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Tuve la sensación de haber estado tumbado en un arpa de concierto mientras alguien la golpeaba fuertemente con una almádena. Me vibraba incontrolablemente hasta la última parte del cuerpo. Me quedé allí tumbado un momento, mirando al cielo de la mañana con la certidumbre de que Dios, al contrario que Hitler, tenía sentido del humor. Al fin y al cabo, lo decían los salmos. El que mora en el Cielo se reirá. ¿Qué otra explicación tenía que, para quedarse con el turno que me habían dado a mí, Feigenbaum, un judío, hubiese informado al antisemita de Goerz de que yo le había hecho preguntas sobre Isaac y Joey Deutsch? El que mora en el Cielo se estaba riendo, de acuerdo. Era razón suficiente para desternillarme. Recé con los ojos cerrados. Le pregunté si tenía algo en contra de los alemanes, pero la respuesta era muy evidente y, al abrirlos otra vez, descubrí que no había diferencia perceptible entre tenerlos cerrados o abiertos, salvo que ahora los párpados me parecían lo más pesado del mundo. Me pesaban tanto como si fuesen de piedra. Quizá la piedra fuese una lápida sobre una tumba profunda, oscura y fría, una piedra que ni el ángel de Jacob habría podido apartar. Por los siglos de los siglos. Amén.

21

Hedda Adlon siempre decía que, para llevar un hotel grande de verdad, ella necesitaría que los huéspedes pasasen dieciséis horas durmiendo y las otras ocho descansando tranquilamente en el bar. Por mí, estupendo. Quería dormir mucho y, preferiblemente, en la cama de Noreen. Y lo habría hecho, de no haber sido porque ella estaba apagando un cigarrillo en mi rabadilla o, al menos, eso me pareció. Intenté apartarme, pero entonces algo me golpeó la cabeza y los hombros. Abrí los ojos y descubrí que estaba sentado en un suelo de madera, cubierto de serrín y atado de espaldas a una estufa de porcelana: un calentador de cerámica con forma de fuente pública, de los que suelen verse en un rincón en muchas salas de estar alemanas, como si fuera un familiar senil sentado en una mecedora. Puesto que yo apenas paraba en casa, la estufa de mi sala apenas se encendía y, por lo tanto, prácticamente nunca estaba caliente, pero, incluso a través de la chaqueta, noté que ésta lo estaba… y más que el tubo de la chimenea de un remolcador en plena faena. Arqueé la espalda para reducir la zona de contacto con la ardiente cerámica, pero sólo conseguí quemarme las manos; al oírme gritar de dolor, Eric Goerz volvió a azotarme con la correa de perro. Al menos ahora sabía para qué la llevaba. Sin la menor duda, se consideraba todo un supervisor, como el egipcio conductor de esclavos a quien mató Moisés en el Éxodo. No me habría importado matar a Goerz con mis propias manos.

Cuando dejó de fustigarme, levanté la cabeza, vi que tenía en las manos mi tarjeta de identidad y me maldije por no haberla dejado en el hotel, en el bolsillo del traje. Detrás de mí, a poca distancia, se encontraban el alto y cadavérico chófer de Goerz y el tipo cuadrado del monumento. Su cara parecía una escultura de mármol inacabada.

– Bernhard Gunther -dijo Goerz-. Aquí dice que eres empleado de hotel, pero que antes eras poli. ¿Qué hace aquí un empleado de hotel preguntando por Isaac Deutsch?

– Desátame y te lo cuento.

– Cuéntamelo y a lo mejor te desato.

No vi motivo para no decirle la verdad, ninguno en absoluto. Es un efecto frecuente de la tortura.

– En el hotel se aloja una periodista americana -dije-. Está escribiendo un artículo sobre los judíos en el deporte alemán y sobre Isaac Deutsch en particular. Se propone conseguir que los Estados Unidos boicoteen las Olimpiadas y me paga por ayudarla a investigar.

