Se las enseñé y presumí de uñas sucias.
– El dorso no, la palma.
– ¿Va a predecirme el futuro?
Entrecerró los ojos al tiempo que daba una calada a los últimos centímetros de su maloliente cigarrillo.
– Puede. -Sin tocármelas, sólo mirándolas, añadió-: Parecen bastante fuertes, aunque no da la impresión de que hayan trabajado mucho.
– Como ya he dicho, he trabajado sobre todo con los nudillos, pero puedo manejar el pico y la pala. Durante la guerra, también me tocó cavar trincheras, hace ya algunos años, eso sí.
– Triste. -Apagó el cigarrillo-. Dime, Stefan, ¿sabes lo que es un diezmo?
– Lo dice en la Biblia. Significa una décima parte, ¿no?
– Eso es. Bien, el caso es que yo sólo soy el jefe de personal. La constructora me paga para que le proporcione mano de obra, pero también me pagáis vosotros, porque os doy trabajo, ¿entiendes? Una décima parte de lo que ganéis al final de la jornada. Considéralo la cuota sindical.
– Es una cuota muy alta, en comparación con los sindicatos en los que he estado.
– De acuerdo, pero el caso es que quien pide no elige, ¿verdad? A los judíos no les está permitido afiliarse a sindicatos obreros, por tanto, en esas circunstancias, si quieres trabajar, debes pagar una décima parte. Lo tomas o lo dejas.
– Lo tomo.
– Eso me parecía. Por otra parte, como ya he dicho, está escrito en vuestro libro sagrado. Génesis, capítulo 14, versículo 20: «Y diole los diezmos de todo». Es la mejor forma de tomárselo, digo yo, como un santo deber. Si no consigues verlo así, recuerda lo siguiente: sólo selecciono a quienes me pagan el diezmo. ¿Está claro?
– Claro.
– A las seis en punto en el monumento de ahí fuera. Quizá trabajes, quizá no. Depende de cuántos necesiten.
– Allí estaré.
– A mí me da igual. -Goerz volvió a mirar el periódico. La entrevista había terminado.
Había quedado con Noreen en el Romanisches Café de Tauentzienstrasse. Había sido lugar de encuentro de los literatos berlineses y parecía una aeronave que hubiese aterrizado fuera de horario en la acera, ante un edificio románico de cuatro pisos que podría haber sido el hermano menor del de enfrente, la iglesia en honor del káiser Guillermo. O quizá fuese el equivalente moderno de un pabellón de caza Hohenzollern: un lugar en el que los príncipes y emperadores del primer imperio germánico tomaban café o kummel después de una larga mañana postrados ante un Dios que, en comparación con ellos, debía de haber parecido bastante vulgar y mal educado.
La vi enseguida bajo el techo acristalado del café, como una especie exótica en un invernadero. Sin embargo, como suele ocurrir con las vistosas flores tropicales, la acechaba un peligro: estaba en una mesa en compañía de un joven con un elegante uniforme negro, como la araña de Miss Muffet. En menos de seis meses, desde la desaparición de las SA como fuerza política independiente de los nazis, las SS, impecablemente vestidas, se habían ganado la fama de organización uniformada más temida de la Alemania de Hitler.
No me hizo ninguna gracia verlo allí. Era alto y rubio, atractivo, dispuesto a la sonrisa y con unos modales tan lustrosos como sus botas: dio fuego a Noreen con una celeridad como si le fuera la vida en ello y, cuando me presenté en la mesa, se levantó y chocó un tacón contra el otro con la fuerza de un tapón de champán. El labrador negro a juego que llevaba el oficial se sentó, dubitativo, sobre los cuartos traseros y soltó un gruñido grave. El amo y el perro parecían un brujo y su pariente y yo ya estaba deseando que desapareciesen en una nube de humo negro antes incluso de que Noreen hiciese las presentaciones.
– Te presento al lugarteniente Seetzen -dijo ella sonriendo con amabilidad-. Me ha hecho compañía y ha aprovechado para practicar inglés.
Puse un rictus en la boca, como si estuviera encantado con la presencia de un nuevo amigo, pero me alegré mucho cuando por fin se excusó y se marchó.
– ¡Qué alivio! -dijo ella-. Creía que no se iba a marchar nunca.
