– Pues, si es la primera vez, casi seguro que te cogen -dijo Feigenbaum-. A Goerz le gusta alegrar el día a los nuevos, para que lo prueben.
– Es un alivio.
– Si tú lo dices. Aunque no parece que necesites dinero desesperadamente; la verdad es que ni siquiera pareces judío.
– Eso decía mi madre a mi padre. Supongo que por eso se casó con él. Para ser judío no basta con tener la nariz ganchuda y ponerse la kipá. ¿Qué me dices de Helene Mayer?
– ¿Quién es?
– Una judía del equipo olímpico alemán de 1932, de carreras de vallas. Parecía la chica de los sueños de Hitler. Tenía más pelo rubio que el suelo de un barbero suizo. ¿Y Leni Riefenstahl? Has tenido que oír rumores.
– Bromeas.
– No, en absoluto. Su madre era judía polaca.
Parecía que la cosa le hacía cierta gracia.
– Mira, hace semanas que no trabajo. Un amigo mío me habló de este plagen. La verdad es que pensaba que me lo encontraría aquí.
Miré alrededor, a la multitud de hombres congregada al pie del monumento, como con esperanzas de ver a Isaac Deutsch, y sacudí la cabeza con desilusión.
– ¿Te contó tu amigo cómo era el trabajo?
– Sólo que no se hacían preguntas.
– ¿Nada más?
– ¿Hay algo más que saber?
– Pues que emplean mano de obra judía para los trabajos que, por lo peligrosos que son, teniendo en cuenta lo que ahorran en seguridad para poder terminar el estadio a tiempo, quizá no quieran los llamados obreros alemanes. ¿Te habló tu amigo de eso?
– ¿Pretendes que me eche atrás?
– Sólo te digo lo que pasa. Me da la sensación de que, si tu amigo era un amigo de verdad, podría habértelo contado. Que a lo mejor hay que estar un poco desesperado para aceptar los riesgos que esperan que aceptes. Aquí no te dan casco, amigo mío. Si te cae una piedra en la cabeza o te hundes en un agujero, a nadie le va a sorprender ni nadie va a lamentarlo. Los judíos que trabajan ilegalmente no tienen seguridad social. A lo mejor no les ponen ni una lápida. ¿Lo entiendes?
– Entiendo que pretendes que me eche atrás para tener más posibilidades de que te cojan a ti.
– Lo que quiero decirte es que nos protegemos los unos a los otros, ¿sabes? Si no, no lo hace nadie. Cuando bajamos al pozo, somos como los tres mosqueteros.
– ¿El pozo? Creía que íbamos a las obras del estadio.
– Eso es para la categoría superior, los obreros alemanes. No para nosotros. Casi todos trabajamos en el túnel de la nueva línea del suburbano que irá desde el estadio hasta Königgratzer Strasse. Si vas hoy, descubrirás lo que es convertirse en topo. -Miró al cielo, que todavía estaba oscuro-. Bajamos de noche, trabajamos en la oscuridad y salimos cuando se ha ido el sol.
– Es verdad, eso no me lo contó mi amigo -dije-. Lo lógico sería que me lo hubiese dicho. De todos modos, hace ya algún tiempo que no lo veo, ni a su tío. Oye, a lo mejor tú los conoces. Isaac y Joey Deutsch.
– No los conozco -dijo Feigenbaum.
Pero los ojos se le estrecharon y me miraba con atención, como si, a fin de cuentas, quizá hubiese oído hablar de ellos. No me pasé diez años en el Alex en balde: sabía cuándo alguien mentía. Se tiró de la oreja un par de veces y luego, nerviosamente, desvió la mirada. Ahí tenía la clave.
– Seguro que sí -dije con firmeza-. Isaac era boxeador, una auténtica promesa, hasta que los nazis excluyeron a los judíos de los combates y le quitaron la licencia. Joey era su entrenador. ¡Seguro que sabes quiénes son!
– Te he dicho que no -replicó Feigenbaum con firmeza.
Encendí un cigarrillo.
– Si tú lo dices. Bueno, a mí qué más me da. -Di una calada para que lo oliese un poco. Comprendí que se moría de ganas de fumar, aunque todavía tenía detrás de la oreja el que le había dado antes-. Seguro que todo eso de los tres mosqueteros y de cuidarse unos a otros no es más que palabrería. Palabrería.
– ¿Qué insinúas? -Se le abrieron las aletas de la nariz al oler el tabaco y se lamió los labios.
– Nada -dije-, nada en absoluto. -Tomé otra calada y se la eché en la cara-. Anda, termínalo tú. Sabes que estás deseándolo.
