Noreen sonreía y me fastidió. Sabía por qué lo hacía. Estaba satisfecha porque consideraba que tenía una exclusiva para el artículo, pero aun así me fastidiaba que sonriese. Para mí, todo eso era algo más que un simple artículo, era mi país.
– Eres tú quien no lo entiende -dije-. ¿Crees que el lugarteniente de las SS se puso a hablar contigo por casualidad? ¿Te parece que sólo estaba pasando el rato? -Me reí-. La Gestapo se ha fijado en tu tarjeta, encanto. ¿Por qué, si no, iba a contarte que quería ingresar en ella? Es probable que te siguieran hasta aquí, después de la entrevista con el director de Deportes.
– ¡Bah! Eso son tonterías, Bernie.
– ¿En serio?
– Lo más probable es que el lugarteniente Seetzen tuviera la misión de conquistarte y averiguar la clase de persona que eres, con quién te relacionas… y ahora ya saben que estás conmigo. -Eché un vistazo al café-. Seguramente, en estos momentos nos están vigilando. Puede que el camarero sea uno de ellos, o aquel hombre que lee el periódico. Podría ser cualquiera. Así es como actúan.
Noreen tragó saliva nerviosamente y encendió otro cigarrillo. Sus maravillosos ojos azules se movieron con inquietud, se fijó en el camarero y en el hombre del periódico, por si veía alguna señal de que nos estuviesen espiando.
– ¿Lo crees de verdad?
Parecía que empezaba a convencerse; habría podido sonreír y decirle que le estaba tomando el pelo, sólo que también me convencí a mí mismo. ¿Por qué no iba la Gestapo a seguir a una periodista americana que acababa de entrevistar al director de Deportes? Tenía mucho sentido. Es lo que habría hecho yo, si hubiera sido de los suyos. Pensé entonces que debería haberlo visto venir.
– Ahora saben quién eres -dije- y quién soy yo.
– Te he puesto en peligro, ¿verdad?
– Como dijiste esta mañana, este trabajo siempre conlleva cierta dosis de peligro.
– Lo siento.
– Olvídalo, aunque, en realidad, quizá sea mejor que no, después de todo. Me gusta crearte un poco de culpabilidad; así puedo chantajearte a costa de tu límpida conciencia, encanto. Por otra parte, supe que me traerías problemas desde el momento en que te vi, pero resulta que así es como me gustan las mujeres: grandes guardabarros, carrocería reluciente, mucho cromo y un motor muy potente, como el del coche de Hedda, que te planta en Polonia nada más pisar el pedal del acelerador. Si me interesase acostarme con bibliotecarias, iría en autobús.
– De todos modos, no he pensado más que en mi artículo, sin tener en cuenta las consecuencias que podría acarrearte a ti. Es increíble que haya sido tan imbécil como para atraer sobre ti la atención de la Gestapo.
– Es posible que no te lo haya dicho antes, pero hace un tiempo que me tienen en el punto de mira, concretamente, desde que dejé el cuerpo de policía. Se me ocurren varios motivos válidos para que la Gestapo o la KRIPO, que para el caso es lo mismo, me arrestasen, si quisieran, pero me preocupan más los que no se me han ocurrido todavía.
20
Noreen quería pasar la noche conmigo en mi apartamento, pero no me veía capaz de llevarla a una madriguera que no tenía más que una habitación, una cocina enana y un cuarto de baño más reducido aún. Llamarlo apartamento era como decir que un grano de mostaza es una verdura. En Berlín los había más escuetos todavía, pero casi siempre los ocupaban antes las familias de ratones.
Me cohibía enseñarle las condiciones en que vivía, pero confesarle que tenía una octava parte de herencia judía me daba verdadera vergüenza. Me había desconcertado, es cierto, descubrir que me habían denunciado a la Gestapo por tener lo que llamaban mezcla de sangre, pero no renegaba de ser quien era. ¿Cómo iba a hacerlo? Me parecía una insignificancia. Lo que me avergonzaba era haber pedido a Emil Linthe que borrase del registro oficial la sangre que me relacionaba con Noreen, aunque fuese remotamente. ¿Cómo iba a contárselo? Y guardándome mi secreto, pasé con ella otra noche maravillosa en su suite del Adlon.
