará a los judíos de la ciudadanía alemana y se les prohibirá casarse y mantener relaciones sexuales con alemanes puros. Se les vetará el acceso a cualquier empleo público y se les restringirá la propiedad privada. Los híbridos tendrán la obligación de solicitar directamente al Guía la reclasificación o la arianización.
– ¡Jesús!
Otto Schuchardt sonrió.
– Dudo mucho que ni él tuviera la menor posibilidad de obtener la reclasificación, a menos que se demostrase que su padre celestial era alemán.
Pegué una calada como si fuese leche de mi madre y apagué el cigarrillo en un cenicero de papel de aluminio del tamaño de un pezón. Tenía que haber una palabra compuesta, de crucigrama -formada con partículas raras de alemán- que describiese lo que sentía, pero todavía no me la imaginaba, aunque estaba seguro de que sería una mezcla de «horror», «pasmo», «patada» y «estómago». ¡Y no sabía ni la mitad! Todavía.
– Te agradezco la sinceridad -dije.
Al parecer, también eso le hizo cierta gracia teñida de reproche.
– No, no es cierto, pero no creo que tardes en agradecérmelo de verdad.
Abrió el cajón de la mesa y sacó una hinchada carpeta de color marrón claro. En la esquina superior izquierda tenía pegada una etiqueta blanca con el nombre del sujeto correspondiente y el del organismo y el negociado que se ocupaban de engrosarla. El sujeto era yo.
– Es tu expediente policial personal. Cada agente tiene el suyo; los ex policías como tú, también. -La abrió y extrajo la primera página-. Aquí está el índice. A cada nueva entrada en el historial se le asigna un número en esta hoja de papel. Veamos. Sí. Entrada veintitrés.
Fue pasando páginas hasta llegar a otra hoja; me la enseñó.
Era una carta anónima en la que se me denunciaba por tener una abuela judía. La letra me recordaba vagamente a alguien, pero, delante de Otto Schuchardt, no me apetecía pensar en la identidad del autor.
– Parece que sería inútil negarlo -dije al tiempo que se la devolvía.
– Al contrario -dijo él-, puede ser lo más útil del mundo. -Encendió una cerilla, prendió la carta y la dejó caer en la papelera-. Ya te he dicho que yo no olvido a los amigos. -A continuación cogió una pluma, le quitó el capuchón y se puso a escribir en el apartado NOTAS de la hoja del índice-. «No es posible tomar medidas» -dijo al tiempo que escribía-. De todas maneras, lo mejor sería que procurases aclararlo.
– Parece que ya es un poco tarde -dije-. Mi abuela murió hace veinte años.
– Como individuo híbrido en segundo grado -dijo, sin hacer caso de mi guasa-, es fácil que en el futuro se te impongan algunas restricciones. Por ejemplo, si quisieras iniciar alguna actividad, la nueva legislación podría exigirte una declaración de raza.
– Ahora que lo dices, he pensado en hacerme detective privado, suponiendo que consiga dinero suficiente. En mi empleo del Adlon echo de menos la acción de Homicidios del Alex.
– En ese caso, harías bien en borrar a tu abuela judía del registro oficial. No serías el primero, créeme. Los híbridos abundan más de lo que te imaginas. En el gobierno hay por lo menos tres, que yo sepa.
– Lo cierto es que vivimos en un peligroso mundo híbrido. -Saqué los cigarrillos, me puse uno en la boca, lo pensé mejor y lo volví a guardar en el paquete-. ¿Cómo se hace exactamente lo de borrar a una abuela?
– No lo sé, Bernie, la verdad, pero hay cosas peores de que hablar con Otto Trettin, el del Alex.
– ¿Trettin? ¿Cómo podría ayudarme?
– Es un hombre de recursos y bien relacionado. Ya sabes que, cuando nombraron a Erich nuevo jefe de la KRIPO, sustituyó a Liebermann von Sonnenberg en su departamento del Alex…
– … que era Falsificación de Moneda y Documentación -dije-. Empiezo a entender. Sí, Otto siempre fue un tipo muy emprendedor.
– No te lo he dicho yo.
– Nunca he estado aquí -dije y me levanté.
Nos dimos la mano.
– Di a tu amiga judía lo que te he contado, Bernie; que se vaya, ahora que puede. En adelante, Alemania es para los alemanes.
Levantó el brazo derecho y, casi arrepentido, añadió un «Heil, Hitler» con una mezcla de convicción y costumbre.
Puede que en cualquier otra circunstancia no hubiese respondido, pero en la sede de la Gestapo era imposible. Por otra parte, le agradecía mucho lo que había hecho, no sólo por mí, sino por Frieda. Además, no quería ser grosero con él, conque le devolví el saludo hitleriano y ya eran dos las veces que había tenido que hacerlo en un día. A esa velocidad, antes de que terminase la semana me volvería un nazi cabrón hasta la médula… Bueno, tres cuartas partes de mí, solamente.
Schuchardt me acompañó hasta el vestíbulo, donde ahora había muchos policías mareando la perdiz enardecidamente. De camino a la puerta, se detuvo a hablar con uno de ellos.
– ¿A qué viene tanta conmoción? -pregunté a Schuchardt cuando me alcanzó de nuevo.
– Han encontrado a un agente muerto en el hotel Kaiser -dijo.
– Mal asunto -dije, procurando contener una náusea repentina-. ¿Qué ha pasado?
– Nadie ha visto nada, pero, según los del hospital, parece que ha sido una contusión en el estómago.
4
La partida de Frieda fue como el detonante del éxodo de los judíos del Adlon. Max Prenn, jefe de recepción del hotel y primo de Daniel Prenn, el mejor tenista del país, anunció que habían expulsado a su pariente de la LTA alemana y que por eso se iba con él a vivir a Inglaterra. Después, Isaac no sé qué, músico de la orquesta del hotel, se marchó al Ritz de París. Por último, también se despidió Ilse Szrajbman, taquimecanógrafa del hotel a disposición de la clientela: volvió a Danzig, su patria chica, localidad que, según el punto de vista, podía considerarse polaca, o bien, una ciudad libre de la vieja Prusia.
Yo prefería no considerarlo, como otras muchas cosas que sucedían en el otoño de 1934. Danzig no era más que otro motivo para iniciar una discusión por cuenta del Tratado de Versalles sobre Renania, Sarre, Alsacia y Lorena, nuestras colonias africanas y la envergadura de nuestros ejércitos. De todos modos, en ese aspecto, distaba de ser el típico alemán que en la nueva Alemania me permitirían ser las tres cuartas partes de mi herencia genética.
El jefe empresarial del hotel -por dar a Georg Behlert, el director del Adlon, el tratamiento debido- se tomaba muy en serio a los empresarios y el volumen de negocio que podían generar para el hotel; sólo porque uno de los clientes más importantes y que mayores beneficios producía, un estadounidense de la suite 114 llamado Max Reles, hubiese llegado a confiar en Ilse Szrajbman, perderla a ella, de entre todos los judíos que dejaron el Adlon, fue lo que más le inquietó.
– En el Adlon, la comodidad y la satisfacción del cliente están por encima de todo -dijo, como si creyese que me decía algo nuevo.