Feigenbaum me cogió el cigarrillo de entre los dedos y se puso a fumar como si fuese una pipa de opio. A algunas personas les pasa lo mismo con las uñas; llega uno a pensar que quizás una cosa tan insignificante como un cigarrillo sea verdaderamente nociva. A veces resulta un tanto inquietante ver a un adicto en plena acción.
Miré hacia el otro lado con una sonrisa indiferente.
– Así es mi vida, supongo. No me refiero a nada en concreto. A lo mejor ni tú ni yo nos referimos a nada, ¿verdad? Estamos aquí y, de repente, ya no. -Me miré la muñeca y entonces me acordé de que había dejado el reloj en el hotel adrede-. Maldito reloj. Siempre se me olvida que tuve que empeñarlo. Pero, bueno, ¿dónde está ese Goerz? ¿No tendría que haber llegado ya?
– Llegará cuando llegue -dijo Feigenbaum y, sin dejar de fumar mi cigarrillo, se alejó.
Eric Goerz llegó al cabo de diez minutos. Lo acompañaban su alto chófer y un tipo musculoso. Goerz fumaba los mismos cigarrillos franceses fuertes que el día anterior y, debajo de una gabardina gris, llevaba el mismo traje verde. Llevaba también un sombrero negro muy echado hacia atrás, como un halo de fieltro y, en la mano, la misma correa del perro invisible. No bien hubo aparecido, los hombres empezaron a arremolinarse a su alrededor, como si fuese a dar el Sermón de la Montaña, y sus dos discípulos lo protegieron estirando los gruesos brazos. Yo también me acerqué un poco, empeñado en parecer tan necesitado de trabajo como los demás.
– ¡Atrás, malditos judíos! Os veo perfectamente -gruñó Goerz-. ¿Os habéis creído que esto es un concurso de belleza? ¡Atrás he dicho! Si me tiráis, como la semana pasada, hoy no trabaja ninguno de vosotros, ¿entendido? Cien hombres, ¿me oís? Tú, ¿dónde está el dinero que me debes? Te dije que no quería verte por aquí hasta que me lo pagases.
– ¿Cómo voy a pagarte, si no puedo trabajar? -dijo una voz plañidera.
– Haberlo pensado antes -dijo Goerz-. Hazlo como quieras. Vende a la puta de tu hermana o lo que sea. ¡A mí qué me importa!
Los dos discípulos agarraron al hombre y lo apartaron de la vista de Goerz.
– Tú -le dijo a otro-. ¿Cuánto sacaste de los tubos de cobre?
El hombre al que se dirigía murmuró unas palabras.
– Trae aquí -gruñó Goerz, y le arrebató unos billetes de la mano.
Concluidos por fin todos esos asuntos, empezó a elegir hombres para las cuadrillas de trabajo y, a medida que las iba completando, los que quedaban sin escoger se iban desesperando más y más, cosa que parecía deleitar a Goerz. Me recordó a un escolar caprichoso seleccionando compañeros para un partido de fútbol importante. Cuando completó la última cuadrilla, un hombre dijo:
– Te doy dos más por mi turno.
– Y yo, tres -dijo el que estaba a su lado.
Enseguida recibió uno de los resguardos que el discípulo iba repartiendo entre los afortunados a los que Goerz señalaba para trabajar ese día.
– Queda un día -dijo con una amplia sonrisa-. ¿Quién lo quiere?
Feigenbaum se abrió paso hasta la primera fila de la muchedumbre que todavía rodeaba a Goerz.
– Por favor, Herr Goerz -dijo-. ¡Déme un respiro! Hace una semana que no me toca un solo día. Lo necesito muchísimo. Tengo tres hijos.
– Es lo malo de los judíos. Sois como conejos. No me extraña que la gente os aborrezca.
Goerz me miró.
– Tú, boxeador. -Quitó el último resguardo de la mano a su discípulo y me lo tiró a la mano-. Ahí tienes trabajo.
Me sentí mal, pero cogí el resguardo a pesar de todo y procuré no mirar a Feigenbaum al seguir a los hombres elegidos escaleras abajo, hacia la orilla del río. Eran unos treinta o cuarenta peldaños, tan empinados como la escalera de Jacob; tal vez fuera ésa la intención de Guillermo IV, el emperador prusiano cuyas románticas ideas sobre la caballería habían dado lugar a ese peculiar monumento. Había bajado más de la mitad, cuando divisé el camión que esperaba para llevar la mano de obra ilegal de Eric Goerz a su lugar. Al mismo tiempo, oí unos pasos a mi espalda que se iban acercando. No era un ángel, sino Goerz. Me soltó un golpe con la porra, pero falló e, igual que Jacob, me vi obligado a forcejear un momento con él, hasta que perdí el equilibrio, me caí por las escaleras y me di de cabeza contra la pared de piedra.