– ¡Ah! ¿Sí? Pues parecía que os entendierais muy bien.
– No seas borrico, Gunther. ¿Qué querías que hiciese? Estaba yo repasando mis notas, cuando llegó él, se sentó y empezó a hablar conmigo. De todos modos, ha sido fascinante en cierto modo, y un tanto escalofriante. Me ha contado que ha solicitado plaza en la Gestapo prusa.
– Una profesión con futuro. Si no fuera por los escrúpulos, puede que también lo intentase yo.
– En estos momentos está haciendo un curso de preparación en el Grunewald.
– ¿Qué les enseñarán? ¿A aplicar la manguera a un hombre sin matarlo? ¿De dónde sacarán a esos cabrones?
– Él es de Eutin.
– ¡Ah! ¡Conque salen de ahí…!
Noreen intentó ahogar un bostezo con el dorso de su elegante y enguantada mano. Era fácil comprender que el lugarteniente hubiese querido hablar con ella. Era, sin ninguna duda, la mujer más guapa del café.
– Lo siento -dijo-, pero he tenido una tarde horrible. Primero, Von Tschammer und Osten y, después, el joven lugarteniente. Para ser un pueblo tan inteligente, a veces parecéis muy tontos. -Echó un vistazo a su libreta de periodista-. El director de la Oficina de Deportes no dice más que sandeces.
– Por eso le dieron el puesto, encanto. -Encendí un cigarrillo.
Pasó unas páginas de taquigrafía sacudiendo la cabeza.
– Escucha esto. El caso es que dijo muchas cosas que me parecieron desquiciadas, pero ésta se lleva la palma. Le pregunté sobre la promesa de Hitler de que el proceso de selección del equipo olímpico alemán cumpliría los estatutos internacionales, que no habría discriminación por razones de raza y color, y me dijo, cito literalmente: «Los estatutos se cumplen, al menos en principio. Técnicamente, no se ha excluido a nadie por esos motivos». Fíjate ahora, Bernie, es lo mejor de todo: «Cuando llegue el momento de los juegos, seguramente los judíos habrán dejado de ser ciudadanos alemanes o, al menos, ciudadanos de primera clase. Es posible que se los tolere como huéspedes y, ante la agitación internacional que ha surgido a su favor, incluso podría suceder que, en el último momento, el gobierno acceda a reservarles una pequeña representación en el equipo, si bien en las modalidades deportivas en las que Alemania sólo tiene posibilidades remotas de ganar, como el ajedrez y el cróquet. Porque, innegablemente, la cuestión sigue siendo que, en determinados deportes, una victoria germanojudía nos plantearía un dilema político, por no decir filosófico».
– ¿Eso dijo?
Sólo había fumado la mitad, pero se me había atravesado algo en la garganta, como si me hubiese tragado la pequeña calavera de plata que llevaba el lugarteniente en su negra gorra.
– Qué deprimente, ¿verdad?
– Si tienes la impresión de que soy un tipo duro, has de saber que no lo soy. Agradezco que me avisen cuando me van a sacudir en el estómago.
– Hay más. Von Tschammer und Osten dijo que se prohibirá expresamente la práctica de cualquier deporte a todas las organizaciones juveniles católicas y protestantes, como se les ha prohibido a las judías. Tal como lo plantean, la gente va a tener que elegir entre la religión y el deporte. La cuestión es que cualquier entrenamiento deportivo se hará exclusivamente bajo los auspicios de los nazis. Llegó a afirmar que el nazismo está librando una guerra cultural contra la Iglesia.
– ¿De verdad?
– Ni los atletas católicos ni los protestantes que no se inscriban en clubs deportivos nazis tendrán posibilidades de representar a Alemania.
Me encogí de hombros.
– Que hagan lo que quieran. ¿A quién le importa un puñado de idiotas corriendo por una pista?
– No lo entiendes, Gunther. Han purgado la policía y ahora están haciendo lo mismo con el deporte. Si lo consiguen, no habrá aspecto de la sociedad alemana que se libre de su autoridad. Se preferirá a los nazis en todos los campos de la sociedad alemana. Si quieres seguir adelante con tu vida, tendrás que hacerte nazi.