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Con un movimiento de hombros se quitó el abrigo y lo dejó en una silla.

– No deberías hacer eso -dije. Procuré no cohibirme mucho por el estado del apartamento, pero no fue fácil-. Hace un tiempo que no despiojo esa silla como es debido.

– ¿Tienes yodo?

– No, pero tengo una botella de kummel. Por cierto, creo que yo también voy a tomarme una copa.

Fui al aparador a servir dos. No le pregunté si le apetecía. La había visto beber otras veces.

Durante la espera, echó un vistazo alrededor. En la sala de estar había un aparador, un sillón y una mesa plegable, además de unas altas estanterías empotradas en la pared y llenas de libros, de los que había leído unos cuantos. También había estufa, una chimenea pequeña con un fuego más pequeño aún y una cama, porque resulta que la sala hacía también las veces de dormitorio. Al otro lado de un vano sin puerta se encontraba la zona de la basura, que coincidía con la cocina; para mayor seguridad de los ratones, la opaca ventana con reja daba a una escalera de incendios. El cuarto de baño se encontraba cerca de la entrada. La bañera estaba colgada del techo boca abajo, justo encima del retrete, donde podía uno sentarse a pensar en los inconvenientes de darse un baño ante la chimenea. El suelo era íntegramente de linóleo, con algunas alfombras del tamaño de un sello. Aunque pudiera parecer todo un poco cochambroso, para mí era un palacio o, mejor dicho, la habitación más mísera de un palacio, la de los trastos de la servidumbre.

– Tiene que venir el interiorista a colocarme un retrato del Guía -dije-, así quedará esto muy bonito y acogedor.

Cogió el vaso que le ofrecía y me miró atentamente la cara.

– Ese cardenal… -dijo-. Deberías ponerte algo ahí.

La atraje hacia mí.

– Tu boca, por ejemplo.

– ¿Tienes vaselina?

– ¿Qué es eso?

– Gelatina de petróleo para primeros auxilios.

– Oye, mira, sobreviviré. Estuve en la batalla de Amiens y aquí me tienes, y te aseguro que no es fácil.

Se encogió de hombros y se apartó.

– Sigue así, hazte el duro, pero soy tan rara que me da por preocuparme por ti, lo cual significa que no me hace ninguna gracia que te hayan dado de latigazos. Si tiene que dártelos alguien, debería de ser yo, aunque procuraría que no te quedasen señales.

– Gracias, lo tendré en cuenta. El caso es que no fue con un látigo, sino con una correa de perro.

– No me habías dicho nada de un perro.

– Es que no lo había. Me da la impresión de que Goerz preferiría llevar látigo, pero incluso en Berlín te miran raro, si vas por ahí con uno en la mano.

– ¿Crees que azota a los obreros judíos con la correa?

– No me extrañaría.

Me llevé el kummel a la boca, lo retuve un momento a la altura de las amígdalas y me lo tragué disfrutando de la cálida sensación que se me extendió por el cuerpo. Entre tanto, Noreen había encontrado una pomada de manzanilla y me la aplicó en las contusiones más aparentes. Creo que se quedó muy satisfecha. Me serví otro kummel y, entonces, quien se quedó satisfecho fui yo.

Fuimos a una parada de taxis y cogimos uno para ir a la dirección de Britz. Al sur de otra moderna urbanización de viviendas protegidas, llamada la Herradura, y cerca de la fábrica de conservas cárnicas de Grossmann Coburg, un arco ruinoso daba paso a una serie de patios y bloques de pisos que habrían hecho creer a cualquier arquitecto que era un mesías venido al mundo a salvarlo de la miseria y la pobreza. Personalmente, nunca me ha importado ver un poco de miseria. La verdad es que, después de la guerra, pasó mucho tiempo sin que apenas la notase.

Después de otro arco llegamos ante un deteriorado cartel publicitario de lámparas terapéuticas de infrarrojos pintado en la pared que, al menos, infundía un poco de optimismo. Subimos unas escaleras oscuras que nos llevaron al sepulcral interior del edificio. En alguna parte, un organillo desgranaba una melodía melancólica que acompañaba bien nuestro bajo estado de ánimo. Un bloque de pisos alemán podía absorber toda la luz del segundo advenimiento.

