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– No.

– A lo mejor el capataz sabe algo de él.

– Yo soy el capataz. Me llamo Blask, Heinrich Blask. De todos modos, ¿para qué lo buscas?

– No, no está metido en un lío ni nada de eso, aunque tampoco es para avisarle de que le ha tocado una fortuna en la lotería. -No sabía qué iba a decirle exactamente, hasta que me acordé de las entradas de boxeo que llevaba en el bolsillo: las que habíamos comprado a Zíngaro Trollmann-. El caso es que represento a un par de boxeadores y quería que los entrenase Joey. No sé qué tal será con el pico y la pala, pero como entrenador es muy bueno, de los mejores. Seguiría en la brecha, de no ser por lo que tú y yo sabemos.

– ¿Qué es lo que sabemos?

– Apellidándose Deutsch… es un sucio judío, no le dejan entrar en los gimnasios, al menos en los que están abiertos al público, pero yo tengo uno propio y así no ofendo a nadie, ¿verdad?

– Tal vez no lo sepas, pero aquí está prohibido dar empleo a los no arios -dijo Blask.

– Claro que lo sé, pero también sé que se lo dan. No se os puede reprochar, con el ministerio ahí, apretándoos las tuercas para que terminéis el estadio a tiempo. No es fácil, la verdad. Mira, Heinrich, no he venido a complicarte la vida. Sólo quiero encontrar a Joey. A lo mejor su sobrino está trabajando con él. Se llama Isaac. También era boxeador.

Saqué dos entradas del bolsillo y se las enseñé.

– A lo mejor te apetece ir a ver un combate. Scholz contra Witt, en Spichernsaele. ¿Qué me dices, Heinrich? ¿Puedes echarme una mano?

– Si hubiera sucios judíos trabajando en estas obras -dijo Blask-, y no digo que los haya, lo mejor sería que fueras a hablar con el jefe de personal. Se llama Eric Goerz. No viene mucho por aquí. Donde más trabaja es en el bar del Schildhorn. -Cogió una entrada-. Donde el monumento.

– La columna de Schildhorn.

– Justo. Según tengo entendido, si quieres trabajar y que no te hagan preguntas, hay que ir ahí. Todas las mañanas, a eso de las seis, se junta una multitud de ilegales: judíos, gitanos… de todo. Llega Goerz y decide quién trabaja y quién no. Depende sobre todo de la comisión que le pague cada uno. Los va nombrando, les da un resguardo y cada cual se presenta donde más falta haga. -Se encogió de hombros-. Según él, son buenos trabajadores, conque, ¿qué puedo hacer yo, con los plazos tan apretados que tenemos? Me limito a cumplir órdenes de los jefes.

– ¿Alguna idea sobre el nombre del bar?

– Alberto el Oso o algo así. -Cogió la otra entrada-. Pero permíteme un consejo, camarada: ten cuidado. Eric Goerz no estuvo en la Real Württenburg, como yo. Su idea de la camaradería se parece más a la de Al Capone que a la del ejército prusiano, ¿me entiendes? No es tan grande como tú, pero anda muy listo con los puños. A lo mejor hasta te gusta eso, tienes pinta de saber cuidarte solo. Sin embargo, por si fuera poco, Eric Goerz lleva pistola, pero no donde se imagina uno. La lleva sujeta al tobillo. Si ves que se para a atarse los cordones de los zapatos, no lo dudes, dale una patada en la boca antes de que te dispare.

– Gracias por el aviso, amigo. -Tiré el cigarrillo a la tierra de nadie-. Ya has dicho que soy más grande que él. ¿Alguna otra seña para identificarlo?

– A ver… -Blask soltó la almádena y se frotó la barbilla, del tamaño de un yunque-. Una, sí: fuma cigarrillos rusos, o me lo parecen a mí, vaya. Son aplastados y huelen como un nido de comadrejas ardiendo, conque, si estáis en el mismo sitio, enseguida te darás cuenta. Por lo demás, es un tío normal, al menos en apariencia. Tiene entre treinta y treinta y cinco años, bigote de chuloputas, más bien moreno: le sentaría bien un fez. Tiene un Hanomag nuevo con matrícula de Brandeburgo. Por cierto, es fácil que también él sea de allí. El chófer es de más al sur, de Wittenberg, me parece; otro haragán, pero tiene la mano más larga que el puente del palacio, conque, ojo con el reloj, por si acaso.

