– ¿Porque terminarías sacando provecho del régimen nazi?
– Siempre es una posibilidad. Al mismo tiempo, también cabe que termine ayudando a alguien más que a mí mismo, en realidad.
– ¿Sabes lo que me gusta de ti, Gunther?
– No me vendría mal un recordatorio.
– La capacidad que tienes para hacer que Copérnico y Kepler parezcan poco prácticos y miopes, pero sin dejar de ser un personaje romántico.
– ¿Eso significa que no he dejado de parecerte atractivo?
– No lo sé. Pregúntamelo después, cuando se me haya olvidado que no sólo soy tu jefa, sino también tu banquero.
– ¿Eso significa que me vas a dar el préstamo?
Noreen sonrió.
– ¿Por qué no? Pero con una condición: no se lo digas jamás a Hedda.
– Será un secreto entre tú y yo.
– Uno de los dos que tenemos, me parece.
– ¿Te das cuenta de que tendrás que volver a acostarte conmigo? -dije-. Para garantizar mi silencio.
– Claro. En realidad, como banquero tuyo que soy, ya estaba frotándome las manos sólo de pensar en los intereses.
19
Dejé a Noreen en el Ministerio del Interior, porque tenía la entrevista con Von Tschammer und Osten, y volví al hotel, pero pasé de largo y seguí en dirección oeste. Ahora que no estaba ella, quería husmear un poco por los aledaños de las obras olímpicas de Pichelsberg a solas. Lo cierto era que no tenía más que un par de botas de goma y, además, prefería fisgonear sin llamar la atención, lo cual habría sido prácticamente imposible con Noreen del brazo. Llamaba la atención como un nudista tocando el trombón.
El hipódromo de Pichelsberg se encontraba en el extremo norte del Grunewald, con el estadio -construido según un diseño de Otto March e inaugurado en 1913- en el centro y rodeado por las pistas de carreras y de ciclismo. Al norte había una piscina. Eran las instalaciones que se habían construido para las canceladas Olimpiadas de Berlín de 1916. En las gradas, con capacidad para casi cuarenta mil personas, había estatuas, como la de la diosa de la victoria y un grupo de Neptuno, pero ya no estaban. No había nada. Lo habían tirado todo, hipódromo, estadio y piscina incluidos, y en su lugar se abría un terraplén enorme: una montaña inmensa de tierra, que habían retirado para excavar un pozo de forma aproximadamente circular, donde supuse que levantarían el estadio nuevo. Aunque no parecía posible, como suele pasar con las suposiciones. Faltaban menos de dos años para el comienzo de los Juegos Olímpicos y todavía no habían colocado ni un ladrillo. Al contrario, habían derribado un estadio en buen uso, construido pocos años antes, para hacer sitio a la batalla de Verdún tal como se la imaginó D. W. Griffith. Al salir del coche, casi esperaba encontrarme con el frente francés, el nuestro, y fuertes explosiones de obuses en el aire.
Por un momento, volví a llevar uniforme y a ponerme malo de miedo, al recordar de repente aquel desierto de color arena del pasado. Entonces me entró el temblor, como si acabase de despertar de la misma pesadilla que siempre se me repetía y que consistía en encontrarme allí de nuevo…
…transportando una caja de munición por el barro, con los obuses cayendo alrededor. Tardé dos horas en recorrer 150 metros, hasta la primera línea. No paraba de tirarme al suelo o, simplemente, caerme; me empapé hasta los huesos, me cubrí de tierra, que se iba secando; parecía una figura de barro.
Casi había llegado a nuestro reducto, cuando pisé en el agujero que había hecho un obús y me hundí en el fango hasta la cintura… y seguía hundiéndome. Pedí auxilio a gritos, pero el fragor de la cortina de fuego era tan fuerte que no me oía nadie. Cuanto más me esforzaba en salir, más me hundía, hasta que el barro me llegó al cuello y me enfrenté al horrible sino de morir ahogado en un escueto mar de pegamento marrón. Había visto caballos atrapados en el fango y casi siempre los mataban de un tiro, tan enorme era el esfuerzo necesario para rescatarlos de los lodazales. Intenté sacar la pistola para pegarme un tiro antes de sucumbir del todo, pero tampoco sirvió de nada. El barro me tenía completamente atrapado. Intenté tumbarme boca arriba como para flotar en la superficie, pero en vano.