A mitad de las escaleras nos cruzamos con una mujer que bajaba. Llevaba una rueda de bicicleta en la mano y un pan bajo el brazo. Unos pasos por detrás de ella iba un niño de unos diez u once años con uniforme de las juventudes hitlerianas. La mujer sonrió y con un movimiento de cabeza saludó a Noreen o, más probablemente, al abrigo de marta cibelina que llevaba. Eso la animó a preguntar si íbamos bien para llegar a casa de Herr Deutsch. La mujer de la rueda de bicicleta en la mano respondió respetuosamente que sí y seguimos subiendo; pasamos con cuidado al lado de otra mujer que fregaba el suelo de rodillas, restregándolo con un cepillo grueso y un producto nocivo que llevaba en un cubo. Nos había oído preguntar por Joey Deutsch y, al pasar a su lado, dijo:

– Digan al judío ése que le toca fregar las escaleras.

– Dígaselo usted -replicó Noreen.

– Se lo he dicho -contestó la mujer-. Se lo acabo de decir, pero no me ha hecho caso. Ni siquiera ha salido a la puerta. Por eso la estoy fregando yo.

– A lo mejor no está en casa -dijo Noreen.

– ¡Y tanto que está! Por fuerza. Lo vi subir hace un rato, pero no ha vuelto a bajar. Además, tiene la puerta abierta. -Siguió frotando los peldaños con el cepillo varios segundos-. Supongo que me evita.

– ¿Suele dejar la puerta abierta? -pregunté con repentino recelo.

– ¿Qué? ¿En este barrio? ¡Está usted de broma! No, pero supongo que espera visitas. A usted, quizá, si se llama Gunther. Ha puesto una nota en la puerta.

Subimos rápidamente los dos tramos que faltaban y nos detuvimos ante una puerta que alguna vez había estado pintada de escarlata, pero que ahora no tenía más pintura que una estrella amarilla y las palabras judíos fuera pintarrajeadas a conciencia. Había un sobre con mi nombre pegado en el marco de la puerta, que, en efecto, estaba abierta, tal como había dicho la mujer que fregaba las escaleras. Me metí el sobre en el bolsillo, saqué la pistola de Eric Goerz y me puse delante de Noreen.

– Aquí hay algo que no encaja -dije, y empujé la puerta.

Al entrar en el pequeño apartamento, Noreen tocó un platito de bronce que había en el marco.

– La mezuzá -dijo-. Es un pasaje de la Torá. La hay en casi todos los hogares judíos.

Quité el seguro de la pequeña automática y entré en el reducido pasillo. El apartamento tenía dos habitaciones más o menos grandes. A la izquierda estaba el salón, convertido en un altar al boxeo y a un boxeador en particular: Isaac Deutsch. En una vitrina había unas diez o quince peanas de trofeo vacías y varias fotografías de Joey e Isaac. Supuse que habrían empeñado los trofeos hacía tiempo. Las paredes estaban empapeladas con carteles de combates y había pilas de revistas de lucha por toda la habitación. En la mesa reposaba un pan muy viejo al lado de un frutero con un par de plátanos renegridos, convertidos en una gran feria mundial de mosquitas diminutas. En la puerta, colgado de un clavo, había un par de antiguos guantes de boxeo y, cerca de una barra apoyada contra la pared, una selección de pesas oxidadas. Por encima pasaba una cuerda de la que pendían una camisa y un paraguas roto. Había también un sillón desvencijado y, detrás, un espejo de cuerpo entero con el cristal rajado. Todo lo demás era basura.

– ¿Herr Deutsch? -La voz se me tensó en el pecho, como si tuviese un nido de cucos entre los pulmones-. Soy Gunther. ¿Hay alguien aquí?

Volvimos al pasillo y entramos en el dormitorio, cuya cortina estaba corrida. Olía mucho a jabón con fenol y a desinfectante, o eso me pareció, al menos. Frente a un armario, del tamaño de la cámara acorazada de un banco suizo pequeño, había una enorme cama de latón.

– Joey, ¿estás ahí?

En la penumbra, con la cortina corrida, distinguí en la cama la forma de un cuerpo; el pelo me levantó la parte de atrás del sombrero. Cuando se han pasado diez años en la policía, a veces se sabe lo que se va a ver antes de verlo. También se adivina que no debe verlo cualquiera.