Hice una mueca y procuré no pensar en el calor de la espalda, aunque era como estar en el infierno e intentar no hacer caso de un diablillo armado con una horca candente y mi nombre en su parte del día.

– Mentira -dijo Goerz-, eso es mentira, porque casualmente leo la prensa y por eso sé que el Comité Olímpico de los Estados Unidos ha votado en contra del boicot. -Levantó la correa del perro y empezó a azotarme otra vez.

– ¡Es judía! -grité a pesar de los golpes-. Cree que si cuenta la verdad sobre lo que ocurre en este país a gente como Isaac Deutsch, los Amis tendrán que cambiar de opinión. Deutsch es el centro de su artículo. Cuenta que lo expulsaron de su asociación regional de boxeo y acabó trabajando aquí y que sufrió un accidente. No sé lo que pasó con exactitud. Se ahogó, ¿verdad? En el túnel del suburbano, ¿no es eso? Y después lo arrojaron al canal, en la otra punta de la ciudad.

Goerz dejó de fustigarme. Parecía haberse quedado sin aliento. Se apartó el pelo de los ojos, se enderezó la corbata, se colgó la correa del cuello y la agarró con las dos manos.

– ¿Y cómo has averiguado lo que le pasó?

– Un ex colega, un gorila del Alex, me enseñó el cadáver en el depósito y me dio el expediente. Nada más. Es que yo trabajaba en Homicidios, ¿sabes? Se quedaron sin ideas sobre las circunstancias de la muerte y creyó que yo podría enfocarlo de otra manera.

Goerz miró a su chófer y se rió.

– ¿Quieres que te diga lo que pienso? -dijo-. Creo que fuiste poli y que sigues siéndolo. Un agente secreto, de la Gestapo. No he visto a nadie en mi vida que se parezca menos a un empleado de hotel, amigo mío. Apuesto a que no es más que una tapadera para poder espiar a la gente y, lo que es más importante, a nosotros.

– Es la verdad, te lo aseguro. Sé que tú no mataste a Deutsch, fue un accidente. Eso se veía claramente en la autopsia. Verás, no pudo ahogarse en el canal porque tenía los pulmones llenos de agua marina. Eso fue lo primero que hizo sospechar a la pasma.

– ¿Le hicieron la autopsia? -preguntó el hombre cuadrado, la escultura viviente-. O sea, ¿que lo rajaron de arriba abajo?

– Pues claro que le hicieron la autopsia, so imbécil. Lo manda la ley. ¿Dónde te crees que estamos? ¿En el Congo Belga? Cuando aparece un cadáver, hay que investigarlo todo, al muerto y las circunstancias.

– Pero después lo enterrarían como es debido, ¿no?

Gruñí de dolor y sacudí la cabeza.

– Los entierros son para los Otto Normal -dije-, no para cadáveres sin identificar. No se ha hecho la identificación, al menos formalmente. Nadie lo ha reclamado. Yo sólo he investigado el caso porque la mujer Ami quería saber cosas sobre él. La pasma no sabe una mierda. Por lo que yo sé, el cadáver fue a parar al hospital Charité, a las aulas de anatomía, para que jueguen con él los chicos de los fórceps y los bisturíes.

– O sea, ¿los estudiantes de medicina?

– ¡No van a ser los de economía política, desgraciado! ¡Pues claro que los de medicina!

Empezaba a comprender que al hombre de la barbilla de mármol le afectaba mucho el tema. Sin embargo, como el dolor que me daba la estufa me soltaba la lengua, seguí hablando sin la menor consideración.

– Ahora lo habrán partido en lonchas y se habrán hecho una sopa de rabo de buey con su pene. Casi seguro que el cráneo servirá de cenicero a algún estudiante. ¿Qué te importa a ti, Hermann? Tú tiraste al pobre desgraciado al canal como un cubo de basura de un restaurante.

El hombre cuadrado sacudió la cabeza con estremecimiento.