– Pensé que, al menos, le darían un entierro digno.
– Ya lo he dicho: los entierros dignos son para los ciudadanos, no para los desechos flotantes. Me da la impresión de que la única persona que ha intentado tratar a Isaac Deutsch con respeto ha sido mi cliente.
Intenté separarme de la estufa retorciéndome, pero no sirvió de nada. Empezaba a parecerme a Jan Hus.
– Tu cliente -dijo Eric Goerz con todo el desprecio, como un gran inquisidor. Se puso a zurrarme otra vez. La correa de perro silbaba en el aire como un mayal. Parecía yo una alfombra del Adlon llena de polvo-. Cuéntanos… exactamente… quién demonios… eres…
– Basta -dijo el hombre cuadrado. Tenía una mandíbula que parecía arrancada de un trozo de mármol.
No vi lo que sucedió a continuación. Estaba muy ocupado apretando el mentón contra el pecho, con los ojos cerrados, intentando deshacerme del dolor de los correazos. Sólo sé que la paliza terminó de repente y Goerz cayó al suelo delante de mí, sangrando por un lado de la boca. Levanté la cabeza a tiempo de ver a Mandíbula de Mármol esquivar limpiamente un fuerte gancho del chófer de Goerz antes de levantarlo en el aire de un puñetazo que se elevó desde abajo volando como un ascensor exprés. El chófer se derrumbó como una torre de piezas de construcción, cosa que me satisfizo tanto como si la hubiese tirado yo.
Mandíbula de Mármol respiró hondo y se puso a desatarme.
– Lo lamento -dije.
– ¿El qué?
– Todo lo que he dicho sobre Isaac, tu sobrino. -Me deshice de las cuerdas y aparté la espalda de la estufa-. He acertado, ¿verdad? Eres Joey, el tío de Isaac.
Asintió y me ayudó a ponerme de pie.
– Tienes la espalda de la chaqueta completamente quemada -di-jo-. No te veo la carne, pero no estará muy mal. De lo contrario, lo habrías olido.
– Una idea consoladora. Por cierto, gracias por ayudarme.
Me apoyé de su inmenso hombro y, dolorosamente, me enderecé.
– Hace tiempo que se lo había ganado -dijo Joey.
– Mucho me temo que todo lo que he dicho es cierto, pero lamento que hayas tenido que enterarte así.
Joey Deutsch sacudió la cabeza.
– Lo sospechaba -dijo-. Goerz me había dicho otra cosa, claro, pero creo que, en mi fuero interno, yo sabía muy bien que era mentira. Preferí creerle, por Isaac. Supongo que, para asimilarlo, tenía que oírselo contar a otra persona.
Eric Goerz giró lentamente sobre su estómago y gruñó.
– ¡Menudo gancho tienes, Joey! -dije.
– Vamos, te llevo a casa. -Vaciló-. ¿Puedes andar solo?
– Sí.
Joey se agachó a mirar al chófer, que seguía inconsciente, y le sacó unas llaves del bolsillo del chaleco.
– Vamos a coger el coche de Eric -dijo-, para que a este par de cabrones no se les ocurra seguirnos.
Goerz volvió a gruñir y, lentamente, se puso en posición fetal. Por un momento pensé que sufría una contracción de alguna clase, pero enseguida me acordé de lo que me había dicho Blask, el capataz, acerca del revólver que llevaba sujeto al tobillo, sólo que ya no estaba sujeto, sino que lo tenía en la mano.
– ¡Cuidado! -grité, al tiempo que daba una patada a Goerz en la cabeza.
La patada iba para la mano, pero al levantar el pie, perdí el control y me volví a caer al suelo.
La pistola se disparó sin hacer daño a nadie, sólo rompió un cristal de la ventana.
Arrastrándome, me acerqué a mirar a Goerz. No quería la muerte de otro hombre sobre mi conciencia. Él estaba inconsciente, pero, por suerte para mí y sobre todo para él, respiraba. Recogí mi carnet de identidad del suelo, adonde lo había tirado con rabia unos minutos antes, y la pistola también. Era una Bayard semiautomática de 6.35 milímetros.
– Tabaco francés, pistola francesa… -dije-; es lógico, supongo. -Puse el seguro al arma y señalé hacia la puerta-. ¿Crees que habrá alguien más ahí fuera? -pregunté a Joey.