Y entonces, cuando la tierra me había tragado hasta la barbilla, se produjo una explosión enorme a pocos metros de distancia, cayó un obús y, milagrosamente, fui rescatado del cenagal y levantado en el aire… hasta que caí a unos veinte metros del agujero, sin aliento, pero ileso. De no haber sido por el barro que me cubría, la explosión me habría matado sin la menor duda.
Ésa era mi pesadilla recurrente y, cada vez que la tenía, me despertaba empapado en sudor, sin aliento, como si acabara de cruzar corriendo la tierra de nadie. Incluso ahora, a plena luz del día, tuve que ponerme en cuclillas y respirar hondo varias veces para recobrar la calma. Me ayudaron a recuperarme mentalmente algunos puntos de color del paisaje, antes fértil y ahora devastado: unos cardos morados al borde de una lejana fila de árboles, unas ortigas rojas y secas cerca de donde había dejado el coche, unas matas de senecio con flores amarillas, un petirrojo que arrancaba de la tierra un jugoso gusano rosado, el cielo azul y vacío y, por último, un ejército de obreros y una vía férrea por la que se deslizaba un trenecito rojo que transportaba tierra en vagones de un extremo a otro de las obras.
– ¿Se encuentra bien?
El hombre llevaba un casco de protección picudo y una chaqueta acolchada tan voluminosa como un guardapolvo; los pantalones, negros, le quedaban varios centímetros por encima de unas botas que, a causa del barro que se les había pegado, abultaban el doble de lo normal; cargaba una almádena al hombro, un hombro como Jutlandia. Era rubio, prácticamente albino, y sus ojos, como las flores de los cardos. La barbilla y los pómulos podían haber sido esbozados por un pintor nazi como Josef Thorak.
– Sí, me encuentro bien. -Me levanté, encendí un cigarrillo y lo apunté hacia el paisaje, señalándolo-. Al ver la tierra de nadie me he quedado un poco traspuesto, como August Stramm, ¿sabe? «Tierra quebrantada aletarga el hierro/ Sangres tapizan manchas rezumantes/ Herrumbres desmigajean/ Carnes viscosean/ Succiones se encelan por la desintegración.»
Para mi sorpresa, el hombre completó los versos:
– «Matar de matares/ Parpadean/ Miradas de niños.» Sí, conozco ese poema. Yo estuve en la Real Württemburg 2, la vigesimoséptima división. ¿Y usted?
– En la vigesimosexta.
– Entonces, coincidimos en la misma batalla.
Asentí.
– Amiens, agosto de 1918.
Le ofrecí un cigarrillo y lo encendió con el mío, al estilo de las trincheras, por ahorrar cerillas.
– Dos licenciados de la universidad del barro -dijo-. Académicos de la evolución humana.
– Ah, sí. El progreso del hombre. -Sonreí al acordarme del viejo dicho-. Que te maten con ametralladora, en vez de bayoneta; con lanzallamas, en vez de ametralladora; con gas letal, en vez de lanzallamas.
– ¿Qué haces aquí, amigo?
– Echar un vistazo, nada más.
– Ya no se puede, lo han prohibido. ¿No has visto el cartel?
– No -dije sinceramente.
– Llevamos mucho retraso ya y estamos trabajando a tres turnos, por eso no tenemos tiempo de atender visitas.
– No parece que haya mucho movimiento por aquí.
– Casi todos los muchachos están al otro lado del terraplén -di-jo, señalando al oeste de las obras-. ¿Seguro que no eres del ministerio?
– ¿El de Interior? No, ¿por qué lo preguntas?
– Porque ha amenazado con sustituir a toda constructora que no cumpla con su cometido, ya ves. Pensaba que tal vez estuvieses espiándonos.
– No soy espía. ¡Vaya, ni siquiera soy nazi! La verdad es que he venido a buscar a una persona, un tal Joey Deutsch, quizá lo conozcas.