Tumbado entre sus muslos, sólo dormí un poco. Teníamos mejores cosas que hacer. Por la mañana temprano, cuando salí vilmente de su habitación, sólo le dije que iba a casa y que nos veríamos más tarde, pero no dije nada de coger el suburbano en dirección a Grunewald y Schildhorn.
Tenía en el despacho algo de ropa de recambio y, tan pronto como me hube cambiado, salí a la negra madrugada y me fui andando a la estación de Potsdamer. Unos cuarenta y cinco minutos más tarde, subía por los escalones hacia el monumento de Schildhorn con otros muchos hombres, de apariencia judía en su mayoría: pelo castaño, ojos melancólicos, orejas de murciélago y unas napias que obligaban a pensar si, para poder formar parte de su pueblo elegido, Dios habría puesto la condición de tener una nariz que nadie habría querido tener voluntariamente. Podía generalizar tanto porque sabía con certeza que la sangre común de esos hombres era probablemente mucho más pura que la mía. A la luz de la luna, uno o dos me miraron inquisitivamente, como preguntándose qué tendrían los nazis en contra de un tipo fornido, rubio, con los ojos azules y la nariz como el pulgar de un panadero. No me extrañó. Entre aquella compañía tan particular, destacaba tanto como Ramsés II.
Había unos ciento cincuenta hombres reunidos en la oscuridad, bajo los invisibles pinos, que advertían de su presencia con el murmullo de la brisa del amanecer. El propio monumento quería ser un árbol estilizado, coronado por una cruz de la que colgaba un escudo. Seguramente tendría algún significado para quien gustase de monumentos religiosos feos. A mí me parecía una farola sin su más que necesaria bombilla… o tal vez un poste de piedra para quemar en la hoguera a los arquitectos de la ciudad. Entonces sí que habría sido un monumento valioso, sobre todo en Berlín.
Rodeé ese obelisco de tamaño económico al tiempo que escuchaba algunas conversaciones. En general, hablaban de los días que habían trabajado recientemente o de los que se habían quedado sin trabajar, que parecía el caso más habitual.
– La semana pasada, me dieron un día -dijo un hombre- y la anterior, dos. Hoy tengo que trabajar; si no, mi familia no podrá comer.
Otro empezó a vilipendiar a Goerz, pero alguien lo hizo callar rápidamente.
– La culpa la tienen los nazis, no Goerz. De no ser por él, ninguno tendríamos trabajo. Él se arriesga tanto como nosotros e incluso más, quizá.
– Si quieres que te diga la verdad, a él le pagan muy bien por arriesgarse.
– Es la primera vez que vengo -dije al hombre que estaba a mi lado-. ¿Qué hay que hacer para que te elijan?
Le ofrecí un cigarrillo; se quedó mirando con extrañeza al paquete y a mí, como receloso de que alguien que de verdad necesitase trabajar pudiera tener dinero para lujos tan caros y sensuales. De todos modos, lo aceptó y se lo puso detrás de la oreja.
– No hay método -dijo-. Llevo seis meses viniendo aquí y sigue pareciéndome arbitrario. Unos días parece que le gusta tu cara, pero otros ni siquiera te ve.
– A lo mejor sólo pretende repartir el trabajo al máximo -di-je-, para que sea más justo.
– ¿Justo? -se burló el hombre-. La justicia no tiene absolutamente nada que ver. Un día se lleva a cien hombres y, al otro, a setenta y cinco. Es otra forma de fascismo, me parece a mí. Goerz nos recuerda el poder que tiene.
Le sacaba yo una cabeza de altura; era pelirrojo y tenía las facciones muy marcadas: una cara como un hacha muy oxidada. Llevaba una gruesa chaqueta verde, gorra de obrero y, alrededor del cuello, un pañuelo verde intenso semejante al de sus ojos, que miraban a través de unas gafas de montura fina. Del bolsillo le sobresalía un libro de Dostoievsky y casi parecía que el joven judío de aspecto estudioso acabase de salir de entre las páginas completamente hecho: neurótico, pobre, mal alimentado y desesperado. Se llamaba Solomon Feigenbaum, lo cual, a mis oídos prácticamente arios, sonaba tan judío como un gueto de sastres.