– O sea, ¿como yo? No, éramos sólo esos dos, los tres camioneros y, lamento decirlo, yo. Cuando Isaac se mató me pusieron en nómina, por contar con alguien musculoso, dijeron, pero seguro que fue por asegurarse de que no abriera la boca.
Mientras Joey me ayudaba a llegar a la puerta, pude echarle un buen vistazo: parecía tan judío como yo. Tenía la cabeza igual que un melón de grande, y las sienes canosas, pero la coronilla rubia y tan rizada como un abrigo de astracán. Su inmensa cara era de color rojo pálido, como la panceta vieja, y tenía la nariz rota, afilada y respingona y los ojos castaños. Las cejas eran prácticamente invisibles, como los dientes de su boca abierta. No sé por qué, pero me recordó a un niño de pecho del tamaño de un hombre.
Bajamos y supe que estábamos en el Alberto el Oso. No se veía al propietario por ninguna parte y no pregunté. Fuera, el aire fresco de la mañana me reanimó un poco. Subí al asiento del copiloto del Hanomag y Deutsch casi se carga el cambio de marcha, pero nos sacó de allí rápidamente. Conducía muy mal y por poco se estrella contra un abrevadero que había en la esquina.
Resultó que no vivía lejos de mi casa, en la parte suroriental de la ciudad. Dejamos lo que quedaba del Hanomag en el aparcamiento del cementerio de Baruther Strasse. Joey quería llevarme al hospital, pero le dije que seguramente me recuperaría.
– ¿Y tú, qué? -le pregunté.
– ¿Yo? Estoy bien. No te preocupes por mí, hijo.
– Te he costado el puesto de trabajo.
Joey sacudió la cabeza.
– Nunca debí aceptarlo.
Nos di fuego a los dos.
– ¿Quieres que hablemos un poco de ello?
– ¿A qué te refieres?
– A mi amiga Ami. Noreen Charalambides. Es la que está escribiendo sobre Isaac. Me imagino que le gustaría hablar contigo, para que le cuentes tu versión de lo que le pasó a tu sobrino.
Joey gruñó sin mucho entusiasmo.
– Puesto que no tiene tumba ni nada, podría ser como un homenaje -dije-. En su honor.
Se puso a pensarlo dando caladas al cigarrillo, aunque, en la mano, del tamaño de un mazo, parecía una cerilla de seguridad.
– No es mala idea del todo -dijo finalmente-. Tráemela esta noche. Se lo contaré todo, si no le importa venir a los barrios bajos.
Me dio una dirección de Britz, cerca de la fábrica de conservas cárnicas. La apunté en el interior del paquete de tabaco.
– ¿Eric Goerz conoce esta dirección? -pregunté.
– No la conoce nadie. Ahora allí vivo sólo yo, si es que puede llamarse vida. Me he abandonado un poco, desde que murió Isaac, ¿sabes? Como ya no está él, no hay motivo para arreglar la casa. En realidad, no hay motivo para nada.
– Sé lo que se siente -dije.
– Hace tiempo que no recibo visitas. A lo mejor limpio y ordeno un poco antes de que…
– No te molestes.
– No es molestia -dijo en voz baja-. No es ninguna molestia. -Asintió resueltamente-. La verdad es que debería haberlo hecho hace ya algún tiempo.
Se marchó. Busqué una cabina y llamé al Adlon.
Conté algo a Noreen, pero no todo. Me ahorré decirle que se lo había cantado prácticamente todo a Eric Goerz. El único consuelo que tenía era que no había dicho el nombre del hotel en el que se alojaba.
Dijo que venía inmediatamente.
22
Abrí la puerta de par en par, pero no tanto como Noreen los ojos. Allí estaba ella, con un vestido rojo debajo del abrigo de marta cibelina, mirándome con una mezcla de susto y perplejidad, una expresión como la que debió de poner Lotte al descubrir que había llegado a tiempo de ver que el joven Werther acababa de conseguir volarse los sesos. Suponiendo que los tuviese.
– ¡Dios mío! -musitó, y me tocó la cara-. ¿Qué te ha pasado?
– Acabo de leer un fragmento de Ossian -dije-. La poesía mediocre siempre me produce este efecto.
Me empujó suavemente hacia la casa y cerró la puerta tras de sí.
– Tendrías que verme cuando leo algo bueno de verdad, como Schiller. Tengo que guardar cama varios días.