Al sur de Pichelsberg, una carretera con bonitas vistas, pero llena ahora de tráfico de la construcción, rodeaba el río Havel y continuaba en dirección a Beelitzhof y a los dos kilómetros de la península de Schildhorn. Cerca de la orilla del río había un puñado de bares y restaurantes cubiertos de hiedra, además de unos empinados peldaños de piedra que terminaban en un pinar, donde se ocultaba el monumento de Schildhorn y cuanto pudiera suceder allí a las seis de la mañana. El monumento era un buen sitio para seleccionar mano de obra ilegal. Desde la carretera era imposible ver lo que sucedía alrededor.

El Alberto el Oso tenía aproximadamente forma de bota o zapato y era tan antiguo que parecía que pudiese vivir allí una vieja con tantos hijos que ya no supiera qué hacer. Fuera había un Hanomag nuevo con matrícula IE, de Brandeburgo. Por lo visto, había llegado en buen momento.

Seguí adelante unos trescientos o cuatrocientos metros y aparqué. Behlert llevaba un mono de mecánico en el maletero (hurgaba a menudo en el interior del coche). Me lo puse y volví andando al pueblo; sólo me detuve a meter las manos en tierra húmeda para hacerme una manicura de obrero. Del río soplaba un frío viento del este que traía el anuncio del inminente invierno, por no mencionar un tufo químico de la fábrica de gas de Hohenzollerndamm, situada en el confín de Wilmersdorf.

Fuera del Alberto, un hombre alto con una cara digna del bloc de un dibujante de juicios leía el Zeitung apoyado en el Hanomag. Estaba fumando un Tom Thumb y vigilando un poco el coche, seguramente. Cuando abrí la puerta, sonó una campanilla por encima de mi cabeza. Aunque no me pareció una buena idea, entré.

Me recibió un enorme oso disecado. Tenía las mandíbulas abiertas y las zarpas en el aire y me imaginé que lo habrían puesto allí para asustar a la clientela o algo así, pero a mí me pareció el director de un coro de osos dirigiendo La merienda de los ositos. Por lo demás, no había prácticamente nadie. El suelo era de linóleo de cuadros barato. Las paredes eran de color naranja y lucían una exposición completa de cuadros de personajes y escenas fluviales; alrededor se distribuían las mesas, cubiertas con limpios manteles amarillos. En el rincón del fondo, al pie de una fotografía enorme del río Spree lleno de troncos y canoas domingueras, había un hombre envuelto en una nube de humo de tabaco de olor desagradable. Estaba leyendo un periódico que ocupaba toda la mesa y apenas me miró cuando me acerqué y me planté delante de él.

– Hola -dije.

– No cometa el error de sacar esa silla -murmuró-, no tengo por costumbre hablar con desconocidos.

Llevaba un traje verde botella, camisa verde oscuro y corbata marrón de lana. En el banco de al lado había un abrigo, un sombrero de piel y, sin justificación visible, una correa de perro muy fuerte. Sin embargo, los cigarrillos amarillentos y aplastados que fumaba no eran rusos, sino franceses.

– Entendido. ¿Es usted Herr Goerz?

– ¿Quién lo pregunta?

– Stefan Blitz. Me han dicho que para trabajar en las obras olímpicas hay que hablar con usted.

– ¡Ah! ¿Quién ha dicho eso?

– Un tal Trollmann, Johann Trollmann.

– No me suena de nada. ¿Trabaja para mí?

– No, Herr Goerz. Dijo que se lo había oído decir a un amigo suyo. No recuerdo cómo se llamaba. Trollmann y yo boxeábamos juntos. -Hice una pausa-. Antes, porque ahora no podemos. Ahora ya no, desde que las reglas prohíben participar en las competiciones a los no arios. Precisamente por eso busco trabajo.

– Nunca he sido aficionado a los deportes -dijo Goerz-. Tenía que dedicar todo el tiempo a ganarme la vida. -Levantó los ojos del periódico-. Puede que tengas cara de boxeador, pero no de judío.

– Soy mestizo, mitad y mitad, pero parece que al gobierno le da igual.

Goerz se rió.

– Desde luego. Enséñame las manos, Stefan Blitz.